Roberto Lavagna y el fin de la polarización en Argentina
BUENOS AIRES — Desde hace una década, la escena política argentina permanece trágicamente congelada: dos fuerzas minoritarias pero intensas, el kirchnerismo y el macrismo, se disputan un centro que oscila entre una y otra y termina eligiendo por descarte. Cuando todo indicaba que este cuadro se repetiría una vez más en las elecciones presidenciales del 27 de octubre, la irrupción de la candidatura de Roberto Lavagna amenaza con cambiar las cosas: por primera vez, alguien puede cerrar la grieta, como se define el escenario de polarización que se configuró en 2008.
Economista de ideas moderadas, Lavagna encarna una suerte de “carisma gris” que sintoniza con el cansancio que genera la polarización en un creciente sector de la sociedad. Lavagna es peronista pero viste, habla y parece un militante de la Unión Cívica Radical. De hecho, fue secretario de Industria y Comercio Exterior del gobierno de Raúl Alfonsín y luego candidato a presidente por ese partido. Su postulación cuenta con el apoyo del peronismo antikirchnerista, de sectores del radicalismo descontentos con el gobierno y de fuerzas progresistas como el Partido Socialista. Como ministro de Néstor Kirchner, Lavagna negoció un exitoso canje de la deuda que generó un ahorro en las cuentas públicas clave para inaugurar una etapa de equilibrio macroeconómico, mejoras sociales y crecimiento inédita en la historia argentina.
Las encuestas, que hasta dos meses atrás ni siquiera lo consideraban, han comenzado a registrar su ascenso, aunque su popularidad todavía está lejos de la de Mauricio Macri o Cristina Fernández de Kirchner. Si bien mantiene su programa de gobierno en una deliberada imprecisión, Lavagna ha dicho que evitará cualquier iniciativa que estrese a la sociedad, como la promesa de una nueva reforma previsional del macrismo o las insinuaciones de una posible reforma constitucional que deja caer el kirchnerismo. Lavagna, más prosaico, anunció que convocará un acuerdo de precios y salarios que permita moderar las expectativas inflacionarias mientras renegocia con el Fondo Monetario Internacional algún tipo de alivio en los pagos de la deuda. En suma, apostar todo a recuperar el crecimiento como condición para encarar transformaciones más profundas.
Además, decisivamente, Lavagna es viejo. Cumplió 77 años en marzo, lo que le permitiría liderar una gestión de un solo periodo que reordene la economía, empiece a suturar la herida social y habilite la emergencia de un nuevo liderazgo.
Esto implica superar la polarización entre el kirchnerismo y el macrismo. Ambas fuerzas son representativas de sus respectivos electorados. No son aberraciones sociales, sino la expresión de dos formas de entender la política y la economía que conviven en la Argentina. El kirchnerismo, heredero del peronismo de izquierda de la década de los setenta y versión local del ciclo populista latinoamericano, cuenta con el apoyo de los sectores más pobres de la sociedad, de los habitantes de los conurbanos y de los jóvenes. El macrismo, tensa mezcla de las tradiciones liberal y conservadora, se sostiene en la adhesión de las capas medias y medias-altas, de quienes viven en los barrios céntricos de las grandes ciudades y en la rica zona sojera y en la población más vieja.
El problema es que ambas fuerzas se neutralizan mutuamente. La estrategia de enfocarse en una minoría, alimentándola con un discurso de reafirmación de la propia identidad y rechazo cerrado al adversario, ha resultado efectiva para ganar elecciones e incluso para gobernar, pero resulta insuficiente para emprender reformas profundas y sostenibles. Las dificultades para concretar las últimas iniciativas de Fernández de Kirchner (la ley de Democratización de la Justicia, la implementación de la ley de medios, el memorándum con Irán) y las del macrismo (reforma laboral, tributaria y previsional) así lo demuestran.
Los indicadores socioeconómicos de la última década son elocuentes. La década de la grieta es la verdadera década perdida: la economía argentina ha crecido poco en ese periodo, no ha logrado crear empleo privado de calidad ni ha perforado el piso del 25 por ciento de pobreza. Como sostienen los ensayistas Martín Rodríguez y Pablo Touzon en su libro La grieta desnuda, la polarización es una apuesta a conservar el gobierno a cambio de paralizar la gestión: implica, en definitiva, retener el poder renunciando a la voluntad de cambio.
Ni el macrismo ni el kirchnerismo pueden desbloquear la situación. Más allá de la adhesión apasionada de un sector minoritario, ambos despiertan un potente rechazo del resto de la sociedad.
En este contexto, solo un actor extragrieta puede ofrecer una salida. ¿Podrá ser Lavagna? Por su perfil moderado, su vocación bipartidista y sus antecedentes económicos, el exministro parece el dirigente adecuado. Sin embargo, para hacerlo deberá construir una coalición amplia, que contenga tanto al peronismo como a los votantes independientes, y moverse con una generosidad que excluya la tentación del veto, ya sea por razones de pasado o de ideología: nunca será posible superar la polarización excluyendo al kirchnerismo, que sigue siendo la corriente más relevante del peronismo. También debe dejar de lado cualquier atisbo de arrogancia personal, priorizar la escucha antes que la prescripción, la compresión más que la imposición programática. Y debe hacerlo rápido, antes de que la expectativa que ha despertado su candidatura se diluya en el agobiante empate que desde hace una década paraliza a la Argentina.