Ruinas circulares, el callejón sin salida del régimen cubano
Hoy en día, muchos se interrogan cómo, pese a evidencias macizas, y el panorama extremadamente lúgubre que vive, la elite post-Castro se empecine en un terraplanismo tan fuera de época.
FOTO: AGENCIAUNO
Que la Cuba de hoy sea calificada de fósil de la Guerra Fría, nadie podría cuestionar seriamente. La discusión va más bien por el lado de cómo caracterizar el ciclo díaz-canelista que vive la isla. ¿Está la nueva elite concentrada en manejar una administración seria de la agonía, para adaptarse al desenlace?, ¿o está en una búsqueda desesperada por encontrar nuevos rumbos, cualquiera que éstos sean?, ¿o simplemente la nomenklatura ha devenido en una casta gobernante dedicada a expoliar de manera desenfrenada lo poco que queda?
A dos años de las revueltas pacíficas, el régimen cubano bien podría ser graficado con el título del famoso cuento corto de Jorge Luis Borges ‘Ruinas Circulares’, escrito allá por 1940 y que relata la historia de un hombre gris intentando crear otro hombre a través del sueño. Díaz-Canel ha demostrado ser sólo eso. Un hombre gris, soñando qué hacer con una utopía irrealizable.
No sería extraño que él mismo, en su fuero interno, acepte los datos fidedignos que hablan de una isla convertida en agujero negro y en compás de espera hacia alguna dirección desconocida. Las manifestaciones de hace dos años, más una serie de corrosivos acontecimientos posteriores, han generado una coyuntura nueva, que, mirada con un mínimo de frialdad, habla de anquilosamiento y pérdida de orientación vital. Es como si sólo se estuviera atento al inicio de un nuevo ciclo político que alguien, o algo, debiera gatillar.
Lo que terminó por carcomer todo tipo de reserva -tanto material como ideológica- es una voraz crisis energética y alimentaria, la escasa efectividad de esos añejos intentos de manipulación de detenidos frente a EE.UU. y el Vaticano, así como un éxodo masivo, especialmente de jóvenes. Según datos oficiales, más de 350 mil personas abandonaron la isla sólo el año pasado. Son esos los acontecimientos corrosivos, que se añaden a las demandas de las revueltas de julio de 2021, cuyo gran mérito consistió en lanzar las primeras grandes bocanadas gélidas hacia los ambientes gubernativos.
Tras esas manifestaciones, nació en la elite una preocupación real por la eventualidad de un colapso violento. Más parecido al del cavernario Ceauscescu -acribillado por un pelotón de fusilamiento ansioso por perforarlo a balazos-, que al de Honecker, cuyo final bucólico ocurrió a miles de kilómetros de distancia y rodeado de amistades.
En julio de 2021, la dirigencia cubana captó cuán lejos estaba de la RDA. La isla no era una “sociedad socialista desarrollada”, sino un régimen despótico involutivo, asediado, no por el imperialismo, sino por su propia realidad. Hasta sus admiradores captaron que la economía estatizada, en 64 años, fue literalmente incapaz de producir siquiera un rugoso papel higiénico.
Hoy en día, muchos se interrogan cómo, pese a evidencias macizas, y el panorama extremadamente lúgubre que vive, la elite post-Castro se empecine en un terraplanismo tan fuera de época. La grotesca reelección de Díaz-Canel, por un segundo mandato, de cinco años, a sabiendas que las posibilidades de llegar al 2028 son más bien bajas, es un claro indicio de su incapacidad para renovarse y recuperar un mínimo de orientación vital. Visto con frialdad, las revueltas de hace dos años, más los corrosivos acontecimientos recientes, han confirmado aquello que sólo se sospechaba. El régimen es vulnerable.
Por lo tanto, la respuesta terraplanista de la elite bien puede responder a algo tan pedestre como es el instinto de sobrevivencia. Por eso, quizás, pese a las olas represivas de estos dos últimos años, se observa una pizca menor de perversidad. La necrofilia ideológica de Fidel Castro (atenuada levemente en los años de Raúl) ha desaparecido casi por completo. Slogans como “Patria o Muerte”, o “Seremos como el Ché”, son elementos ya situados fuera del escenario díaz-canelista. La crisis actual permite asumir que, salvo alborotos menores, el régimen ya no está en condiciones de exportar revoluciones ni nada. Vive más bien una lucha diaria por evitar el desplome.
En tal panorama, ¿cuáles son esos acontecimientos corrosivos relevantes? Grosso modo, tres.
El primero, de tintes tragicómicos, se corresponde con las explicaciones estrambóticas a ciertos fracasos específicos. El más reciente fue el de la vice-ministra de la Industria Alimentaria, Midalys Naranjo, quien con la mayor naturalidad del mundo aseguró: “Aunque somos un país rodeado de mar, es oportuno decir que nuestras aguas no poseen los niveles de pescados que nosotros necesitamos”. Con igual naturalidad, se anunció hace algunas semanas la necesaria limitación en el consumo de pollo a los mayores de 14 años. Estos deben contentarse, de ahora en adelante, con mortadela y una pasta cárnica de origen poco definible y que el pueblo cubano denomina picadillo. La indignación está alcanzando ribetes difíciles de imaginar.
Un segundo asunto es el coqueteo con Pekín, Moscú y el Vaticano, cuyas perspectivas, pese a los anuncios y algunos gestos, se ve poco promisorio. A empresas de los dos primeros les han ofrecido grandes privilegios tributarios; incluso el usufructo de tierras hasta por 30 años. Algo nunca antes visto. Sin embargo, en la relación con ambos se cruza el insalvable deber de pagar deudas y la segurísima eventualidad de ser manejados como peones en el tablero geopolítico mundial. Estos herederos de Fidel Castro recuerdan con malestar cuando Nikita Jrushov retiró los misiles en 1962 sin siquiera avisarles. En ese entonces, los Castros alentaron a la plebe en la Plaza de la Revolución a gritar “Nikita, mariquita, lo que se da, no se quita”.
En este delicado enjambre externo, el nudo básico a resolver ahora es la sucesión del general Luis Alberto Rodríguez, quien falleció sorpresivamente el 1 de julio. Fue un sagaz y diestro (además de exyerno de Raúl Castro) conductor de esta delicada apertura. Rodríguez estaba configurando, no sin dificultades, un modelo de clara inspiración batistiana, cuyo eje central era el turismo total para chinos y rusos.
Luego, con el Vaticano, las cosas marchan más lento de lo previsto, pese a que el actual papa es mirado con entusiasmo. Les gusta que sea jesuita y tenga tan fuerte talante peronista, pero les cuesta aceptar la exigencia de Bergoglio de liberar a un número significativo de los manifestantes de 2021 e introducir más libertades religiosas.
Luego, un tercer asunto relevante es el verdadero hundimiento energético, tras un incendio de dimensiones colosales, ocurrido hace justamente un año. El fuego arrasó las instalaciones industriales de Matanzas donde explotaron dos grandes depósitos de crudo. Según las autoridades, fue producto del impacto de rayos. Sin embargo, al no ser Cuba precisamente una potencia industrial, la devastada infraestructura era crucial. Irreemplazable para el abastecimiento de toda la isla. Desde entonces, los cortes de luz se han hecho demasiado frecuentes y el malestar de la población crece.
En síntesis, la etapa crítica en que ha entrado el régimen cubano tras las manifestaciones de 2021, tiene ingredientes muy explosivos. Ya no sólo hay incomodidad por la falta de libertades. Los jóvenes siguen mostrando estupor. Pero también han entrado a gravitar cuestiones propias de la subsistencia de una masa de personas (once millones) que, en el decir de Marx, ya nada tienen que perder.
El cuadro se ve extremo. La elite díaz-canelista sigue en la estupefacción e inacción, ya por segundo año. Es como si estuviera esperando a Godot. Esos vagabundos zaparrastrosos que divagan conversando mientras esperan un “algo” que jamás llega.