El título de este texto recoge el marco analítico del debate organizado por el Interamerican Institute for Democracy en Miami: ¿Quo vadis, a dónde va América Latina? Una buena parte de la respuesta a esa pregunta requiere entender antes de dónde venimos. Y así lo plantearon los organizadores en base a cuatro temáticas. Este es el primero de cuatro ejercicios motivados por la agenda de dicho encuentro.
En sucesivas entregas abordaré la pregunta en todos sus componentes, primero la pandemia. Es inevitable seguir reflexionando sobre el COVID-19 y sus efectos, pues continúan presentes. La región ha sufrido y sufre aún un número desproporcionado de casos y muertes cuando se la compara con otras. Consideremos que América Latina y el Caribe registran el 31% de los fallecidos por COVID, siendo que representan el 8.4% de la población mundial.
Veo esta crisis como el síntoma de una institucionalidad de la salud pública vastamente degradada y un deterioro prolongado del Estado, ambos productos de un modelo de desarrollo fallido. Curiosamente, dicho deterioro se profundizó durante la bonanza económica de comienzos de este siglo, en lugar de haberse aprovechado la abundancia de recursos para mitigarlo. En otras palabras, la prosperidad del súper-ciclo de precios dañó las instituciones como no lo había hecho la propia crisis de la deuda de los años 80, ello a pesar de que sus recesivos habían sido comparables a los de la Gran Depresión.
A comienzo de siglo los precios de los exportables de la región se fortalecieron como nunca, fueron los más competitivos no sólo en décadas, sino en la historia. Fue el “boom de las commodities” que benefició a petro-estados y soja-estados por igual. A pesar de Prebisch, los términos del intercambio dejaron de ser decrecientes.
La bonanza tuvo efecto cascada, alcanzó para sacar de la pobreza a 70 millones de personas. Curiosamente, la sustitución de importaciones pasó al olvido. Los nacionalistas de este siglo- y populistas de antaño- olvidaron su desagrado con la dependencia externa de la economía exportadora de recursos naturales. Ahora la trataron como el extraordinario resultado de sus políticas y programas, en lugar de la demanda china por materias primas.
Los recursos se distribuyeron, pero con el objetivo de consolidar máquinas clientelares para la perpetuación. Es decir, dándole prioridad al consumo en detrimento del ahorro fiscal, este último imprescindible para enfrentar el eventual cambio de precios, que siempre llega. Es decir, para hacer política contra-cíclica. Se gastó sin invertir en infraestructura, necesaria para sostener el crecimiento aumentando la productividad.
Cuando el ciclo cambió, la región estaba sin preparación alguna. En 2018 los exportables de la región ya valían la mitad que en el pico de 2012. Las nuevas clases medias comenzaron a regresar a la pobreza.
El resto de la historia es más fresca. La pandemia ha devastado a la región como a ninguna otra. La exuberancia de recursos se consumió con las vacas gordas. No se invirtió en infraestructura, pero tampoco en instituciones y capital humano: ciencia y tecnología, educación, y salud. La abundancia degradando el Estado y sus obligaciones.
Desde marzo de 2020 América Latina es la región más golpeada del planeta por la contracción económica; que venía de antes de la pandemia, hay que repetirlo siempre. Ello medido en cierres de empresas y negocios, pérdida de empleos y crecimiento de la pobreza. Todo en gran parte el resultado de decisiones erróneas de política económica durante el boom anterior, una realidad hoy dramáticamente agravada por un sistema de salud pública desfinanciado.
Además, hoy sabemos que el sector salud es uno de los más corruptos de la interacción publico-privada. Por eso la pandemia debe servirnos como un síntoma, un señalador de lo que no debe ocurrir.
La corrupción en general, precisamente, se ha convertido en una enfermedad endémica, cuyos montos extraordinarios durante el boom ha abierto las puertas a actividades crecientemente sofisticadas y peligrosas: el crimen transnacional. Un hemisferio abierto e integrado significa tener fronteras porosas, el marco propicio para los ilícitos.
No hay manera de detener la globalización, pero sí debería existir una política global para reducir el protagonismo del crimen organizado. Es que además ha ingresado en la política y capturado Estados en la región, algunos nacionales y muchos sub-nacionales.
Todo esto ha erosionado, fisurado y en varios países fracturado el orden político democrático y sus instituciones. Usamos habitualmente el término “polarización” para retratar el sentimiento de frustración social que surge.
Me referiré a la polarización en una próxima entrega. Por ahora solo apunto que dicho término es insuficiente para retratar la crispación social, anomia y pérdida casi completa de la civilidad de nuestras sociedades. En ese marco no es tan solo que la democracia se hace imposible, sino que la política misma pierde sentido. Es un cierto cataclismo civilizatorio que nos aqueja, una suerte de fin de la polis.