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Sara Jaramillo Klinkert: Cambiar el mundo

Somos incoherentes. Somos egoístas. Todos queremos un mundo mejor, pero esperamos sentados en el sillón a que alguien más trabaje para lograrlo.

Sara Jaramillo Klinkert will talk about <em>Cómo maté a mi padre</em>

Yo no termino de comprender mi papel en el mundo, pero sigo haciendo el intento. La diferencia es que ahora no sueño con cambiarlo. Tengo los pies en la tierra: entiendo que soy insignificante y que mi vida es más fugaz que una estrella fugaz.

Querer cambiar el mundo es una idea muy adolescente y, como sabemos, lo único bueno de la adolescencia es que se acaba. Soy consciente de que los seres humanos dañamos todo lo que tocamos: Nos dan ríos y los convertimos en cloacas. Nos dan bosques y los convertimos en muebles. Nos dan suelos ricos en minerales y los convertimos en desiertos. Nos dan aire limpio y lo envenenamos con monóxido. Nos dan animales y los convertimos en chuletas. Nos dan el mar y le arrojamos el equivalente a sesenta camiones llenos de plástico cada hora.

Hay una enorme diferencia entre cambiar el mundo y cambiar mi mundo. Lo primero genera una gran frustración, lo segundo, en cambio, representa una sucesión de pequeñas luchas conquistadas cada día: reciclo, tengo compostera, recojo mi propia basura, siembro árboles, cuido el arroyo que atraviesa mi parcela. Les pongo banano a los pájaros, protejo las zarigüeyas, cultivo mi huerta, no hago bulla. Siempre que voy a la playa recojo basura. Tan fácil si todos nos hiciéramos cargo del pedacito que nos corresponde. Nos creemos dueños de todo lo que nos rodea, pero salimos corriendo a la hora de pagar el precio.

Yo tampoco me salvo: soy consciente de que el carro contamina y, sin embargo, sigo usándolo más de lo que quisiera. No como carne, pero acepto que tengo zapatos y bolsos de cuero. Cierro la canilla mientras enjabono los platos, pero tengo demasiadas plantas que regar. El año pasado tomé 27 vuelos. Parece que somos conscientes y ecologistas mientras no tengamos que incomodarnos. Somos incoherentes. Somos egoístas. Todos queremos un mundo mejor, pero esperamos sentados en el sillón a que alguien más trabaje para lograrlo. ¿No es más fácil si cada uno se responsabiliza del minúsculo pedacito que le corresponde?

Mientras escribo esto sobrevuelan el cielo más de veinte mil aviones. De todas las emisiones globales de CO2 emitidas por el ser humano en la atmósfera, unos novecientos millones de toneladas se le atribuyen a la aviación. Aún así, Neymar viajó completamente solo a Arabia Saudí en un avión en que habrían podido acomodarse otros trescientos cuarenta y cuatro pasajeros, es decir, que él solo contaminó en unas horas lo que treinta y dos personas contaminan en todo un año. Taylor Swift en su jet privado hizo en seis meses ciento setenta viajes y emitió casi diez mil toneladas métricas de CO2. Por escándalos como esos, Schiphol, el aeropuerto con más tráfico de jets privados en Holanda, acaba de prohibir el despegue y aterrizaje de ese tipo de aeronaves. Hoy en día viajar en un jet privado no es símbolo de estatus sino de estupidez.

El caso es que no importa si se toma una medida tan grande como la de Schiphol o tan pequeña como reciclar en casa: sí se puede dejar la comodidad y responsabilizarse del pedazo que a cada uno le corresponde. De repente cambiar el mundo sí es posible, lo que pasa es que hay que empezar por cambiarse a sí mismo y, quién lo creyera, pero esa, justo esa, es la parte más difícil.

 

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