Guerreros persas, Museo de Pérgamo en Berlín
Es ya más que una verdad confirmada, un verdadero lugar común, notar que las palabras tienen su propia vida, y que ella escapa a nuestra voluntad. Extraña condición para un lugar común, pues su destino debería ser el de ser desmentido, pero ya vemos que en todos los casos no necesariamente es así. Ocurre con la palabra que ahora nos ocupa. La palabra «sátrapa» ni siquiera es de origen griego, sino persa, y significaba en sus orígenes «protector».
Al parecer, las primeras satrapías se originaron en el siglo VII a.C., cuando los emperadores medos gobernaban vastos territorios conquistados a través de reyezuelos vasallos. Del persa la palabra pasó al griego, y de allí al latín y a nuestro español, entre los más o menos 15.000 cultismos (unos más cultos que otros, es cierto) provenientes de la lengua griega. Que la palabra es muy vieja lo atestigua el hecho de que aparece también en el Antiguo Testamento, en los libros de Esther, Daniel y Esdrás. Sin embargo, como sabemos, «sátrapa» en español significa algo muy diferente de lo que significaba el original término persa. La actual definición del DRAE no deja de señalar el carácter “despótico y arbitrario” en el ejercicio del poder.
Es verdad que ya en Grecia la palabra había comenzado a tener otros matices, que es lo que generalmente pasa cuando se toma un nombre y se pone en otro contexto. Heródoto habla de las «satrapías» en sus Historias. Es el primero que introduce la palabra al griego, junto con otros muchos términos bárbaros que incluyó en su obra. Ya sabemos que hay un sinnúmero de extranjerismos en las Historias de Heródoto. El historiador nos cuenta que el reino de Asiria era con mucho la satrapía más rica de todo el imperio Persa. Su capital era nada menos que la mítica ciudad de Babilonia, y su sátrapa, Tritantecmes, llenaba todos los días de plata sus arcas solamente por impuestos. Dice que poseía ochocientos caballos (persas, obviamente) para «cubrir» dieciséis mil yeguas. Cuenta también que en una ocasión llegó a liberar a cuatro aldeas del pago de los impuestos con tal de que se encargaran solamente de alimentar una enorme jauría de perros que había hecho importar de la India. Así de ilimitado y caprichoso era el poder de los sátrapas. Es por ello que autores tardíos como Pausanias y Luciano utilizan el término para designar simplemente a una persona muy rica y poderosa.
También Jenofonte nos cuenta sobre los sátrapas. En la Ciropedia nos dice que el emperador Ciro «percibía tributos de sus sátrapas y les exigía el suministro auxilios cada vez que realizaba una expedición militar». Como vemos, los griegos tenían muy claro lo que era un sátrapa, o al menos ya para ellos la palabra tenía un significado muy parecido al que modernamente tiene para nosotros. El mismo Heródoto nos lo explica en el libro tercero de su obra, que fue de donde seguramente Emilio Benveniste tomó la definición para su imprescindible Vocabulario de las instituciones indoeuropeas (París, 1969).
Dice Heródoto que las satrapías eran las unidades administrativas del imperio persa, es decir, sus provincias o regiones. Fue Darío el que quiso que estas provincias fueran veintitrés, y demarcó sus fronteras. En realidad, ni Ciro ni su sucesor Cambises tuvieron al comienzo una política fiscal clara con respecto de las satrapías, sino que cada una iba aportando de acuerdo a sus posibilidades. Fue Darío el que fijó el número de ellas y estableció la cantidad exacta de los tributos que debía pagar cada una en oro y plata. Por eso los viejos persas decían de sus emperadores que Ciro había sido un padre, Cambises un señor y Darío un mercader.
El emperador designaba a esta especie de virreyes escogiéndolos entre los nobles de su entorno más íntimo, incluso mejor si de su propia familia. Así esperaba garantizarse una lealtad profunda e incondicional. Les dotaba de amplios poderes en materia tributaria, administrativa, militar y de seguridad, y por supuesto les permitía ejercer este poder de la manera más cruel y despótica. Pero como no se fiaba ni de su madre (que entonces, y más que ahora, filicidios, parricidios, fratricidios y demás traiciones eran muy frecuentes en política), poseía también una activa red de espías denominados «los ojos y oídos del rey». Estos espías muchas veces eran los propios secretarios de los sátrapas, de manera que difícilmente podía darse algún movimiento irregular sin que el emperador estuviera informado.
Los “ojos y oídos del rey” se cercioraban de que los sátrapas estuvieran cumpliendo correctamente con sus deberes, pero sobre todo de que no estuvieran conspirando contra el monarca. Así, los sátrapas poseían un poder inmenso pero inestable, vigilado por espías y que dependía de la sola voluntad del emperador, quien se encargaba de castigar la disidencia de las maneras más crueles y manifiestas para que todos se enteraran y sirviera de escarmiento. Lealtad y servilismo eran la única forma de subsistencia para un sátrapa. Este exitoso modelo de dominación continuó vigente más allá de la caída del imperio persa, y fue aplicado siglos después incluso por Alejandro y sus sucesores, los Diádocos, quienes lo adaptaron al mundo helenístico.
Así como las palabras son muchas veces reflejo de procesos fácticos pero también subjetivos, vemos que en la configuración del moderno concepto del sátrapa no pueden faltar los elementos más abyectos de la psicología del poder. No debe extrañarnos, pues, el hecho de que, si «sátrapa» significaba en la antigua Persia y quizás de modo eufemístico «protector», y por tanto «satrapía», «protectorado», el término se haya ido asociando con el paso del tiempo al desempeño cruel y despótico de un poder casi siempre lacayo y servil (eufemismos políticos siempre han existido, pero la real politik, lo sabemos, es otra cosa). Así, miedo, codicia, servilismo, crueldad, arbitrariedad, corrupción y traición se articulan en un modelo de dominación política y económica altamente eficaz que se remonta a milenios, pero que aún hoy, mutatis mutandis, continúa existiendo, mucho más cerca de lo que pensamos.