¿Se acabó la revolución chavista?
Desde varios días antes del primero de mayo, Nicolás Maduro avisó que en su discurso de ese día haría importantes anuncios en materia económica. Habló, incluso, de un auténtico “revolcón” para sofocar la guerra económica desatada por el imperialismo y la oligarquía. Nada más natural, pues, que los ciudadanos esperaran sus palabras con razonable desazón.
La inquietud creció considerablemente el jueves 30 de abril, cuando se supo que viajaría esa noche a La Habana para acompañar a Raúl Castro en el desfile de los trabajadores cubanos por la habanera plaza de la Revolución. Sin embargo, durante su breve pero intensa estancia en la isla, Maduro no escuchó a Castro ni a nadie mencionar para nada al imperialismo, como si el fenómeno nunca hubiera existido.
Maduro había comprobado en Panamá que Cuba seguía ahora otros rumbos, pero era difícil suponer qué pesaría más en su conciencia, la nueva y desconcertante posición cubana, o la presión agobiante de la crisis, un enigma que a su vez sólo le dejaba dos opciones posibles: retroceder en busca de al menos un tenue hilo salvador de oxígeno político, o profundizar aún más la marcha que él se proponía imprimirle a la “revolución” con el delirante propósito de acelerar su fuga hacia delante.
Esta confusión dialéctica se hizo mucho mayor, a las 2:51 de la tarde del primero de mayo, cuando Maduro comenzó en la plaza O’Leary su discurso con un implacable bombardeo retórico contra el imperio, la oligarquía y los pelucones. Se agudizó media hora después al manifestar que ese día comenzaba, con las decisiones que se implementarían durante mayo, junio y julio para derrotar a los promotores de la guerra económica contra el pueblo y conquistar la victoria económica, el primer día de la victoria antiimperialista de la revolución socialista y chavista de Venezuela. Y tuvo su punto más ardiente al aseverar que para vencer de manera definitiva a los capitalistas y defender al pueblo, costara lo que costase, él contaba con la Ley Habilitante Antiimperialista que le había aprobado la Asamblea Nacional.
Los peores temores se hicieron entonces materia muy palpable. A pesar de todos los pesares habidos y por haber, Maduro estaba por fin a punto de darle una patada a la mesa y aquí, caballeros, se acabó lo que se daba. Sobre todo, porque inmediatamente después confesó que ahora iba a decir lo más importante que había ido a decirle a la clase obrera venezolana.
No sé ustedes, pero yo, en ese preciso momento, aguanté la respiración. Para nada, por supuesto. La voluntad de arrasar con lo que queda de democracia y capitalismo en Venezuela se quedó en la retórica amenaza de siempre, porque lo que en verdad sostuvo Maduro (¿fue eso lo que le dijeron en La Habana?) es que “a la clase obrera venezolana le falta mucho para poder asumir la conducción económica y construir el socialismo.” Por último, afirmó que “todavía no estamos a la altura” y que el compromiso de todos ese día era “prepararnos para lograr este objetivo.” Y añadió que “trascender las luchas reivindicativas (o sea, renunciar por las buenas al derecho democrático de la protesta) es el único camino para enfrentar el desafío socialista.” Como si en Cuba, con el respaldo de la URSS durante décadas, hubieran aprendido a hacerlo.
En definitiva, tantos años nadando (y destruyendo hasta los fundamentos de Venezuela como nación) para derrumbarse así de fácil y tranquilo en la otra orilla del arroyo revolucionario que ya ha comenzado a extinguirse en Cuba.