Romy Schneider, la actriz herida
“No soy nada en la vida, pero lo soy todo en la pantalla”
-Romy Schneider
Nadine es una actriz de serie B, de pornos baratos y cine de explotación. Ahora está rodando uno de esos filmes donde abundan la piel desnuda, la violencia y la sangre. A horcajadas sobre un hombre moribundo y completamente ensangrentado, se le ordena que le diga que lo quiere y que después –excitada por la sangre- tenga sexo con él. Nadine, vestida apenas con un negligé de seda, no logra superar el absurdo de la escena y los gritos de una directora qué le recuerda que para eso le pagan. Confundida y abochornada, Nadine ve a lo lejos a un intruso, a un fotógrafo que se ha colado al plató y que la esta fotografiando subrepticiamente. Quebrándose, le dice casi suplicándole:
-“No saque fotos, por favor. Soy actriz, sé hacer cosas buenas. Esto lo hago para comer. Así que no saque fotos. Por favor. No saque fotos”.
Nadine llora, el maquillaje oscuro alrededor de sus ojos y sus largas pestañas artificiales confabulan para dotar su rostro de un rictus conmovedor. Es una mujer que ha sentido vergüenza de lo que hace y no quiere que alguien la ponga en evidencia más allá de los confines de un rodaje. Nadine es el centro de Lo importante es amar (L’important c’est d’aimer, 1975), del polaco Andrzej Zulawski, un filme que juega al esperpento y al exceso para resaltar aún más la sordidez de la existencia de Nadine. Romy Schneider le da rostro, cuerpo y voz a ese personaje triste, pero asombrosamente digno en medio del caos en que vive. ¿Qué tanto de Nadine era Romy Schneider en ese momento? ¿Qué tanto de su vida logró Zulawski trasladar a la pantalla? ¿Qué tanto quiso Romy dejarse ver detrás de ese personaje, que era –precisamente- una actriz?
Interpretar a Nadine, con tamaña desolación existencial, era un reto para Romy Schneider, pero en realidad no era el primero. Venía de participar en el debut como director de Francis Girod, interpretando a Philomena en El trío infernal (Le trio infernal, 1974), una brutal comedia negra en la que representa a una inescrupulosa mujer que se une a Michel Piccoli y a Mascha Gonska para seducir, casarse y luego asesinar a hombres para cobrar el respectivo seguro. Philomena era una arpía codiciosa y Nadine una actriz infeliz y de poca monta, nada pero absolutamente nada que ver con la Romy Schneider que entre 1955 y 1957 tuvo al público europeo a sus pies al interpretar a la Emperatriz Elizabeth de Austria en la trilogía de filmes de Ernst Marischka, llamados respectivamente Sissi (1955), Sissi emperatriz (Sissi – Die junge Kaiserin, 1956) y El destino de Sissi (Sissi – Schicksalsjahre einer Kaiserin, 1957). Con el rol de Sissi, la joven actriz se convirtió en la novia del público germano, pero así mismo la sombra larga, incesante y aprisionadora de ese éxito amenazó con encasillarla para siempre. Casi veinte años después de Sissi, estos papeles retadores en los filmes de Girod y Zulawski eran un grito, un basta ya. “Sissi se me pega como la avena”, se le oyó decir en 1976.
Pero haber aceptado esos roles no solo reflejaba rebeldía frente al recuerdo inmarcesible de los filmes de Marischka. Ya previamente Romy había desechado hacer una cuarta parte de la serie -lo cual le generó en su momento la animadversión de los espectadores alemanes y austríacos- y además desde que rodó Amoríos (Christine, 1958), de Pierre Gaspard-Huit, y allí conoció a Alain Delon para luego enamorarse de él, supo que su destino era Francia y en ese país se instaló junto a su pareja. Residir en París fue la estocada final que marcó su distanciamiento con un público que jamás iba a perdonarle esa traición. Así pues, su lucha contra el encasillamiento actoral no era nueva. Sus papeles de mediados de los años setenta reflejaban ante todo una compleja turbulencia personal, que de alguna forma estaba buscando salidas a través del arte.
En esos momentos su relación con Delon ya era historia. En julio de 1966 se casó con el actor, productor y director de teatro alemán Harry Meyen y con él tuvo un hijo, David, nacido a finales de ese mismo año. Se instalan en Berlín y Romy asciende en popularidad mientras el teatro de vanguardia de Meyen solo obtiene incomprensión. Para 1972 deciden separarse y empezar una larga batalla legal por la custodia de David. Es en 1975 cuando legalmente se divorcian. Este proceso la ha desgastado: Romy bebe más de la cuenta, y se encuentra demasiado frágil afectivamente. Es durante el rodaje de Lo importante es amar que empieza a involucrarse con su secretario privado, Daniel Biasini, con quien se casará en diciembre de ese año. El 21 de julio de 1977 nace Sarah, la hija de ambos. Lo que hizo Romy Schneider durante los rodajes de El trío infernal y de Lo importante es amar fue entonces un exorcismo personal. Quería borrar su pasado fílmico edulcorado, ponerse en paz con sus fracasos personales y familiares, intentar ampliar sus horizontes histriónicos y dejar de ser el centro de atracción de una prensa ensañada en ella y que no le perdonaba nada. Pero ya Romy Schneider estaba demasiado herida…
Quizá todo empezó mal desde el principio. Siendo hija de la actriz alemana Magda Schneider y del actor austriaco Wolf Albach-Retty -hijo a su vez de la primera dama de las tablas vienesas Rose Retty- Romy parecía estar destinada (¿condenada?) a ser actriz. Había nacido el 23 de septiembre de 1938 en Viena y fue bautizada como Rose Marie Magdalena Albach-Retty. Su primera infancia transcurre paralela a la Segunda Guerra Mundial e incluso el chalet bavaro de “Mariengrund” donde vive, está en las inmediaciones de Berchtesgaden, la localidad en una de cuyas montañas queda la Kehlsteinhaus, “el nido de Aguila”, casa campestre de Adolph Hitler. Su padre deja el hogar por otra mujer en 1944, en lo que será la primera derrota familiar de Romy. Magda Schneider queda sola, en plena guerra y con dos hijos.
Hasta 1953 Romy está en un cómodo internado austríaco pero al salir todo se precipita: su madre vuelve al cine tras ocho años de inactividad y viaja a Munich para hacer el papel protagónico de Lilas blancas (Wenn der weiße Flieder wieder blüht) de Hans Deppe. Al llegar encuentra al director hospitalizado y al productor preocupado, pues no encuentran a la actriz que haría el rol de hija de Magda. La actriz piensa en Romy y la hace llamar para una prueba. A los 15 años, junto a su madre, Romy Schnedier va a debutar en el cine sin saber en realidad si quiere dedicarse al arte escénico o al diseño gráfico. Sin poderlo meditar la involucran en un nuevo rodaje y antes que se acabe la década de los cincuenta habrá aparecido en dieciocho filmes, que incluyen –por supuesto– la trilogía de Sissi, dirigida por el veterano Ernst Marischka, que ya la había tenido a su servicio en Los jóvenes años de una reina (Mädchenjahre einer Königin, 1954) –donde interpretó a la Reina Victoria- y en La panadera y el emperador (Die Deutschmeister, 1955). Magda Schneider la ha acompañado en los cinco filmes de Marischka, pero el protagonismo es de su hija, que se desenvuelve con elegancia en esos filmes de época, donde los papeles de la realeza parecen sentarle muy bien. Es rubia, de ojos claros que desaparecen cuando sonríe, tiene pómulos altos, un rostro finamente alargado y tiene el encanto natural de su juventud.
Es difícil de explicar a la distancia el fenómeno de sus películas de Sissi. Marischka había hecho con ese mismo tema una opereta en los años treinta, pero ahora tenía los recursos del cine a color, los decorados y el vestuario para contar la historia de la joven Emperatriz Elizabeth y su esposo, el Emperador Francisco José de Habsburgo (que en la pantalla interpreta Karlheinz Böhm). El relato está idealizado y es muy romántico; es demasiado optimista y festivo, no se apelaba a la historia estricta sino al recuerdo grato. Incluso los problemas de estado –Sissi visita Hungría y sus buenos oficios evitan un conflicto- o de salud –una tuberculosis- son superados sin muchos obstáculos. Hubo una sintonía inmediata entre el público austríaco y germano con esta mujer y estos largometrajes. Solo la primera de las películas contó con una taquilla de entre 20 y 25 millones de espectadores. Romy era la princesa del cine alemán y nada iba a impedir que ese romance entre el personaje y el cautivado público continuara. Nada ni nadie, ni siquiera Romy Schneider.
La actriz se da cuenta del peligro de encasillarse para siempre y de no poder desprenderse nunca del personaje. Hace las otras dos partes –hay presión de parte de su familia, hay una oferta económica irresistible- pero rechaza una cuarta parte. El mundo cinéfilo y las revistas y medios del espectáculo se le echan encima, traicionados en su amor. Pero Romy es inflexible, no le importa pasar de la idolatría al desprecio o a la ignorancia: para ella lo que importa es su carrera y lo que siente por Alain Delon, el joven actor francés con el que ha coincidido en Amoríos. Francia y los años sesenta la esperan.
Para ella esa nueva década está marcada profesionalmente por dos nombres: Delon y Visconti. El primero le presenta al segundo en Italia, a donde ha invitado a Romy para que lo acompañe al rodaje de Rocco y sus hermanos (Rocco e i suoi fratelli, 1960) y allí conozca al director, el maestro Luchino Visconti. Este al principio no le da una bienvenida cálida a una mujer que tiene a Sissi como el mayor de los triunfos de su carrera, pero ella logra conquistarlo, a tal punto que consigue lo impensable: que Visconti la dirija a ella y a Delon en una obra teatral en París, la adaptación de “Lástima que sea una puta”, del inglés John Ford, un drama del siglo XVII. Pese a que se sentía insegura de su dominio del idioma francés, Romy se dedica a sacar adelante este proyecto bajo la vigilancia implacable de Visconti. El drama se estrena el 29 de marzo de 1961 y tiene 120 exitosas representaciones.
Al terminar sus compromisos teatrales Visconti le tiene una sorpresa: ser la coprotagonista del segmento que va a dirigir de Boccaccio ’70 (1962), un filme colectivo donde también intervendrán como directores Vittorio De Sica, Federico Fellini y Mario Monicelli. Su segmento –un mediometraje- se llama El trabajo (Il lavoro) y está inspirado en una novela de Guy de Maupassant titulada Junto al lecho (Au bard du lit) y en una novela corta –La señorita Else– de Arthur Schnitzler.
Romy será Pupe, la esposa del conde Ottavio (Tomas Milian), un playboy que ya no logra escapar de los paparazis y de los escándalos en las primeras planas de la prensa sensacionalista por su afición a las mujeres. Pupe es muy adinerada y su padre le puede cortar a Ottavio el acceso a sus cuentas. El conde trata de minimizar ante su esposa los últimos escándalos, pero ella –vestida de Chanel- le tiene una curiosa propuesta. Ha salido de su casa y se ha ido a buscar a las prostitutas y las damas de compañía que su marido frecuenta, ahí se ha enterado de muchas cosas que ahora quiere aprovechar. “Te amo hoy porque mi melancolía se parece a eso”, le escribe a su esposo, a ver si se da cuenta de la tremenda necesidad de afecto que necesita. Romy Schneider perfectamente podría haber sido la autora de esas palabras. El trabajo fue un éxito dentro de Boccaccio ’70 y sacó a flote un aspecto perverso de la personalidad de la actriz.
Mucho se ha rumorado sobre la supuesta relación íntima entre Delon y Visconti y cómo eso fue lo que terminó por resquebrajar lo que el actor tenía con Romy. La pareja se separa definitivamente en 1964 luego de que ella trabajara para Orson Welles en El proceso (Le procès, 1962) y que regresara de una breve y poco productiva etapa en Estados Unidos, donde lo más destacado que hizo fue El cardenal (The Cardinal, 1963) para Otto Preminger. Su permanencia en América quizá explique porque los directores de la nueva ola del cine francés no la incluyeron en sus filmes. Curiosamente volverá a trabajar con Alain Delon terminando los años sesenta –estaba semi retirada por la maternidad- en una popular cinta de Jacques Deray, La piscina (La piscine, 1969), donde Romy expone una sensualidad inédita, tan fresca como inquietante. Nunca antes ni después se le vio tan hermosa como acá.
A las órdenes de Visconti volverá en 1973 para recrear un papel que ella jamás pensó volver a hacer. Solo un cineasta que ella apreciara tanto iba a conseguir que volviera a interpretar a la Emperatriz Elizabeth de Austria, a Sissi. La película es Ludwig (1972), la historia del rey de Baviera, Luis II, primo de Elizabeth. Pero esta emperatriz según Visconti no es la soberana sonriente, optimista y colorida de los filmes de Marischka. Esta le cuenta a su primo, cuando se encuentran en el balneario de Bad Ischl, que “no añoraba ni a mi familia. Tenía mucho que hacer: querer a mi marido, antes de darme cuenta de que él buscaba amor en otro sitio; conquistar a mi suegra, antes de darme cuenta de que era una mujer odiosa que me quitaba el derecho de educar a mis hijos, quienes, en manos de generales y curas, pasaban a ser unos extraños. Hasta que descubres que aquella casa es un palacio tétrico y siniestro”. ¿Qué fue de Sissi? ¿Por qué este desencanto? Visconti la viste de negro, la hace calculadora y egoísta, la rodea de amantes, de escándalo, de poder. Es ella misma la que le dice al rey Luis más tarde, en una filosísima conversación: “Yo te sirvo para imaginarte un amor. No puedes estar solo. Yo debería ser tu amor imposible y dar, así, una justificación a tu conciencia. No puedo ayudarte”. Es un personaje interesantísimo, mucho más complejo que las fantasías nostálgicas de Marischka, mucho más real. Solo coincidían en la belleza deslumbrante de la actriz.
Los años setenta supusieron el retorno de Romy Schneider a su mejor forma. Fueron veintidós los largometrajes que estelarizó, pero así como la década previa tuvo en Delon y en Visconti a sus guías, acá fue el director Claude Sautet (1924 – 2000) su brújula artística. Juntos hicieron cinco exitosos filmes: Las cosas de la vida (Les choses de la vie, 1970), Max y los chatarreros (Max et les ferrailleurs, 1971), Ella, yo y el otro (César et Rosalie, 1972), Mado (1976) y Una vida de mujer (Une histoire simple, 1978). En cada nuevo largometraje juntos era indudable la camaradería y el buen ambiente que se suscitaba entre ambos. La actriz demandaba mucha atención, pero Sautet siempre estaba para ella. En esos filmes salía a flote la coquetería de Romy, su naturalidad y desparpajo, así se tratara de dramas en los que muchas veces ella quedaba sola.
Sobre su estilo como actriz, dos de sus biógrafas anotan que “Romy Schneider representa un ideal que no hay que trastornar. Al la frialdad hitchcockiana y poco representativa de una Catherine Deneuve, ella opone una sensibilidad carnal que la hace única para los espectadores. Ha tomado el relevo de la mejor época de Annie Girardot, cuando ésta era la heroína habitual de Cayatte. Se va a ver a la Schneider para emocionarse, aunque para ello no intervenga en absoluto el factor sorpresa. Y esto no es más que una constatación que no cuestiona en absoluto el talento de Romy Schneider” (1). Ella sin duda se sentía cómoda –y el público también- en esos roles para Sautet. No se imagina uno a una actriz norteamericana en esos filmes, era ella con su sensibilidad europea la persona perfecta para interpretarlos. En esa década también colaboró con Joseph Losey en El asesinato de Trotsky (The Assassination of Trotsky, 1972), de nuevo junto a Alain Delon; con Pierre Granier-Deferre en El tren (Le train, 1973) y con Robert Enrico en El viejo fusil (Le vieux fusil, 1975).
Hay en Ella, yo y el otro un monólogo que Romy pronuncia en off. Es la carta que le envía a uno de los hombres de su vida. Ahí le dice que “no me duele tu indiferencia, solo los nombres que le pongo. Enfado, olvido… César siempre será César y tú siempre serás David, que me guía sin llevarme, me sostiene sin tomarme, que me ama sin quererme”. Romy Schneider quería un hombre así para su vida, un amor que le diera paz y sosiego. Pero nunca lo tuvo, solo tuvo momentos de felicidad. Pese a su prestigio y a su belleza siempre fue una mujer insegura, dependiente y frágil que se refugiaba en la bebida para sentirse más tranquila con ella misma. Su padre muere en 1967, su primer esposo Harry Meyen se suicida en 1979, se divorcia de Daniel Biasini luego del estreno de Fantasma d’amore (1981) de Dino Risi. Nada ni nadie parece durar lo suficiente en su vida.
Tristemente, ni siquiera su hijo David. Fallecido absurdamente el l5 de julio de 1981, a los 14 años, al clavarse una punta de metal al intentar escalar una reja de la casa de su padrastro. Un golpe brutalmente inverosímil y definitivo para ella. La depresión, el alcohol, el cigarrillo y la compañía de su nueva pareja, el productor Laurent Pétin, intentan ayudarle a superar una pena imborrable. Su estado se asemeja al que describe César cuando habla de Rosalie en Ella, yo y el otro: “está allí pero es como si no estuviera. Hace lo que puede pero no lo que quiere. Está triste. Al principio era como antes. Ahora su sonrisa está vacía. Sale a pasear con la lluvia y eso. Y lo peor es que no hace preguntas. Es como una muñeca de cera”.
Asombrosamente encuentra paz en el cine y rueda un nuevo filme, Testimonio de mujer (La passante du Sans-Souci, 1982) a las órdenes de Jacques Rouffio. Pero si su cuerpo responde al llamado del drama, su alma se extingue. Romy Schneider es encontrada muerta el 29 de mayo de 1982 sentada sobre su escritorio. Tenía solo 43 años pero ya había sido demasiado. Su corazón, herido y exhausto, dejó de latir. Se especula si fue un suicidio, si todo se derivó de supuestos problemas económicos. Ni aún en la muerte tiene sosiego.
Entre las miles de imágenes de celuloide que Romy Schneider nos legó quiero quedarme con dos, ambas del cine de Sautet: una bienvenida y una despedida. La primera vez que la vemos en Las cosas de la vida está desnuda, acostada a la derecha de Michel Piccoli, en una cama que quizá horas antes fue usada para el placer. Ella está boca abajo, solo vemos en la penumbra sus piernas, sus nalgas (las levanta un poco como para que las apreciemos mejor), su espalda y su cabello rubio. Es la imagen de la sensualidad, es una invitación a quedarnos junto a ella, a amarla. La despedida es la imagen final de Max y los chatarreros: todo ha concluido y la cámara la enfoca en un plano medio. Atrás hay bullicio, gente que habla y comenta. Ella está sola, mirando hacia nosotros, hacia el infinito, sumida en la tristeza y en la confusión. Es Romy, no su personaje. Es ella, la actriz cien veces herida, la que se va. La que todos dejamos que se fuera.
Referencias:
1. Françoise Arnould, Francoise Gerger, Romy Schneider, una vida quemada, Barcelona, Ultramar editores, 1986, p. 97-98
Publicado en la Revista Universidad de Antioquia no. 328 (Medellín, abril-junio/17), págs. 118-125.
©Editorial Universidad de Antioquia, 2017
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