Roma y el desliz hacia la hipérbole
Roma presenta una valiosa oportunidad para intentar una crítica de cocción lenta, atenta a lo imbricado de la cinta en lo técnico y en lo argumental. Sin embargo la respuesta crítica ha tendido más bien hacia el adjetivo hiperbólico.
Pocas veces se escribe tanto sobre una película mexicana como en el caso de Roma. El asunto ha llegado a tal grado que la obra resulta una cosa allá lejos, pequeñita, mientras que la batalla de los discursos y lecturas de la película parezca, de pronto, infinitamente más interesante que la cinta en sí. Así, hay tres constantes que he detectado en varios de los textos sobre Roma: la identidad nacional —la película «refleja» o «retrata» a «nuestro México» de forma «realista» o «fiel»—. El segundo sería la crítica social: la película, se dice, tenía una intención social. El director ha desmentido esto en varias ocasiones (“En ningún momento intenté hacer una película política o de denuncia”, dijo a El espectador) pero sin dejar de hablar del tema cada que le es posible, acaso consciente de su potencia y arrastre (“Pocos reconocemos el profundo problema de racismo que sufre nuestro país”, declaró a Animal Político). Por último, la hipérbole ha sido quizá la mayor constante en la recepción de la película, incluso desde meses antes de que la película siquiera fuera estrenada.
Antes del lanzamiento del tráiler, el 16 de julio de 2018, ya rondaban encabezados como estos: ‘El misterio de”Roma”, la última película de Alfonso Cuarón’ (Blasting News), ‘Roma: el secreto mejor guardado de Alfonso Cuarón’ (Gatopardo) o ‘ROMA – el esperado regreso de Alfonso Cuarón’ (Incine) o “Cannes 2018: El festival suplica a Netflix que permita la participación de la película de Alfonso Cuarón” (Sensacine). Conforme el tiempo pasó y apareció más material en línea, esta espiral de exageración se salió de control. El 28 de noviembre, por ejemplo, Esquire publicó una entrevista con Alfonso Cuarón que llevaba un título lapidario: ‘Alfonso Cuarón nos habla de ‘Roma’, su obra maestra para Netflix’. Vanity Fair, ya sin ninguna clase de recato, sentenció: ‘Roma is Alfonso Cuarón’s Epic, Personal Masterpiece’. Pese a algunos pocos textos más moderados, como ‘Alfonso Cuarón’s Roma is a beautiful if incomplete tribute to the women who raise us’, una de las primeras reseñas en incluir la cuestión del trabajo doméstico como parte de su crítica, de Danette Chavez en el siempre confiable The A.V Club, podría decirse que, en general, los diques del hype en internet se habían abierto. Nada podría contener el torrente.
Las hipérboles tienen una función, claro. En el habla cotidiana, una hipérbole sirve para comunicar algo de forma enfática: la gente se muere de hambre o se caga de miedo o se ahoga de calor. En la crítica, sin embargo, la hipérbole es menos útil. El elogio es necesario —es parte del oficio del crítico encontrar las palabras precisas para reconocer o distinguir—, pero la hipérbole es enemiga de la percepción adecuada de la realidad. Cuando decimos que una película es una obra maestra íntima y épica, lo que estamos diciendo es muy poco. Las palabras son tan anchas que dentro de ellas cabe casi todo; el oficio del crítico, que encuentra uno de sus corazones en el discernimiento, pierde eficacia cuando nos negamos —no voy a fingir que no he caído en el vicio en innumerables ocasiones— a la precisión en pos de una contundencia impostada. Amir Soltani, de MovieMezzanine, llama a la hipérbole «una forma fácil [de destacar entre el montón]» en un texto acerca de su preponderancia entre los críticos cinematográficos.
Algunos trataron de resistirse a esa tendencia. El crítico Alonso Díaz de la Vega, de El Universal, por ejemplo, comienza su reseña de Roma con una declaración de principios muy adecuada en un momento álgido de la conversación alrededor de la película. Díaz comienza proponiendo «una vía menos radical» para la apreciación de una película, dice, “que el público describe como un milagro”. Sin embargo, pareciera que la fuerza de Roma es tal que el crítico no puede sino terminar doblegándose después de tres párrafos: «Nunca en la historia del cine mexicano se había logrado una recreación de periodo como la de Roma», afirma contundentemente, mientras admite que la película podría estar «mejor escrita».
Igual de hiperbólico pero en la antípoda del elogio resulta el texto de Ana Farías, ‘Romantiza la explotación: por qué es problemática la nueva cinta de Cuarón’, cuyo título no deja mucho lugar a la especulación. Farías lo confirma autocitándose en el arranque del texto: «“Esto es una oda a la explotación”, me dije cuando salí de ver Roma en el cine». Farías asegura que la recepción de la película —encarnada en el texto en voz de una acompañante, que le contesta que la cinta es «más bien un recuento de algunos episodios de la infancia de Cuarón y de muchas familias»— no ha enfatizado el tema de la explotación de las trabajadoras domésticas. «Romano hace nada por cambiarlos», concluye refiriéndose a los discursos que legitiman la opresión de las trabajadoras domésticas. La cuestión de por quéla película tendría que hacer algo por cambiarlos, sin embargo, queda en el aire.
En su texto, Farías afirma que «varias veces ha leído» que «un acierto de la película es no ser panfletaria, no haber sido creada con una ideología detrás». Curiosamente, una búsqueda en Google y en Twitter con las palabras «roma cuarón panfletaria» y «roma cuarón ideología» no arroja más que un texto que usa solo una de las dos palabras en el sentido exculpatorio de la afirmación: ‘Roma o la nostalgia’, de José Woldenberg en El universal. La cuestión de la crítica social como uno de los elementos de juicio de Roma es compartida por Woldenberg (y por la enorme mayoría de los comentaristas que he leído), quien sin embargo ve el tratamiento de la cinta como una virtud. Roma, dice Woldenberg, retrata las relaciones jerárquicas entre empleadores y empleadas «con fidelidad, cuidado y cariño». Woldenberg también comparte la hipérbole: su comentario empieza anotando que el trabajo de ambientación es «el primer deslumbrante logro de Roma».
Las constantes de la hipérbole también están presentes en otros comentaristas, sin importar que su visión de la misma cinta sea opuesta entre ellos. Por ejemplo, la columna de Carlos López Medrano en La orquesta —desconcertantemente titulada ‘La feminidad de Cuarón’— parece ver el lado contrario de lo que, cada quién a su manera, anotan Díaz de la Vega, Farías y Woldenberg. No solo «no hay modo de regatearle méritos» a la película, sino que «el director rinde tributo a la mujer mexicana, esa que a lo largo de las décadas ha tenido que encajar un papel de sometimiento y sacrificio en la sociedad que la condena».
Otros más ya no solo cayeron sino que se despeñaron en la hipérbole elogiosa. El monero Paco Calderón, desde su cuenta de Twitter, ha señalado que la película es «un retrato honesto de México» y, en la que probablemente es la más grande hipérbole en la historia de las hipérboles respecto a Roma, afirmó que la cinta es «sin duda, la mejor película mexicana de la historia», una declaración tan ancha y pomposa que termina por decir prácticamente nada (y, por otro lado, una declaración muy de Twitter). Otra constante hiperbólica que se ha desparramado por doquier es el término «obra maestra», apelativo que han usado, entre varios otros, Leonardo García-Tsao, Fausto Ponce en Proceso, Juan Meyer en HuffPost, Emiliano Monge o Daniela Michel. Aún más generoso fue Alejandro Alemán de EjeCentral, que remata su reseña de la cinta con una contundencia que se pretende irrebatible:
De Fellini a Tarkovsky, de Ozu a Buñuel, de Bergman a Dreyer, de Cazals a Reygadas, Roma claramente abreva de lo mejor en la historia del cine mundial sin que esto deje de ser la película más personal de su director. Con un armado sutil, pero que encierra una complejidad técnica apabullante y una veta humanista irrenunciable, Alfonso Cuarón logra hacerse de una opus magna imponente y emotiva. Roma es, en definitiva, la mejor película de su ya de por sí brillante carrera.
Por supuesto, intrínsecamente no tiene nada de malo elogiar —o desgañitarse alabando o denostando, para seguir con las exageraciones— tal o cual película. Es parte natural de la gran conversación en línea que todos alimentamos a diario, y esa conversación, al menos en Twitter, es rasposa, exaltada, casi oral. Cuando nos trasladamos al texto crítico, sin embargo, surgen algunos reparos derivados de la inevitable separación de la realidad que generan las hipérboles. Cuando se habla de Roma como «la mejor película mexicana en décadas», por ejemplo, se pierde el detalle de que la cinta es en realidad una producción mexicana-estadounidense de quince millones de dólares, distribuida por la plataforma de streaming más grande del mundo y, por lo tanto, poco o nada representativa de las condiciones y los alcances reales del cine nacional. Cuando se afirma sin ambages que Roma es «una oda a la explotación», se emborrona el hecho de que su autor —y varias activistas y antiguas trabajadoras domésticas, como Marcelina Bautista— han utilizado la cinta como una herramienta para concientizar respecto a ese tema —quizá la mayor herramienta mediática de ese tópico en todos sus años de lucha—. Finalmente, cuando se dice que Roma es «una obra maestra», el crítico renuncia a uno de los rasgos fundamentales de su oficio: la capacidad de buscarle los proverbiales tres pies al gato, vaya, de entender y pensar la obra más allá del aplauso extático y, sí, acrítico. Ya ni hablar del despropósito que implica citar a otros directores presuntamente estupendos para reforzar un argumento que prácticamente carece de estructura. La hipérbole, además, tiende a provocar una escalada. En una entretenida conversación sobre el uso de la hipérbole y la indiferencia en la crítica (‘Which is worse, epic hyperbole!!! or “meh”?’, publicada en The A.V. Club), la crítica Tasha Robinson afirma que « tanto “meh” como la hipérbole son exageraciones, pero la primera es una retirada en tanto la segunda es un ataque. Y mientras que alejarse de ambas es una respuesta inteligente, alejarse de un ataque se siente como tolerarlo, como concederlo o como rendirse ante él». Es natural que, ante una exclamación desaforada en las afirmaciones de la crítica, alguien más considere que necesita exclamar más fuerte para redirigir la atención hacia su propio texto. De alguna forma, comienza a importar más el ruido de la crítica que su precisión.
Acaso todo esto sea inevitable. La exageración es una herramienta que ha existido desde hace mucho —ya Aristóteles, Quintilino y otros señorones de la antigüedad advirtieron de sus riesgos—, y su uso solo seguirá aumentando con el pasar de los tiempos y la evolución de la competencia por los lectores en internet. La democratización de la publicación y el constante bregar por el tiempo de los lectores nos permiten leer una pluralidad de ángulos novedosos que antes habría sido imposible conocer, pero al mismo tiempo, nos exponen a textos menos meditados, con más prisa, más rimbombantes, menos pacientes, más contundentes, más exagerados.
Quizá pedir una reinstauración de la demora no sea el camino más viable en estos tiempos. Quizá tan solo me convertí ya —no se burlen: acaso todos terminamos ahí— en el memético anciano que le grita a la nube. Creo, sin embargo, que Roma presenta una valiosa oportunidad para intentar una crítica de cocción lenta. Su concentración en los detalles, imbricada en lo técnico y en lo argumental; el tino de colocar en el centro a un colectivo, el de los y las indígenas pobres que migran a la ciudad, que ha dado personajes tan cuestionables en nuestro cine como La india María; la capacidad para distanciarse y dotar de humanidad a personajes tan repelentes como un Halcón del 71 o una patrona que regaña a sus empleadas por dejar la luz prendida, y por qué no, sus posibles tropiezos, como unos diálogos pastosos y redundantes, una representación étnica y social que merece discutirse con las escenas en la mano o un ritmo desconcertante en tomas largas que parecen apretujar el drama en pocos minutos: todo eso hace que la película destaque como una obra compleja, rica en texturas y lecturas, merecedora de ser diseccionada con paciencia en pos de la precisión crítica. Como una especie de principio personal, creo que por fidelidad a la complejidad de la obra, quienes escribimos al respecto haríamos bien en desechar los juicios fáciles e internarnos, con gozosa paciencia crítica, en los callejones, vericuetos, baches y ambigüedades de Roma.