Apenas llegado al poder en enero de 1959, ya Fidel Castro necesitaba barrer cualquier obstáculo que le impidiera satisfacer su sed de mandato único sobre la nación. Fue así como seis meses más tarde, en julio de ese propio año, maniobró para deshacerse del presidente de la República, Manuel Urrutia Lleó, y en su lugar colocar a Osvaldo Dorticós Torrado, un pelele sin mando efectivo que servía únicamente para cubrir las apariencias.
Se inauguraba de esa manera un nuevo estilo de gobierno, basado en la concentración del poder en manos del caudillo supremo.
Tal situación adquirió visos institucionales en 1976, cuando el país adoptó una constitución al estilo soviético. En esa ocasión Castro pasó a ser presidente de los Consejos de Estado y de Ministros. Es decir, que legalmente asumía las jefaturas del Estado y del Gobierno. Ya Dorticós había cumplido su triste encomienda, y terminó dándose un tiro en la cabeza pocos años después.
Sin embargo, el ansia de poder del máximo líder era tanta que no cabía en el marco de las instituciones. Los ministerios, el Poder Popular, y las leyes dictadas por su propio equipo de gobierno eran para Fidel Castro factores de ralentización que en cierto modo dificultaban su mando ilimitado. Entonces, ya en la última parte de su mandato, creó el denominado Equipo de Apoyo y Coordinación del Comandante en Jefe. Así quitaba y ponía a su antojo y de manera inmediata, pues los integrantes de ese equipo tenían más autoridad que los ministros y el resto de los funcionarios públicos.
Su sustituto, su hermano Raúl, pareció gobernar con más apego a las instituciones creadas por el propio castrismo, aunque no se eliminó de la Constitución el acápite que concentraba en una sola persona las jefaturas de los Consejos de Estado y de Ministros.
No obstante, vislumbrando ya el traspaso del poder a una nueva generación, el menor de los Castro alentó próximos cambios constitucionales, al estilo vietnamita o chino —aunque, como apreciamos, con Xi Jinping parece retomarse la figura del hombre fuerte de la nación—, en aras de distribuir los principales cargos del país, así como acotar el tiempo de permanencia en esas responsabilidades.
En ese contexto la prensa oficialista ha informado acerca del trabajo de la Comisión de Candidaturas Nacional, la cual ha realizado «consultas» con los diputados de todo el país con vistas a integrar los proyectos de candidatura para la elección de los principales cargos de la nación: presidente y vicepresidente de la República, primer ministro; así como presidente, vicepresidente y secretario de la Asamblea Nacional del Poder Popular, además de los restantes miembros del Consejo de Estado.
O sea, que materializando las reformas raulistas en el marco de la Constitución, el país se apresta a desconcentrar las responsabilidades, ya que por vez primera no recaerán en una misma persona las jefaturas del Gobierno y el Estado.
Existe cierta expectativa por ver cómo encajará Miguel Díaz-Canel, al que casi todos contemplan como el futuro presidente de la República de Cuba, en semejante marco institucional. Porque ya no podrá —o no deberá— atender directamente el trabajo de los ministros, pues esa será la función del que resulte nombrado como primer ministro.
Esa fogosidad del actual benjamín del poder, que lo lleva a estar todos los días en la televisión o la prensa escrita, y en todos los rincones de la Isla, asumiendo un protagonismo que rememora la actividad del mayor de los Castro durante los años iniciales de su revolución, parece inadmisible en el contexto institucional que se anuncia.
Aunque, claro está, nadie podría excluir la presencia de nuevos Dorticós que funjan como pantalla encubridora del verdadero poder.