Podría parecer adecuado como estrategia desarrollista, que el castrismo haya elevado en 200% —mucho más si tomamos en cuenta la depreciación del peso— el arancel sobre la importación de bebidas alcohólicas y tabacos para, según la Gaceta Oficial, aumentar «la protección de la producción nacional en esos rubros».
Podría parecerlo porque las políticas de protección industrial adecuadamente enfocadas y aplicadas sí pueden potenciar el desarrollo, como demuestran Corea del Sur, Japón o Alemania. Sin embargo, si estás políticas se conceptualizan y aplican incorrectamente, se vuelven un tremendo lastre que genera nocivas dinámicas muy difíciles de corregir incluso a largo plazo, dados los intereses que enraízan imbricando a políticos y empresarios, como ha sucedido en Argentina o India.
Cuba —una Cuba libre— podría y quizás debería aplicar proteccionismo arancelario en industrias como el acero o la farmacéutica (si se considera que estas podrán competir internacionalmente) dados los inmensos capitales que esas producciones requieren para establecerse, la novedad de su existencia en la Isla y el no contar con ventaja competitiva alguna dentro del circuito de valor de esos rubros. ¿Pero proteger a los alcoholes y tabacos?
La elaboración de alcoholes y tabacos en la mayor de las Antillas acumula tradición y experiencia de más de cinco siglos, ocupando lugares cimeros en calidad y porción de mercado mundial gracias a condiciones geográficas, orográfica, climáticas, geotécnicas y demográficas que le otorgan a Cuba, aún hoy, sobresalientes ventajas competitivas con respecto a otros productores, lo que ha justificado y facilitado su especialización en estos rubros.
Si ahora, tras más de 500 años de experiencia acumulada, y con evidentes y comprobadas ventajas para esa producción, los alcoholes y tabacos cubanos necesitan que el Gobierno los proteja, significa que algo muy mal se ha hecho en la conducción de esas industrias pues, a estas alturas, deberían ser otros países quienes debieran estarse protegiéndose de esas exportaciones cubanas.
Lo triste ni siquiera es que este renovado proteccionismo arancelario sea síntoma del declive que sufren las dos más importantes producciones de bienes acabados del país, lo más terrible es que este proteccionismo es una mala política. Lejos de defender a estas industrias, esa política las sentencia a mayor degradación, pues si hay algo peor que el hecho de que Cuba hoy esté produciendo apenas el 36% del tabaco que producía en 1958, es insistir en las causas de tal debacle, agregándole ahora una protección arancelaria que anestesia, en lugar de exacerbar el nervio empresarial.
Garantizarle a cualquier industria nacional el mercado interno mediante barreras arancelarias que encarecen artificialmente la competencia externa, no fomenta la tan necesaria e imprescindible mejoría basada en la innovación, como único argumento que, en la economía globalizada actual, marca la diferencia entre expandirse o morir.
Si hoy los cubanos prefieren beber cervezas foráneas antes que marcas nacionales es porque su relación calidad-precio-disponibilidad supera a las locales. Lo mismo se aplica para cigarrillos y tabacos que, vía Panamá, inundan los timbiriches que por toda La Habana reparten nicotina. La única manera real de invertir tal tendencia es mejorando el producto nacional vía innovación, no encarecer el extranjero.
No es secreto que la incapacidad para competir en igualdad de condiciones con productores de otras latitudes, de estas que son las más antiguas industrias exportadoras cubanas (azúcar y ganadería ya murieron) tiene una solo causa: el monopolio estatal, el socialismo, el castrismo, el fidelismo… en fin, el mal. La solución solo vendría, entonces, de avanzar en sentido contrario.
Pero es claro que aparte del afán recaudatorio (los aranceles representan el 14% de los ingresos del Estado) este aumento del proteccionismo castrista no tiene como objetivo proteger una industria nacional, a la cual de nada sirven estos aranceles histéricamente quintuplicados, cuando su única y obvia salvación sería la privatización de todo el proceso de producción, transporte, almacenamiento, procesado y comercialización, algo en lo que no hay avance alguno.
El castrismo, como siempre, está priorizando sus intereses por sobre los de la nación. En este caso, está cuidando su estanco del tabaco y una persecución que mantiene al comercio «ilegal» de bebidas espirituosas más perruna que la que forzó, durante tres siglos, un intenso comercio de contrabando al sur del oriente cubano.
Mediante esta presión arancelaria el castrismo quiere evitar que, tal como el país pasó de referente mundial en la exportación de derivados de la caña y de la res a no tener ni azúcar ni carne, pase ahora de reconocido exportador, a importador neto de derivados del alcohol y el tabaco. ¿Será que les da vergüenza o que les duele el bolsillo?