¿Se puede hablar de una transición en Cuba?
Hablar de transición puede calarle los huesos a más de un cubano. Es curioso que durante las transiciones uno de los desencadenantes principales sea justamente la negación a la evidencia de buena parte de los implicados.
Cerrar los ojos al conflicto no hará que el conflicto desaparezca, pero mitiga el impacto.
Podríamos creer que la transición en Cuba despierta ojerizas solo entre los «estalinistas», o el ala más dogmática del partido comunista, pero lo cierto es que a una legión notable de ciudadanos, que no son comunistas ni son nada, sino meros sobrevivientes de nuestra accidentada travesía histórica, le castañetean los dientes cuando le mencionan que el país ha tomado un rumbo, y que no se sabe cuál es.
El pueblo cubano se ha vuelto particularmente escéptico, pero, contradictoriamente, el escepticismo no le ha restado cautela.
Bipolar
Y quizás sea ese, un abierto carácter bipolar, lo que caracteriza a las transiciones.
La retórica oficial se ha encargado de inculcar, sea de manera tácita o explícita, que para alcanzar los niveles de salud, educación o seguridad social con que cuenta el país –en franco deterioro pero aún así muy por encima de cualquier otra nación subdesarrollada– ha sido necesario tener que pagar altísimas cuotas de libertad política o social.
La gente, por ejemplo, sospecha que la democracia se llevará consigo los servicios médicos gratuitos. Nada indica que una cosa dependa de la otra, pero a través de ese hábil rejuego se explica nuestro temor. Y, con nuestro temor, nuestro inmovilismo.
Si es necesario no votar para que una operación a corazón abierto siga sin costar un centavo, pues no se vota y punto.
Lo curioso, no obstante, es que si dejas de reclamar uno solo de tus derechos básicos, luego tus otros derechos terminan resquebrajándose.
Que es lo que había pasado con las pocas garantías que les restan a los cubanos. Que también comenzaban a hundirse.
Eso, el desmoronamiento final, es lo que marca las transiciones.
¿Maquillaje?
Se cree que el Estado es el que dicta la pauta. Pero el Estado, y más el cubano, que dilapidó todo el tiempo que quiso, no hace más que maquillar un cambio que, sea como fuese, ya resultaba inevitable.
De ahí que no comprenda que el grueso de la oposición se muestren tan ácida ante una Cuba que se despereza (paulatinamente, pero se despereza), cuando el deshielo viene a ocurrir, más que todo, a pesar del Estado mismo, y no por su generosidad.
En su afán de intransigencia, heredado irónicamente del castrismo, la zona extrema de la disidencia parece incluso dispuesta a desconocer cuánto nos beneficiaría la derogación del embargo.
Y, al final, las cosas suceden casi porque sí, las queramos o no, y las quieran o no los gobernantes y sus contrarios.
Los Rolling Stones planean tocar en La Habana en abril próximo. Coca-Cola anuncia su entrada a la Isla. Los cruceros Carnival tocarán puerto cubano. Y Sony Music Entertainment, tras una larga negociación de dos años, como si supiera antes que todos lo que iba a ocurrir, firma un contrato con la disquera Egrem para distribuir en el mercado internacional un importante catálogo de música cubana.
Son signos claros, ante los cuales el discurso oficial tiene que reinventarse pero muy acrobáticamente para justificar lo que hace solo un par de años era satanizado.
Vivimos justo el momento de indefinición en el que, según Adam Michnik, el poder no es lo suficientemente fuerte como para barrer con las formas políticas y económicas emergentes, y viceversa.
Las transiciones son interesantes, pero son molestas. Uno se cansa de mirar a todos de reojo, todo el tiempo.
Carlos M. Álvarez es un periodista cubano que escribe una columna semanal para la revista OnCuba. También ha colaborado con revistas latinoamericanas como Malpensante y Gatopardo.