Sánchez, soberbia y rencor
La soberbia, más una ira contenida, impiden a Sánchez el aprendizaje. Se lo vimos en los músculos faciales cuando Rivera le recomendó que se leyera su propia tesis ignota en una sesión de control parlamentario. Se le transparentó en la postura, cuando quiso y no pudo ponerse en pie de igualdad con el Rey durante una ceremonia televisada
Ajeno al mundo del balompié, solo dos enseñanzas conservo de tanta tabarra: «Fútbol es fútbol» y «No hay enemigo pequeño». Me suena que lo primero es de un yugoslavo muy popular en los setenta, aunque no pondría la mano en el fuego. Querría llevar a su terreno el principio de identidad. Me lo imagino en algún encuentro de jugadores y entrenadores rindiendo homenaje a Aristóteles.
Es la segunda enseñanza la que me mueve este sábado. Muchos nos hemos preguntado qué perdería a Sánchez, dónde caería el traje vacío. Creo haber dado con la respuesta. El final del autócrata empezó cuando subestimó a Ayuso por primera vez. Recordará el lector que tal error fue aquí desmenuzado en su momento, cuando las elecciones madrileñas.
Allí se estrelló el PSOE capitalino para convertirse en el brazo tonto de Más Madrid, que ya es descender. Allí estalló en silencio, cual pompa de jabón, un socio de gobierno desleal. Allí se acabó la carrera política de Pablo Iglesias, que un día quiso asaltar los cielos. Allí recobró fuerzas el PP en las encuestas y, lo que es más importante, en el ánimo de esa parte de España para la que aún no tenemos nombre y que con imprecisión llamamos la derecha o el centroderecha, una España inmunizada contra la tediosa retórica de las gentes de progreso, cuyo gobierno es siempre de regreso. La que ha sentido cómo se apagaban en sus corazones los últimos rescoldos de tontería.
¿Cómo prever, tras la lección madrileña, que el aficionado a la aviación que ocupa la Moncloa se negaría a extraer conclusiones? Sabemos que la desbocada ambición y la absoluta falta de escrúpulos facilitan mucho el acceso al poder, pero no alcanzan para mantenerse estable en él. Y eso que, una vez investido, tiene el gobernante todo a su favor. Descubrirán en él las más insospechadas virtudes el sumiso y el lerdo. Le verá el cortesano signos de estadista. Los mil acróbatas de salón que no se pierden un desayuno con conferencia competirán en ditirambos. El desmesurado elogio exigirá a los saltarines valerse de rebuscadas adversativas: por mucho que yo lo criticara al principio, pese a mis reservas iniciales, etc.
En suma, con el viento en popa, las teles en pompa, y una tripulación tan entregada que rompe a aplaudir antes de los consejos de ministros, hay que ser muy torpe para entrar en barrena. Pero lo de Sánchez no es torpeza (o no solo), sino soberbia. Cuando el repaso de Ayuso, no pudo achacar el fiasco a la falta de tirón de Gabilondo porque había cometido la imprudencia de implicarse en la campaña, convencido de que la batalla era pan comido y de que iba a colgarse una medalla sin esfuerzo. Se había engañado por culpa de una cámara de eco construida a su medida por tenues estrellitas de Movistar, por taciturnos humoristas del régimen y por una cohorte de asesores cuyo estratega en jefe anda llorando por los platós con unas piezas de ajedrez y cantando Yolanda.
Parecía suficiente lección el haber tenido que pagar un alto coste político por culpa de los aduladores; ellos le habían empujado a participar en una campaña ajena. Se diría que es bastante escarmiento morder el polvo cuando él se disponía a una faena de lucimiento. ¿Pero Ayuso no era una improvisadora indocumentada? ¿Qué ha pasado aquí? Aquí ha pasado, Pedro, hijo, que confundiste con Ayuso a la pobre cómica con que el progrerío celebraba cada tarde una quema en efigie. El único político que, lejos de temerles y encogerse, se agrandaba y les plantaba cara con recursos similares a los suyos. La horma de su zapato. Bien, insisto, parecía suficiente con la amarga experiencia de Madrid, ¿no? Pues no. ¡Ah, la soberbia!
La soberbia, más una ira contenida, impiden a Sánchez el aprendizaje. Se lo vimos en los músculos faciales cuando Albert Rivera le recomendó que se leyera su propia tesis ignota en una sesión de control parlamentario. Se le transparentó en la postura, en la cosa del lenguaje no verbal, cuando quiso y no pudo ponerse en pie de igualdad con el Rey durante una ceremonia televisada. Pedro Sánchez es aquel personaje -todos hemos conocido a alguno en el colegio- que, con un alto sentido del ridículo, jamás perdona al prójimo las consecuencias de sus propios errores: voy a por ti.
La forma de ir a por Ayuso es lesionar los intereses de todos los madrileños. No haberla votado a ella. Sabemos que el aviador ful de Estambul, a lo ‘Atrápame si puedes’, considera un mérito vacunar a quienes no le votan, y pretende que se le valore la generosidad. Si el Mar Menor se pudriera para siempre, lo consideraría la justa consecuencia del voto murciano. Por eso no hay un euro para paliar su contaminación en los Presupuestos. Súmenle el rencor contra Ayuso a esa lógica despótica que patrimonializa el poder y entenderán por qué castiga a Madrid pese a los indicios, o esperanzas, de que allí está el desagüe que se lo llevará.
Si la tropa de aduladores pitiminíes tuviera dos dedos de frente -algo en principio compatible con carecer como ellos de dignidad- le aconsejarían un poco de prudencia, le instarían a no medirse más con Ayuso. Una mujer entre cuyas características no está precisamente la de callarse ante la izquierda, ni la de dejar pasar los agravios sin exprimir el limón de la justa denuncia. Y si nadie en los coros sanchistas tiene el valor de aconsejarle a su jefe, o al que reparte los fondos europeos de Fierabrás, cosas que no le agradarán, al menos no le jaleen. Pero está visto que no hay dos dedos de frente, ni uno: les da por equiparar a la presidenta madrileña ¡con los golpistas catalanes! Una estrategia muy inteligente, amigos, sigan así.