No pretendo burlarme del lector con este título. El problema es que, en política, estamos presos, infortunadamente, de las etiquetas. Nos llevan a sustituir análisis serios por posicionamientos que responden a la ubicación en el espectro político de quienes disfrutan de nuestras simpatías o, por el contrario, de nuestro rechazo. A eso viene jugando, claro está, el populismo en sus distintas expresiones, con notable éxito. Se traduce en alineamientos cuasiautomáticos alimentados por apreciaciones tendenciosas o falsas (la llamada posverdad) acerca de quienes adversan nuestras posiciones. Esta dinámica de acción-reacción empobrece el debate político, cerrando posibilidades de lograr consensos en torno a planteamientos que, vistos sin sesgos, pudieran parecernos muy razonables.
Huelga decir que lo planteado arriba ha tenido significativo impacto en la política latinoamericana de las últimas décadas, notablemente en Venezuela. Argumentamos, en estas líneas, que ello ha beneficiado la permanencia de Maduro en el poder. Como quiera que el chavismo se autoproclama de “izquierda” y es identificado como tal, no sólo por la mayoría de los venezolanos, sino también por observadores nacionales e internacionales, la referencia más directa para muchos que quieren sacarse de encima la tragedia que representa está en asumir posturas abiertamente de “derecha”. Así, algunos venezolanos residenciados en Estados Unidos se entusiasmaron con Donald Trump en las elecciones de aquel país, hasta el punto de acompañarlo en su Gran Mentira de que había ganado. No atinaban a ver que estaban aupando –aunque con un discurso diferente– a la versión gringa de Chávez, empeñada en manipular la voluntad popular con los recursos a su disposición y la complicidad de su partido, para destruir la institucionalidad de la democracia liberal y perpetuarse en el poder. Pero, como Joe Biden era proyectado como el candidato de “izquierda”… Esta alineación automática se reflejó también a favor de Jair Bolsonaro en la contienda electoral brasileña. En España se expresa en simpatías por VOX, siendo que es oposición al gobierno del PSOE. Por supuesto que cada quien es libre de asumir la posición política que mejor le parezca, pero, en estos casos se trata de posturas polarizadoras, extremas y excluyentes. Tienden a proyectar a sus rivales políticos como enemigos que ponen en peligro aspectos vitales del “pueblo” o del “carácter nacional”. Como sabemos los venezolanos, estas posturas extremas han sido también sumamente dañinas cuando se han asumido desde imaginarios asociados con la “izquierda”.
Como sabemos, la denominación de “izquierda” tiene su origen en la ubicación de quienes estaban en contra del régimen monárquico en la Asamblea Nacional Constituyente formada al comienzo de la Revolución francesa de 1789. Entre sus exponentes más radicales surgieron posturas moralistas que clamaban por “limpiar” de enemigos a la revolución. Llevó a constituir el Comité de Salud (Salvación) Pública bajo cuyo poder, cada vez más absoluto, se desató el reino de terror de Maximiliano Robespierre. Como señala en su enjundioso libro el historiador mexicano Enrique Krauze (Spinoza en el Parque México, Tusquets), en ésta y otras experiencias revolucionarias se cuela la aspiración milenarista de redención del oprimido, propia de nuestra tradición judeocristiana (2° advenimiento de Cristo o del Mesías) que implica, de una manera u otra, un nuevo comienzo, libre de las ataduras del pasado.
Desde la experiencia francesa se ha venido identificando a la izquierda con posiciones a favor de una mayor justicia e igualdad social, un Estado laico, la abolición de los privilegios de clase y, más recientemente, a favor de la igualdad de género, de la defensa del ambiente y de las reivindicaciones de colectivos históricamente reprimidos como el de los LGTBI. Pero, alimentado por la represión y la obstinada reacción de quienes buscaban mantener sus privilegios, tendieron a prevalecer posturas moralistas a lo “borrón y cuenta nueva”, en la lucha para lograr estos objetivos. La versión más exitosa fue la formulada por Carlos Marx, que sostenía la existencia de contradicciones antagónicas entre las clases trabajadoras y la burguesía, que hacían inevitable la revolución socialista.
Como quiera que su teoría pretendía estar científicamente fundamentada, terminó por colonizar buena parte del imaginario de izquierda. La dotó de categorías de análisis que fortalecieron los argumentos de los incipientes movimientos laboristas que, desde la segunda mitad del siglo XIX, luchaban por el cambio social en países de la Europa occidental. Queda para los historiadores de las ideas políticas determinar si fue o no por su éxito (relativo) en tal empeño, pero en países como Inglaterra, Alemania y Francia, fueron abriéndose oportunidades para una mayor presencia de representantes de izquierda en las instancias de poder, así como para la conquista paulatina de reivindicaciones sociales cada vez más ambiciosas. Se había abierto la puerta a visiones reformistas que pregonaban (Bernstein y otros), no por destruir el sistema, sino por conquistarlo desde adentro para promover los cambios deseados. Parecía que, en la medida que se asentaban las instituciones que garantizaban los derechos civiles de la democracia liberal, se hacía más obvia que el avance de los objetivos de la izquierda debía sostenerse en posturas constructivas, de reforma, en vez de las destructivas del “borrón y cuenta nueva”. No obstante, continuaban alimentándose, en buena medida, del ideario conceptual marxista.
La primera transformación exitosa bajo estas banderas, la bolchevique en Rusia, conducida por el celo revolucionario irreductible de Lenin, puso trágicamente de relieve el altísimo costo humano de sacrificar los derechos individuales a favor de un supuesto interés colectivo trascendente. Implicaba imponer, por los medios que fuesen, los cánones de esa nueva sociedad, siempre según los dictados del Partido Comunista, ergo, de sus dirigentes, ergo de Stalin. De manera que, con el instrumental analítico con base en el cual el pensamiento de izquierda había logrado ocupar espacios crecientes en el escenario político, se entronizaban regímenes sumamente crueles, negadores de las conquistas más importantes de la humanidad. La opresión y el atraso en nombre de los ideales que luchaban por su superación.
La gran pregunta es si ello invalida a la izquierda como opción política. La respuesta incauta de quienes nos seguimos considerando de esta inclinación, es que estos regímenes autocráticos, bajo el control absoluto de los comunistas, no son de “izquierda”. Pero difícilmente nos comprarían este argumento.
Es menester distanciarnos definitivamente de las categorías analíticas marxistas con las que se asocian y sustentar los objetivos deseados de justicia social, de lucha por la igualdad, no sólo ante la ley sino también en torno a las condiciones que permiten disfrutarla plenamente, con base en preceptos liberales. El cascarón de consignas y códigos “revolucionarios” ha pasado a justificar, hoy, despotismos militaristas calificables de fascismo. Se proclaman “antiimperialistas” –contra Estados Unidos se entiende– mientras aplauden la invasión de Putin a Ucrania. Y continúan las solidaridades automáticas de quienes, desde la academia, se amparan en la simbología comunistoide para reclamar la “supremacía moral” de estar del lado “correcto” de la Historia. Dejémosle su cascarón de clichés y símbolos de “Izquierda” (con mayúscula) con los que han justificado sus proyectos colectivistas, negadores de los derechos fundamentales de la humanidad, y avancemos en la formulación de propuestas liberales de izquierda, que procuran conquistar una mayor igualdad de oportunidades, lo cual significa un ejercicio democrático que acote los poderes económicos, políticos y religiosos, que atentan su contra. Para Venezuela, implica luchar por un Estado social de Derecho, que rescate los servicios públicos y nuestros derechos civiles.
En estos días se celebra un encuentro en Bogotá, pretendidamente para promover una salida democrática para Venezuela. Lamentablemente, parecen asomarse los sesgos de quienes ubican a Maduro como víctima de una supuesta agresión gringa, para poner en el acento en el levantamiento de las sanciones impuestas en su contra y no en las pruebas convincentes de que va a permitir un juego político sano, abierto, empezando por la liberación de los presos políticos. No tiene nada de izquierda la aquiescencia de Petro, Lula y otros ante los atropellos de Maduro y sus militares. Vergonzoso, además, el posicionamiento “neutral” de Lula ante la agresión de Putin contra Ucrania. Sirva la ocasión para aplaudir las posturas al respecto asumidas por Gabriel Boric, presidente –de izquierda– de Chile.
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