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Rodolfo Izaguirre: La cultura se ignora a sí misma

 

 

Fui a dar fe de vida en el antiguo Conac, llamado así en tiempos democráticos, pero bajo el mandato bolivariano se le conoce como el Ministerio del Poder Popular para la Cultura y me topé con un joven de casi veinte años cuyo desempeño en ese despacho es registrar los datos de los jubilados que dan testimonios de vida. No basta con vivir: hay que demostrar físicamente que a pesar del maltrato de la vida aún estamos vivos o simplemente creemos estarlo.

Quedé estupefacto porque el joven funcionario que me atendió removiéndose en su escritorio, solo al verme y emergiendo de una larga indolencia, apenas si sabía leer o escribir y resultó para él un esfuerzo enorme transcribir los datos que me exigía la inevitable fe de vida.

Me miró, vio que yo era un sujeto de bastón y de muy avanzada edad, pero comenzó a buscarme desde abajo de la larga lista donde se colocaban los nombres de ciudadanos con cédulas de identidad de millonarias cifras, sin percibir que la mía por mi edad alcanza apenas a unas doscientas mil. No encontré mi nombre hasta que la señora que en todo momento me cuida y me acompañó, le indicó que me buscara al comienzo de la lista. Allí estaba mi nombre en cuarto lugar. Era evidente que el chico apenas se daba cuenta de que él no estaba vivo porque no sabía  leer ni escribir o hacerlo le costaba un esfuerzo prodigioso y le pidió a mi acompañante que escribiera ella los datos que exige el testimonio que afirmaba contrariamente que quien se mantenía vivo era yo, y no él. Pero mi acompañante se negó rotundamente alegando que no era suya la responsabilidad de hacerlo.

Vi que el ignorante burócrata escribió mal y con torpeza mis datos personales y así quedaron registrados, pero no logro restablecerme del impacto que sufrí al constatar que en el corazón oficial de la cultura uno de sus funcionarios no supiera leer ni escribir o que lo hiciera con lastimosa dificultad y que todo en aquel lugar ofrecía un aspecto mediocre y deplorable que no invitaba a visitarlo nuevamente.

Que esto ocurriera en algún lugar remoto y olvidado no excluye el oprobio que produce la ignorancia del idioma y la ausente gloria de su expresión. Aún no me he recuperado del impacto, a pesar de que estoy suficientemente enterado del monumental fracaso y hundimiento de la educación en el venezolano país bolivariano y la colosal penuria que padece el idioma que hablamos y la cultura que nos enaltece.

Me van a perdonar los mandatarios del actual régimen, pero los niveles culturales del país son bochornosos y dejan mucho que desear. Las escuelas y liceos se ven obligados a cerrar por falta de maestros y profesores; al parecer, muchos de ellos integran la pena desbandada de la diáspora o se les ve transportando gente en motos y hay universidades convertidas en tierra desolada.

La educación dolorosamente está tan hundida que no se pueden ver sus raíces, si es que se alcanzaron a ver antes de que se hundiera también en la democracia. Pero puedo afirmar que mientras estuve frente a la Cinemateca todos sabíamos leer y escribir en el Consejo Nacional de la Cultura.

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