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Sánchez vs. Feijóo y el debate por venir

El ganador del debate electoral de Sánchez y Feijóo, según los periódicos y  la opinión de los expertos

¿Quién ganó (y esa es la pregunta que constituye la razón de ser de todo debate electoral) este cara a cara que protagonizaron ante las cámaras de televisión la noche del pasado lunes 10 de julio Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo, candidato uno a su reelección en los comicios del próximo 23 de julio y aspirante el otro a sustituirlo en la Presidencia del Gobierno de España?

   Según todas las encuestas, el vencedor indiscutible del encuentro fue Núñez Feijóo, una opinión confirmada por el hecho de que la posición del PSOE en las preferencias del electorado se ha deteriorado muy significativamente en cuestión de muy pocas horas: de los 125 escaños parlamentarios que el seguimiento del pulso político de España que hace a diario El País le atribuía al PP el lunes, horas antes del debate, se ha pasado, en la edición de hoy, viernes 14 de julio, a 136, que sumados a los 39 que obtendría Vox, suman 175 escaños, uno menos que los 176 necesarios para alcanzar la mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados y poder formar gobierno sin necesidad de recurrir a fatigosas peripecias parlamentarias. Por su parte, en estos cuatro días, el PSOE   ha perdido 5 escaños y pasa, de los 115 que tenía el lunes, a solo 110 ahora, mientras que Sumar, su principal aliado, ha visto reducir sus expectativas electorales de 36 a 33 escaños.

   Se trata, sin duda, de un naufragio fulminante y a estas alturas al parecer ineludible de las esperanzas de Sánchez y del PSOE, causado por la percepción que tuvieron los televidentes de su desempeño en el cara a cara. Aunque nadie puede advertir a qué diferencia especifica podemos achacarle esa supuestamente decisiva sentencia de los telespectadores. ¿Acaso a que los juicios y los argumentos de Núñez Feijóo fueron tan abrumadores y convincentes que bastaron para arrojar de un soplo a Sánchez hasta el fondo de un callejón sin salida en los 100 minutos que duró el áspero debate? ¿O acaso fue la visión de país del líder de la oposición, que sus propuestas fueron tanto más acertadas que las del actual presidente del Gobierno o será que tal vez Núñez Feijóo demostró ser más elocuente y menos mentiroso que Sánchez?

   Por supuesto que no. La opinión más pertinente que podemos hacernos de lo que sucedió durante un debate en que ambos candidatos se limitaron a interrumpir continuamente al otro, a desmentirse mutuamente y a darle a sus opiniones más personales un carácter de verdades irrefutables, es que entre los dos consiguieron transformar una actividad que estaba destinada a ser la más destacada de esta breve campaña electoral en un espectáculo lamentable, desde todo punto de vista insoportablemente aburrido.

   Sabemos que los debates políticos por televisión no sirven de mucho para aclararle nada a nadie. Desde el primero de todos, el protagonizado la noche del 26 de septiembre de 1960 por los entonces candidatos presidenciales republicano y demócrata a la Presidencia de los Estados Unidos, Richard Nixon y John F Kennedy, el recurso pretende ser una notable ayuda a los votantes para afinar sus punterías a la hora de votar, pero hasta el día de hoy muy poco han servido para realmente despejar las dudas del electorado. De acuerdo con las encuestas realizadas en aquellos remotos tiempos de 1960 para medir el efecto que produjo aquel nuevo mecanismo de los procesos electorales en la opinión pública, cuando la radio aun competía con la televisión como medio masivo de comunicación, quienes siguieron el debate por radio calificaron su resultado como un empate, pero quienes lo siguieron por televisión pensaron que Kennedy lo había ganado. Una contradicción no provocada por la diferencia existente en el contenido de los mensajes de ambos candidatos sino exclusivamente al ingrediente visual que le añadió el medio televisivo a esos mensajes.  Para ser precisos, en la diferencia que percibieron los televidentes, la de un Nixon sudoroso, como si no se hubiera afeitado ese día, de expresión hosca y aspecto definitivamente antiguo en un país de jóvenes, y la de un Kennedy que daba la impresión de ser un joven moderno, amable, risueño y seductor, que acababa de salir de la ducha.

   Desde entonces, comenzó a imponerse la frivolidad como elemento esencial de las campañas  electorales y las imágenes de los candidatos terminaron ocupando el lugar que tradicionalmente ocupaban la profundidad y las razones del discurso político, tesis que poco después desarrollaría Marshall McLuhan, profesor de la Universidad de Toronto, en un libro célebre, Understanding Media, sobre cómo el medio era ahora el mensaje. Es decir, de cómo, ante la revolución que representaba la brusca irrupción del medio audiovisual en la vida social de los ciudadanos, lo que   importaría de veras no serían las virtudes de un producto, fuera este una pastilla de jabón de baño, una botella de cerveza o un candidato presidencial, sino su “imagen” como simple producto de consumo. De acuerdo con esa novedosa razón, aunque Kennedy no derrotó a Nixon, afectivamente, dio la impresión de haberlo derrotado. Desde aquella noche, en los debates políticos, como en el caso de los mensajes publicitarios, lo que contaría sería la imagen, o sea, la fuerza de su impacto emocional para influir en la intención del voto, o para propiciar el simple consumo de un producto comercial, que a fin de cuentas era la misma cosa: un objeto de consumo masivo. Por eso, Núñez Feijóo, al presentarle a los españoles una imagen más tranquila, mucho menos tensa y más segura que la que transmitió Sánchez, se alzó con la victoria en el debate del 10 de julio y por eso, gracias a ello, parece haber despejado el camino que a todas luces lo conducirá el próximo 23 de julio a la Presidencia del Gobierno de España.

   Ahora bien, más allá de la campaña electoral y de los resultados que obtengan los candidatos y los partidos en la votación del próximo 23 de julio, el debate puso de manifiesto que, gane quien gane, se inicia ahora en España un nuevo capítulo de su historia política y se abre un debate mucho más bronco, dramático y trascendente que el del 10 de julio. A la muerte de Francisco Franco, los dirigentes políticos asumieron a toda prisa la enorme responsabilidad de conducir pacíficamente la transición de aquella España invertebrada que había descrito Ortega y Gasset en los años veinte, dividida en compartimientos estancos, dominada por militares, caciques rurales y curas que amenazaban a medio mundo con el castigo eterno de un fuego que quema pero no consume, aquella España que después sería herida de muerte por la guerra civil abominable y décadas de opresión política y oscurantismo feroz, dirigentes que gracias a su talante amplio y conciliador lograron construir una España a la europea, moderna y tolerante.

   Desde el punto de vista político, esa moderación logró su máxima expresión en la conformación de un bipartidismo representado por la social democracia moderada del PSOE y el liberalismo socialcristiano del PP, moderación centrista compartida por ambas agrupaciones, que le dieron a España una estabilidad apuntalada en el entendimiento y la síntesis de los contrarios. A la sombra de esos partidos, que con el paso del tiempo y el ejercicio democráticamente compartido del poder político se fueron burocratizando, crecieron las actuales inconformidades, las disensiones y los extremismos. De ahí la debilidad creciente del bipartidismo y la creciente influencia, potencialmente devastadora, de una izquierda más radical y de una derecha más extrema, sin cuyo apoyo, ni el PSOE ni el PP tienen vida propia suficiente para no morir en el intento. Un aspecto del debate político que hasta hoy en día carecía de importancia, pero que ahora la ha cobrado, porque como advierte el dicho popular, en esta vida no hay almuerzos gratis, un peligro que Núñez Feijóo y Sánchez pusieron claramente de manifiesto a lo largo de su cara a cara con las continuas denuncias de uno y otro al papel perturbador que desempeñarían Vox en el caso de Núñez Feijóo y Sumar en el de Sánchez. El pago de una factura que ya ha comenzado a alterar los equilibrios sobre los que se sostiene la democracia española desde hace más de 40 años, una circunstancia que bien podría despertar muy pronto los fantasmas dormidos de un pasado ominoso. En definitiva, quizá ese sea el verdadero e inquietante debate entre izquierdas y derechas irreconciliables a partir del 24 de julio.

 

 

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