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Sanguinetti: Cuba y Venezuela, referencias éticas

Cuando la larga campaña electoral que llevó a la coalición republicana al gobierno, machaconamente repetíamos que «de un lado íbamos a estar los que creíamos que Venezuela era una dictadura y del otro los que creían que era una democracia». Esa definición, repetíamos, es fundamental en nuestra política interna, no solo internacional, porque quien no advierta una dictadura en Venezuela es porque, simplemente, no es demócrata.

El tema reaparece ahora en una dimensión aun más rotunda frente al caso de Cuba, que 62 años después de la revolución que, con esperanza, acompañamos todos los jóvenes latinoamericanos de aquel tiempo, nos encontramos con un monolítico Estado totalitario de partido único, monopolio excluyente de la información y apropiación absoluta de todos los medios de producción y empleo. Tanta es la pérdida de independencia del trabajador individual, que un mozo de un hotel internacional o un médico que presta servicios fuera de Cuba, solo recibe la pequeña asignación que le paga el Estado, que es quien cobra su sueldo entero directamente. Algo solo comparable a la servidumbre de los señores feudales.

En nuestro Frente Amplio, los radicales -depositarios de la llamada sagrada del dogmatismo marxista- arrastran a toda su coalición a una defensa acérrima del régimen. El Partido Comunista recurre a su vieja artillería estalinista para acusar al imperialismo, responsabilizar a los EE.UU. de organizar y financiar las protestas y, por supuesto, atribuir toda la pobreza al «bloqueo» estadounidense. Es un hecho realmente relevante que ciudadanos demócratas, como los astoristas, permanezcan callados, apenas absteniéndose a la hora de votar una declaración impresentable, alejada de toda realidad y sin la menor referencia a las libertades y los inexistentes derechos humanos de la isla.

No estamos hablando de una diferencia de política económica o social, de las que siempre hay y habrán adentro de un partido. Estamos ante una diferencia que hace a la naturaleza misma de los regímenes y marca por lo tanto un tema ético. ¿Se puede convivir con una agrupación fascista que niegue los derechos humanos? Unánimemente cualquier ciudadano uruguayo diría que no. Pero, entonces, ¿qué diferencia esa situación de la convivencia con quien dice que Venezuela es una democracia y Cuba no viola los derechos humanos?

Hay temas que dividen las aguas porque son principios definitorios. Quien no reconozca que en Cuba están todos los derechos conculcados, no es demócrata, es tan fascista como el más fascista para usar el término que, por comodidad de lenguaje, se usa habitualmente.

Seguir hablando del mito del «bloqueo» es una mistificación rayana en el ridículo. Desde ya que el embargo comercial estadounidense es una tontería ineficaz. Nació en su tiempo a raíz de las confiscaciones en Cuba de las empresas norteamericanas, a lo que respondió EE.UU. interrumpiendo el comercio. Como era de esperar, no sirvió para moderar al régimen sino para que se envuelva en una bandera nacionalista y se declare heroico combatiente contra la agresión imperial. Que esa medida no le sirve salvo a la monarquía cubana, no empaña la evidencia de la farsa del «bloqueo». Simplemente, porque Cuba puede comprar y vender a todo el mundo, porque la mitad de sus habitantes vive del dinero que le llega de sus compatriotas de EE.UU. y porque esa situación comercial nada tiene que ver con la naturaleza de un régimen constitucionalmente totalitario.

El tema es que 62 años después Cuba está en la miseria. Al punto que el gobierno tuvo ahora que tomar la medida «liberalizadora» de permitir que los turistas traigan alimentos y medicamentos con su equipaje. Su economía es un fiasco. Su sociedad socialista es un fracaso.

Repetimos, seguir abrazados un astorista con un comunista, es una imperdonable falta de ética política de los primeros. Los comunistas no tienen problemas. Si pudieron aplaudir los Comunicados 4 y 7 de la dictadura uruguaya y pretender subirse a su carro triunfal, ningún problema tienen con juntarse con quien sea. Pero no es así -no debería ser así- para quienes son demócratas. Rebasa la política. Es una verdadera claudicación moral.

 

 

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