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¿Se puede ser todavía comunista?

Alberto Garzón

Cuando tenía veintitrés años, fui un verano a conocer el comunismo y aprender alemán en la ahora extinta República Democrática Alemana. A poco de llegar, paseando por una aldea del Hartz, alguien me gritó desde donde no pude verlo un agresivo «Kommunist!» Que en un país comunista se utilizara como insulto tal adjetivo me sorprendió; que toda la población, incluida la muchachada en camisa azul añil de la Freie Deutsche Jugend, echaran pestes en privado y a veces en público del comunismo, también me dejó perplejo; pero lo que de verdad no había imaginado era la realidad misma del comunismo. Si el periodista norteamericano Lincoln Steffens pudo decir, tras pasar tres semanas en la Unión Soviética en 1917, que había viajado al futuro y funcionaba («I have been over into the future, and it works»), viajar a la República Democrática Alemana en los años ochenta era viajar por un túnel del tiempo que nos retrotraía hasta 1945 y que, evidentemente, no funcionaba. Eso sí, era un viaje al pasado muy peculiar, porque todo estaba deslucido por el envejecimiento y, junto a las ruinas de antaño, se alzaban de vez en cuando los bloques de viviendas prefabricados de hormigón, que algún día se desmontarían, cuando hubiera recursos para restaurar la Alemania cuarenta años antes destruida por la guerra: «Dem Sozialismus gehört die Zukunft!» «¡El socialismo es el futuro!», pregonaba la propaganda con que se adornaban las calles, pero el paisaje no hablaba de futuro, sino de congelación en el tiempo y de degradación física y humana.

Tres años más tarde, la ruina del comunismo comenzó a desplomarse, primero en los países satélites conquistados por la Unión Soviética en la Europa central-oriental, para después implosionar ella misma en 1991. El comunismo era incompatible con la democracia y cuando el sistema quiso regenerarse con su liberalización, quienes lo habían sufrido tan largamente se movilizaron y, como el Muro de Berlín, lo echaron abajo. El legado del experimento comunista, iniciado ahora hace cien años y celebrado por el libro objeto de esta reseña, dejaba tras de sí ochenta millones de muertos1 y algunos de los episodios más brutales de represión y degradación humana que el mundo haya podido contemplar2. Por ello sorprende que la profesión de fe comunista de Alberto Garzón no comience por explicar cómo se puede ser hoy día comunista tras haber sido testigos de tal experimento de barbarie. Como veremos, salvo alguna referencia ocasional, el autor del texto ha pensado que la experiencia del comunismo puede ser orillada y que ahora puede hacerse apología del comunismo sin afrontar tamaña historia.

Esta actitud me parece particularmente reprobable, porque ser comunista hoy no es como serlo hace cien años. Entonces el comunista hablaba del ideal, discutible e ideológico, de una sociedad que se presentaba como justa, pero que quería imponerse con la violencia y el terror, medios que quedaban justificados por la felicidad futura que se prometía a la humanidad. Como señaló Aleksandr Herzen, el pecado ya estaba ahí, en la idea de que debía sacrificarse a los vivos en nombre del porvenir, como si los humanos existentes fueran unas cariátides que debían soportar la pista de baile donde gozarían los hombres de las generaciones venideras. El ideal era de por sí inhumano, pues sacrificaba a los vivos en el altar de un futuro hipotético, pero la brutalidad de su realización efectiva aún no se había producido. Pero ahora ya sabemos cuál ha sido el coste humano del ideal y lo que ha cosechado: miseria y despotismo. Si el sacrificio de millones de seres humanos en nombre del ideal era repugnante, la realización del ideal no ha podido estar más alejada de su promesa. Creo que, si se tiene un mínimo de decencia moral, no puede declararse alguien hoy comunista sin enfrentarse a este pasado: por eso la actitud de Garzón es controvertida de principio a fin de esta obra.

Dado que el comunismo ya no califica el ideal futuro de una humanidad feliz, sino que da nombre a un experimento brutal y fracasado, lo natural hubiera sido empezar por contar qué es el comunismo a fin de que todos hubiéramos podido aprender cómo ha podido ocurrir algo así, incluidos los comunistas, y evitar repetirlo; esto es, para que el sacrificio de sus víctimas no haya sido completamente en vano. Pero, como señaló François Furet en El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX3, el mito del comunismo y su capacidad de fascinación está por encima de la contrastación con la realidad y da lugar a una fe inquebrantable en la que las profecías de los fundadores como Marx (que dio su nombre al credo, marxismo), Lenin (el hereje que fundó su propia iglesia, el comunismo, basada en su prédica, el marxismo-leninismo) y otros santos menores, acabarán por cumplirse. De modo que todavía hay quien piensa que podemos ignorar la experiencia del comunismo, puesto que la historia, que finaliza en la parusía, acabará por absolver todos los pecados. Al parecer, el precio del comunismo siempre sale a cuenta si apostamos por un futuro suficientemente lejano.

Del mismo modo que la profesión de fe comunista de Garzón ignora por completo la experiencia histórica del comunismo, también ignora la realidad presente del comunismo. Declarándose comunista habría sido interesante saber qué piensa de los países que hoy día se proclaman, igual que él, comunistas: la República Popular China; la República de Cuba; la República Socialista de Vietnam; la República Democrática Popular de Laos; o la República Popular Democrática de Corea (aunque esta última se ha dado de baja del comunismo, derivando en monarquía absoluta leninista y ya tiene sus propias divinidades locales y su propia doctrina: la ideología juche). De nuevo, salvo alguna referencia superficial, Garzón no nos dice nada de los países comunistas que aún existen. Esto es nuevamente censurable, porque una de las constantes de su libro es su reiterada crítica al capitalismo (eso sí, genérico, sin que nunca lleguemos a saber de qué capitalismo está hablándonos) y aquí habría tenido ocasión de criticar el capitalismo de Estado de los países comunistas que replican, en algún caso con mejor resultado económico y siempre con enorme coste social y político, el modelo inaugurado por Lenin ahora hace cien años, y que ya fue denunciado en 1921 por los marineros de Kronstadt, que pagaron por ello con su vida:

Con la Revolución de Octubre, la clase obrera tenía la esperanza de alcanzar su emancipación. Sin embargo, dio como resultado incluso una mayor esclavización del ser humano. El poder de la policía y los gendarmes de la monarquía quedó en manos de sus usurpadores, los comunistas, quienes, en vez de dar la libertad al pueblo, sólo le han infundido un continuo pánico a la Cheka, cuyos horrores han superado incluso al régimen policial zarista […]. Los obreros y los campesinos están en marcha, dejarán atrás […] la dictadura del Partido Comunista con su Cheka y su capitalismo de Estado, que ha puesto un nudo corredizo en torno al cuello de los obreros y amenaza con estrangularlo hasta la muerte4.

En contraste con las dos cuestiones previas que acabo de señalar, el pasado y el presente del comunismo, Garzón empieza su obra diciéndonos que «de todas las grandes ideas que ha tenido aquella parte de la humanidad que podríamos llamar humanidad sufriente y pensante, el comunismo ha sido una de las mejores» (p. 21) e, inasequible al desaliento, nos confiesa que «el comunismo es más necesario que nunca», porque «millones de personas […] en nombre del comunismo […] conquistaron los derechos sociales que hoy pueden parecer caídos del cielo, como el derecho al trabajo digno, los servicios públicos, el sufragio universal, la educación pública de calidad o la propia democracia» (ibídem).

Por supuesto la democracia, la educación y el Estado del bienestar son muy importantes, pero no están en el haber del comunismo. Proclamar enfáticamente que todo lo bueno que hay en el mundo viene del comunismo no es suficiente para tapar la realidad del comunismo. De acuerdo con el informe sobre la democracia de 2017 realizado por The Economist, sólo diecinueve países en el mundo gozan de democracia plena; de ellos, ninguno es comunista, ni ha tenido en su historia el comunismo un papel reseñable. Por cierto, uno de estos diecinueve países plenamente democráticos es España, y diez de estos países son monarquías parlamentarias. En cuanto al índice de desarrollo humano de Naciones Unidas, ningún país comunista figura entre los de muy alto desarrollo humano. España, evidentemente, sí lo está, en el puesto 27, y si nos circunscribimos a Europa, veremos que los países con mayor desarrollo humano no han padecido el comunismo y los que tienen peor calificación han sido, sin excepción, Estados comunistas en su historia reciente.

Su estilo parece más propio del catecismo de la escuela del Partido que un libro dirigido a lectores maduros con juicio propio

Una cosa que sorprende del libro de Garzón es que nunca pone ejemplos ni analiza experiencias, pero con cierta frecuencia deja caer eslóganes a favor del comunismo que no vienen respaldados ni justificados por argumentos, evidencias o datos. Parece como si el autor quisiera que el lector se quedara con la frase lapidaria a favor del comunismo y que la aceptara como parte del decálogo de la fe y no como corolario de un argumento. Es decir, su estilo parece más propio del catecismo de la escuela del Partido que un libro dirigido a lectores maduros con juicio propio.

La obra de Garzón se divide en tres partes que parecen escritas por tres personas distintas por la diferente redacción, por lo incongruente de las fuentes y por las diferencias de perspectiva entre las partes y la conclusión. Además, esta sensación de elementos agregados con orígenes diversos se ve reforzada por la incómoda constatación de que en ninguna de ellas se aborda la cuestión que da nombre al libro, pero sobre eso volveré más adelante. La primera parte se titula «La ciencia y el socialismo»; la segunda, «La política y el capital»; y la tercera, «Actualidad política».

Con buen criterio, Garzón nos indica en la guía de lectura que precede a la introducción que la primera parte dedicada a la ciencia y el socialismo podemos saltárnosla. Aduce como motivo del salto la posibilidad de que podría entrañar alguna dificultad de lectura dada la complejidad del tema tratado. Sin embargo, el problema de la primera parte no es su dificultad de contenido, sino que es sencillamente ilegible. El primer capítulo lleva por título «La ciencia en nuestro mundo» y se trata, ni más ni menos, que de unos apuntes de clase de metodología de la ciencia y de historia de la ciencia, sacados malamente de manuales, que no tiene ningún interés. El género apuntes tiene muchos defectos, y uno de ellos es que se trata de un conjunto de simplificaciones superpuestas que no tienen ningún valor narrativo y donde la verdad y el interés de las cosas quedan sepultados bajo un inmenso aburrimiento. El otro grave problema de este género es que, con tanta copia, la verdad se resiente y suele propiciar la propagación de los errores más disparatados. La razón por la cual Garzón ha decidido perpetrarnos esta tortura es difícil de discernir. Pudiera ser que el comunismo es así, o que la editorial le ha pedido un número de páginas y esta sección de la primera parte ocupa nada menos que sesenta. Eso sí, de momento, ni rastro sobre la razón por la que Garzón se hizo comunista.

En fin, este primer Garzón, que podría ser calificado como «el estudiante», concluye el primer capítulo haciéndose eco de una de las cosas que aprendió en clase de metodología de las ciencias sociales: que la economía no es una ciencia como las ciencias naturales; que sostener tal cosa es «cientificismo»; y, en un arranque de humildad, nos confiesa que es un pecado que el marxismo ha cometido varias veces5.

Sin embargo, parece que el pecado no tuvo propósito de la enmienda, porque el segundo capítulo, también dentro de la primera parte, se llama ni más ni menos que «Socialismo científico». La vuelta al viejo lugar común del estatuto privilegiado epistémico privilegiado del socialismo sorprende, sobre todo porque Garzón se hace eco en sus apuntes de metodología del criterio de demarcación popperiano que distingue la ideología o pseudociencia de la verdadera ciencia en que esta última establece las condiciones en que sus propias afirmaciones podrían refutarse, esto es, señala la contrastación con la realidad como criterio que permite falsar una afirmación que aspira a ser científica. Como hemos visto, para Garzón, el comunismo como doctrina es inmune a su propia experiencia y, por tanto, es, por definición, irrefutable. Es decir, es una religión o una ideología, pero en modo alguno una ciencia6.

Este segundo capítulo de la primera parte, afortunadamente mucho más breve, sólo cuarenta páginas, le sirve a Garzón para afirmar dos cosas: «que no cabe considerar al marxismo como una ciencia dura, sino, en el mejor de los casos, como una tradición de investigación que es, además, una tradición política» (p. 94). Ahora bien, como la dialéctica marxista obra prodigios, nos estampa en la página siguiente que «no obstante, eso no significa que el marxismo no permita explicar determinados fenómenos sociales», como que «el capitalismo es un sistema histórico cuya lógica interna crea desigualdad y también las condiciones para su propia destrucción» (p. 95).

Este capítulo está dividido a su vez en tres epígrafes: «El marxismo y la ciencia»; «Cómo funciona el capitalismo»; y «El planeta que destruimos». En el primero, dedicado a Marx y la ciencia, nos dice que parece como si «cada vez que el capitalismo colapsa de forma más o menos notoria, el interés por Marx volviera a despertarse y con él también el interés en el comunismo» (p. 96). Pero Garzón nos dice que no hemos de leer a Marx como si fuera la Biblia, ni como si fuera un moralista. Lo que debemos aprender de Marx es que el socialismo es algo que interesa objetivamente a la clase obrera. Ahora bien, nos advierte que debemos dejar de lado el cientificismo de Marx, tal como fue plasmado en la oración fúnebre de Engels: «Marx ha descubierto las leyes de la historia humana» (p. 99). El Marx profeta que crea su propia religión, el marxismo, no puede verse como una alternativa a la profecía de Cristo y del cristianismo, con una narración propia de la caída del hombre y la historia de la salvación que culminaría esta vez no en el Juicio Final y la salvación (para algunos), sino en la sociedad sin clases y la emancipación (para todos).

Lo interesante de Garzón es que no rechaza la teleología marxista refutada por la historia, principalmente porque, hasta ahora, se haya mostrado errada. En su visión, la manera en que se producirá la llegada del futuro radiante ha sido distorsionada por el cientificismo de Marx, pero para Garzón no hay duda de que el futuro señala, sin duda, la realización de la promesa, pero ésta se producirá de otra manera. La razón de su rechazo de la teleología marxiana es, sobre todo, una razón comunista. Marx dice que la sociedad puede haber descubierto la ley de su evolución natural, «pero jamás podrá saltar ni descartar por decreto las fases naturales de su desarrollo. Podrá únicamente acortar y mitigar los dolores del parto» (p. 97). Y, claro, esto deja muy poco margen a quienes, como Garzón, saben cuál es el futuro que corresponde a la humanidad y quieren conducirla hasta allí. El partido comunista es el partido de vanguardia, el partido que conoce el futuro de la humanidad y los intereses objetivos de la humanidad sufriente y, por tanto, no ha de esperar al desarrollo natural de las cosas, sino que aspira a crear con su acción política y su voluntad esa realidad ineluctable.

En suma, que Marx convierte al partido obrero en mera comparsa del cambio social, y los comunistas, y con ellos Garzón, quieren ser protagonistas. Por eso cita con arrobo a Antonio Gramsci, uno de los fundadores del Partido Comunista Italiano, cuando dice que la Revolución Rusa de 1917 fue «una revolución contra El Capital» y que dicha obra de Marx era, «en Rusia, el libro de los burgueses más que de los proletarios» (p. 108). Como veremos, la herejía de la que presume Garzón se circunscribe al profeta fundador, pero la razón de la misma es hacer sitio al verdadero profeta del comunismo, Vladímir Ilich Uliánov, alias Lenin.

Pero, cuidado, esto no quiere decir que debamos tirar a Marx al cubo de la basura de la historia. Su teleología está errada porque ignora el papel estelar del partido comunista en la realización del ideal, pero nos ha proporcionado la explicación de cómo funciona la explotación capitalista. Marx no es, por tanto, un profeta de la sociedad futura, sino un crítico minucioso de la sociedad presente. Gracias a él sabemos «que el capitalismo está, por definición, condenado a muerte. La fecha y la hora del entierro dependerán de factores que combinan la propia lógica del sistema y las actividades políticas de las clases sociales» (p. 124). En suma, Marx es el profeta de la muerte del capitalismo y Lenin el profeta de la venida del comunismo.

Este segundo capítulo de la primera parte, «El socialismo científico», termina con una sorprendente pirueta titulada «El planeta que destruimos», donde se intenta conciliar la ética de la naturaleza con el comunismo. Digo sorprendente porque una utopía forjada en el siglo XIX, para obreros industriales, malamente puede encajar en la visión de una naturaleza idílica protegida de la mano destructora del hombre. En el marxismo y en el leninismo, lo característico del hombre es la capacidad de trabajar y, de esta manera, transformar la naturaleza hasta crear una segunda naturaleza fabricada donde el hombre ya no estaría sujeto a la contingencia natural y disfrutaría de la riqueza material libre de la maldición bíblica del trabajo dirigido, con sudor y esfuerzo, a su supervivencia. Esta segunda naturaleza (superior) acabaría con la primera naturaleza de la necesidad (inferior). Aquí no hay ecologismo, sino industrialismo7.

Por cierto, este uno de los pocos lugares en que Garzón hace alguna referencia a la amarga realidad de la Unión Soviética: la destrucción del mar de Aral y el accidente nuclear de Chernóbil. Pero ambos son disculpados como errores corregibles, que han pasado en otros lugares y que no pueden ocultar el hecho de que «la Unión Soviética fue el primer país en establecer territorios protegidos para determinadas especies» (p. 133). Como se sabe, el Parque Nacional de Yellowstone es el más antiguo del mundo (1872), pero que el ecologismo naciera en la república del capitalismo resulta difícil de explicar. Más grave me parece que Garzón nos tape Chernóbil con las catástrofes de Three Mile Island o Fukushima, porque no hay manera de ocultar que este accidente está en la raíz del desmoronamiento del comunismo. Como ha narrado magistralmente Svetlana Aleksiévich, Chernóbil no fue únicamente un accidente, o un desastre natural: fue, sobre todo, la manifestación de la miseria, incompetencia y mentira inhumana del comunismo8. Pero Garzón resuelve, como siempre, con el eslogan: «queda mucho todavía que hacer, pero sin duda la cuestión ecológica es uno de los principales factores por los que no cabe sino ser comunista» (p. 135).

La segunda parte del libro lleva por título «La política y el capital» y está dividida en dos capítulos: «La clase social importa» y «Estado e instituciones». Si en los anteriores vimos al estudiante Garzón convertirse en leninista, en estos el autor ya es un leninista convencido y el lenguaje académico o el lenguaje de los padres fundadores dan paso a una visión de la historia política contemporánea distorsionada por la lente comunista, con la que el autor ahorma su visión del mundo. En el estilo habitual de la izquierda marxista, la discusión está estructurada en torno a las matizaciones escolásticas, en este caso en relación con el papel que realiza el proletariado en la lucha de clases y, sobre todo, si el proletariado desarrollará la conciencia de clase necesaria para convertirse en sujeto revolucionario. La tragedia, para Garzón, es que siendo la clase la principal división social, la clase trabajadora no es consciente de su propia posición en la estructura social, no tiene conciencia de clase y, horror, vota mayoritariamente a partidos conservadores: «¿cómo organizar a las personas que objetivamente son beneficiarias de una transformación social y que, sin embargo, hasta ahora no están convencidas de ello?» (p. 151).

En la página anterior nos ha dicho que las personas sin ingresos que votan al Partido Popular o a Ciudadanos, casi un 50%, manifiestan «un claro síntoma de falta de conciencia de clase, que es la expresión que el marxismo ha usado para aquellas situaciones en las que los individuos perciben adecuadamente cuáles son sus intereses objetivos, que, para el caso de las personas sin ingresos, distan mucho de ser los intereses de la derecha política» (pp. 150-151). Garzón ya manifiesta con total desparpajo el paternalismo comunista: la clase trabajadora es la clase mimada por los comunistas, es la clase mayoritaria, y su interés objetivo está en nuestra revolución, «y si la revolución tiene algún futuro, yo pienso que lo tiene, hemos de abordar la forma de sumar fuerzas a nuestro bando, a nuestra clase» (p. 151).

Sorprende que Garzón, ante la constatación de que la clase obrera ha dado la espalda al comunismo, reaccione con un discurso retrógrado que nos lleva a los mitos políticos de inicios del siglo XX; y que no le merezca ninguna reflexión la búsqueda de un nuevo sujeto revolucionario tras el aburguesamiento de la clase trabajadora en los años sesenta del siglo pasado. Parece como si, por pudor, no utilizase el concepto de «falsa conciencia», el concepto que utiliza el marxismo para calificar a aquellos que no piensan como debieran pensar; prefiere el circunloquio, pero no tiene empacho en mostrar que él sí conoce los intereses «objetivos» de la clase trabajadora. Toda esta fraseología, si se toma en serio, tiene consecuencias graves para la democracia, porque los comunistas, en el nombre del pueblo y de la emancipación futura, convertirán la violencia de una minoría en la manifestación de la democracia más perfecta. Este problema, obviamente, no le preocupa a Garzón, pero constituye la esencia misma del leninismo9: todo por la clase trabajadora, pero sin la clase trabajadora.

Como era de esperar, Garzón no hace ninguna referencia a los levantamientos obreros contra el comunismo que han sido cruciales, determinantes en su derrumbamiento, y que han dado lugar a una entretenida literatura. Cuando el gobierno de la República Democrática Alemana reaccionó en 1953 contra las manifestaciones obreras aplastándolas con los tanques soviéticos, manifestó que había «perdido la confianza en el pueblo». Bertolt Brecht comentó que lo mejor sería «disolver al pueblo y elegir otro». El sindicato polaco Solidarność fue fundado en 1981, y para el año siguiente tenía afiliados a nueve millones de obreros dispuestos a acabar con el comunismo. Se cuenta el chiste de que el dictador comunista, Wojciech Jaruzelski, abrumado, fue a visitar la momia de Lenin, expuesta en su pirámide de la Plaza Roja y le pidió consejo: «Camarada Lenin, estamos sufriendo una contrarrevolución»; y Lenin respondió: «¡Armad a la clase obrera, como siempre!»10

Y, como siempre, Garzón elude la cuestión de la realidad del comunismo, pero carga el lenguaje contra las democracias existentes: Ronald Reagan y Margaret Thatcher habrían reprimido con contundencia las «protestas del movimiento obrero» y «habrían criminalizado» a los sindicatos. Ciertamente, Reagan y Thatcher se enfrentaron a los sindicatos, pero no a la manera comunista, con el terror y el aniquilamiento; y tampoco lo hicieron porque sufrieran un ataque agudo de neoliberalismo. La razón verdadera fue que los sindicatos estaban en guerra contra la sociedad y se habían vuelto odiosos para la mayoría de la población. Es sobre este malestar con los sindicatos sobre lo que Reagan y Thatcher, el invierno del descontento, construyen su liderazgo, y la sociedad les apoya11. Particularmente en Gran Bretaña, son los sindicatos los que ponen en crisis el Estado del bienestar; y son los sindicatos los que crean el malestar que permitirá una hegemonía conservadora en el Reino Unido desde 1979 hasta 1997. Las películas de Ken Loach pueden resultar entretenidas, pero la verdad es otra cosa.

Pero Garzón no acepta ni las opiniones ni las preferencias expresas de la gente. Para el comunista, la clase no es resultado de una identificación subjetiva, sino una posición objetiva en la sociedad. De modo que el partido no debe amoldarse a las preferencias sociales, sino hacer que la mayoría social que encarna objetivamente se convierta en acción política. A Garzón le asalta la duda retórica: «¿Cómo se establece quién es capitalista y quién es trabajador?» Y se responde que esto no se averigua preguntando a la gente, sino «por el lugar que ocupa en el sistema económico capitalista» (p. 157). De modo que «ningún marxista diría […] que a un vecino al que le han tocado millones de euros en la lotería se ha hecho capitalista de pronto. Si ese vecino gasta toda su fortuna en comprar bienes de lujo, tales como mansiones y automóviles, volvería a ser evidente para todo el mundo que carece de una fuente de ingresos propia de capitalistas. Si, por el contrario, ese vecino decidiera invertir su fortuna en la adquisición de una gran empresa para garantizarse ganancias regulares a partir de la explotación de sus trabajadores, entonces sí sería un capitalista» (p. 158). En suma, que el lujo es compatible con el comunismo, pero crear puestos de trabajo es siempre explotación.

Una vez dividida la sociedad en dos campos, el de los capitalistas y el de los obreros (no confundir con los ricos y los pobres), de lo que se trata es de dar voz a esa mayoría explotada para que la sociedad cambie radicalmente. Nos dice Garzón que Marx y los socialdemócratas establecieron que bastaba con quedarse sentados y esperar a que el capitalismo despertara a los obreros, pues la revolución social vendría de suyo. Pero los comunistas se dieron cuenta de que «la transformación de la clase en sí en clase para sí no podría darse de forma espontánea y que, por lo tanto, era necesario construir un partido político que trajera la conciencia desde fuera» (p. 179). Y esa fue la aportación de Lenin, el partido comunista, activo en la tarea revolucionaria y «particularmente en la creación de la conciencia de clase» (p. 179). Resulta fascinante el embeleso de Garzón por la teoría leninista del partido totalitario formulada en ¿Qué hacer? Problemas candentes de nuestro movimiento12 y, en particular, que haya mantenido la llama del odio al reformismo y al parlamentarismo de la socialdemocracia después de todo lo que ha pasado. Como señaló Trotski al comentar la doctrina del partido que aparece en el panfleto de Lenin, «el aparato del partido sustituye a las bases; el comité central sustituye al aparato; y, finalmente, un dictador sustituye al comité central»13.

Como si hubiéramos vuelto al inicio del siglo XX, Garzón nos exhorta: «Es fundamental mantener una posición leninista, es decir, comprender que la base o el punto de partida es la concepción objetiva y que, después, tiene que ser completada con la concepción subjetiva» (p. 181). Es decir, que primero hay que conocer la estructura de clases, separar entre explotadores y explotados; y después ha de venir la labor pedagógica del partido haciendo que la mayoría conozca a sus enemigos. A esto último lo denomina la politización del dolor (pp. 182-183).

El segundo capítulo de esta segunda parte está dedicado a «El Estado y las instituciones». Después de lo dicho sobre la concepción del partido en el capítulo anterior, el compromiso de los comunistas con las instituciones democráticas es predecible. Principia Garzón por recordarnos que, para Marx, el Estado era «la comisión que administra los negocios comunes de toda la sociedad burguesa» y se pregunta retóricamente: «Si el Estado es simplemente un instrumento al servicio del capital, ¿por qué hemos de aspirar a conquistar el poder dentro de sus instituciones?» (p. 186). Todo esto le sirve para pasar de puntillas sobre el dogma en que se funda la formulación del credo cismático comunista: aceptar la vía institucional de la democracia para el cambio social; o privilegiar la revolución violenta, el comunismo, para tomar el poder y realizar la revolución social. A Garzón todo esto le provoca la feliz exclamación de «¡Qué importante es la teoría!» (p. 187) y la constatación algo ambigua de que «hoy casi nadie defiende una insurrección armada» y que el terreno de juego «que se ha aceptado es el de la democracia liberal, con sus elecciones competitivas y sus partidos políticos», cuyos mecanismos condicionan «de múltiples formas la práctica política de las organizaciones comunistas» (p. 187).

Pero, claro, es la defensa de la revolución violenta la marca del comunismo frente a los partidos socialdemócratas14 y Garzón vuelve a su luminaria, Lenin, para recordarnos que ya el maestro había afirmado que «la supresión del Estado burgués por el Estado proletario es imposible sin una revolución violenta»; pero añade que el propio Lenin valoraba la participación en las elecciones, «si bien siempre como un instrumento de propaganda más» (p. 193).

Pero cuando parece que hemos llegado a un callejón sin salida, Garzón nos recuerda que Antonio Gramsci sostuvo que «la guerra de maniobra», la insurrección, pudo ser útil en Rusia, pero que, en los países occidentales, «una guerra de posiciones», la participación instrumental en las instituciones, acompañada de una crisis económica, pueden crear una crisis añadida de representación política que permita la revolución (p. 196). Esto le lleva a Garzón a formular una propuesta «estratégica diferente a la insurrección armada y diferente también a la vía parlamentaria al socialismo. De ahí que esté en contra de la necesidad de irrumpir con las armas en el Estado, pero también en contra del cretinismo parlamentario que considera, como el revisionismo o la corriente eurocomunista, que dedicando toda nuestra energía a la vida parlamentaria será posible transformar nuestra realidad económica y social» (p. 200).

Este párrafo no tiene desperdicio. En primer lugar, Garzón nunca hace una crítica explicita de la teoría de la toma violenta del poder político de Lenin, lo cual resulta inquietante. En segundo lugar, se hace eco de Engels y su crítica al parlamentarismo alemán, que desdeña y desprecia. El cretinismo es una enfermedad caracterizada por el retraso de la inteligencia. Así, acomodarse a la vida parlamentaria sería de imbéciles. La afirmación es preocupante, porque, como señaló mi maestro Ferenc Fehér, una de las cosas que hemos aprendido del experimento comunista es que la cuestión social sólo tiene solución mediante la política, esto es, mediante la democracia representativa. En tercer lugar, Garzón abre fuego por primera vez contra una de sus bestias negras, el Partido Comunista de España de la transición democrática, que acaba por aceptar la vía democrática como la única legítima para alcanzar el poder y que, todavía más grave, abandonó el leninismo. Más adelante volveré sobre esto.

Con estos presupuestos, el compromiso de Garzón con la democracia necesita muchos matices. Por este motivo, el autor se lanza a la tarea algo idiosincrásica de contarnos una historia de la democracia en la que nada es lo que parece: hay que poner en solfa la vinculación de la socialdemocracia con la democracia; se hace perentorio recordar que las bases económicas del Estado del bienestar las pusieron miembros destacados del Partido Liberal como Keynes, lo cual desacredita a ambos; y que los partidos socialdemócratas dejaron de ser reformistas para volverse liberales con una impronta social. Garzón quiere aquí abarcar mucho en pocas líneas y directamente se inventa la historia política. Su objetivo es mostrar que ha habido una perversión oligárquica en los partidos socialistas no comunistas que les ha hecho alejarse de sus ideales. Habría estado bien que hubiera reflexionado sobre otra hipótesis posible a fin de explicar la evolución ideológica de estos partidos: que los partidos socialistas y después socialdemócratas han aprendido con la experiencia que la justicia social se desarrolla de la mejor manera con la democracia y con la economía social de mercado y, sobre todo, han aprendido mucho del desastre del comunismo. Pero esa reflexión no la considera. Se hace eco, en su lugar, del antiguo socialista alemán convertido en fascista italiano, Robert Michels, para señalar el funcionamiento de la «ley de hierro de la oligarquía» como la regla que explica el aburguesamiento de los partidos socialdemócratas.

Ya he señalado antes, haciéndome eco de Trotski, que el partido leninista es una dictadura que recibe el nombre de democracia perfecta. Pero Garzón le echa un cable democrático a Lenin. Al parecer, éste sostenía que «para poder triunfar, la insurrección debe apoyarse no en una conjuración, no en un partido, sino en la clase más avanzada»; pero, nos dice Garzón, «desgraciadamente, la visión dogmática y burocrática del partido fue la que se impuso como modelo universal en el ámbito de los partidos comunistas de todo el mundo» (p. 223). Estas afirmaciones de Garzón no pueden sino producir hilaridad, porque el golpe de Lenin fue exactamente una conjura, un golpe secreto contra el Estado, puesto que, en noviembre, únicamente el 5,3% de los obreros industriales rusos pertenecían al partido bolchevique. Sorpresa, ¡la clase más avanzada es, por definición, el partido comunista! Sólo un partido férreamente dirigido y la voluntad de llevar a cabo mediante el terror una dictadura brutal permitieron a Lenin mantenerse en el poder15. Este segundo y último capítulo de la segunda parte, «Estado e instituciones», concluye con una apología de la democracia republicana.

Ya he señalado la radical incompatibilidad del comunismo con la democracia, pero Garzón no se arredra y para ello se lanza a la improbable tarea de hacer un sitio a su credo en la historia de la libertad. El propósito exige una empresa sobresaliente, reescribir toda la historia de la democracia, y el autor no está ni mucho menos preparado para ese desafío. Todo lo contrario, las elucubraciones sobre la democracia ateniense, la república romana, las viñetas sobre Montesquieu, Kant y Locke, producen estupor por la alegría con que el autor se desenvuelve en un terreno que ignora por completo. Corregir todos los errores llenaría páginas, porque cada línea incluye un juicio sumarísimo indefectiblemente errado. Quien desee comprobarlo ha de ir a las páginas 226-228 para leer las ideas peregrinas sobre la historia de la democracia; puede encontrarse una divagación desternillante sobre la diferencia entre la libertad negativa y la positiva en las páginas 229-230; y, si quieren leerse cosas insólitas sobre lo que Garzón piensa que es una constitución y un gobierno constitucional, no se pierdan las páginas 240-241.

Se nos emociona Garzón con el republicanismo y quiere convencernos de la bondad de la dictadura del proletariado. Al parecer, Marx, que vivía tan ricamente en una monarquía constitucional como la británica, era republicano, porque «había heredado los principios y valores del republicanismo, y los introdujo en su visión de la historia y de la política» (p. 229). La verdad es que Marx no dedica una línea al asunto. Al parecer, nos dice Garzón, entendía por «dictadura del proletariado» el gobierno de la mayoría y, por si Marx no supiera expresarse, nos aclara el autor que se refiere a «los proletarios y las clases populares». Ya antes nos había advertido que no está muy claro en el marxismo qué es el proletariado.

Hay que recordar a Garzón que la república romana no era una democracia ni en el sentido ateniense ni en el sentido contemporáneo, sino un sistema de gobierno basado en la división en estamentos de la población y en la fragmentación de la soberanía. En este sistema, el poder ejecutivo lo encarnaban dos cónsules elegidos por un período de un año y con capacidad de veto recíproco. En caso de crisis del Estado, uno de los cónsules podía gobernar sin control y asumía todo el poder durante un período de seis meses. Como señaló Robert Filmer, la dictadura es el homenaje que presta la república a la monarquía. Cuando las cosas se ponen difíciles, es mejor concentrar la soberanía en una única persona. Suena a leninismo, pero es de un defensor de la monarquía absoluta.

Dictadura del proletariado significa dictadura, poder sin límites, en el nombre de los desgraciados, los proletarios. Aquí Garzón podía haber citado a Lenin: la dictadura «es un poder que no está limitado por nada, por ninguna ley, que no está restringido absolutamente por ninguna regla, que se apoya directamente en la coacción»16. En la concepción leninista, esto significaba recurrir al terror ilimitado para destruir a los oponentes y obtener la sumisión de la población.

Es esta apología de la dictadura del terror la que hace que Lenin encuentre sus precedentes en los jacobinos franceses de 1793-1794. Lo sorprendente es que Garzón considera necesario hacerles un homenaje como demócratas, pero la defensa combinada del terror y de la democracia es tan difícil de cuadrar como la del comunismo y la libertad. Sacar en procesión, como hace Garzón, a Maximilien Robespierre como ejemplo democrático, resulta completamente grotesco. Lenin no se paraba en esas bobadas cuando decía en 1917: «Un régimen dispuesto a ejercer un terror ilimitado no puede ser derribado»17. Con esta frase quería hacer un cumplido al incorruptible, al abogadete de Arras, quien antes de ser guillotinado se convirtió en el ideólogo de un régimen en el que se cortó la cabeza a diecisiete mil personas y se ejecutó sin juicio a cuarenta mil. «El terror no es otra cosa que la justicia pronta, severa, inflexible; no es tanto un principio particular cuanto una consecuencia del principio democrático aplicado a las necesidades más acuciantes de la patria»18. Por cierto, el 85% de las víctimas formaban parte del Tercer Estado, aunque Garzón solo se acuerda de Luis XVI. También está en el haber de los jacobinos la realización del primer genocidio de la época contemporánea en La Vendée. Sobre este particular puede leerse la última novela de Victor Hugo, El noventa y tres, que va envuelta en una ambigüedad moral que gustará a Garzón, pero que ilumina los hechos con toda su crudeza.

Nos dice Garzón que «toda la tradición socialista viene de la matriz republicana y, por añadidura, de la defensa de los derechos humanos» y que sin el «movimiento obrero socialista» no tendríamos «la democracia tal y como la conocemos, pues el liberalismo siempre fue contrario a esos derechos» (p. 236)19. La verdad es que Garzón dice estas cosas para animarse, pero la realidad es que los comunistas han despreciado como «burguesa» la democracia «tal y como la conocemos», y él mismo lo hace, como veremos; y sobre los derechos humanos y el comunismo, no hace falta reiterar nada más que lo dicho porque el palmarés de Lenin, Trotski, Stalin, Mao, Pol Pot, etc. convierte a los emperadores romanos en unos flojos. Sobre la presunta defensa de Marx de los derechos humanos, lo mejor es leer «La cuestión judía» para formarse una idea directamente. Y, si quiere profundizarse en el tema de la relativización de los derechos humanos en cuanto derechos «burgueses» en el marxismo y en el totalitarismo comunista, lo mejor es dirigirse a Claude Lefort20.

Lenin, 1919

Garzón nos dice que Lenin creyó «ingenuamente que el poder de los soviets sería el embrión de un Estado proletario» que sustituiría al Estado burgués, pero acabó siendo un «instrumento al servicio de la minoría del partido». El adjetivo «ingenuo» aplicado a Lenin resulta poco apropiado. Gracias a la apertura de los archivos soviéticos tenemos acceso a órdenes secretas del amado líder, como la de agosto de 1918, en la que decía: «¡Camaradas! La rebelión de los […] kulaks [campesinos propietarios de sus tierras] debe ser reprimida despiadadamente. Los intereses de toda la revolución lo exigen […]. Hay que dar ejemplo […]. Colgad (colgad sin falta, que la gente lo vea) a no menos de cien kulaks conocidos, hombres ricos, sanguijuelas» y seguía explicando que había que quitarles todo, y tomar rehenes de manera que, en cientos de kilómetros a la redonda, «la gente vea, la gente tiemble, sepa, grite: están ahogándolos, y ahogarán hasta morir a las sanguijuelas kulaks. Acuse telegráfico y puesta en práctica. Vuestro, Lenin»21.

Termina esta segunda parte del libro con unas reflexiones sobre las constituciones que son temibles; y una apología de la Constitución Portuguesa de 1976, antes de sus sucesivas reformas, en la que pega un trozo del preámbulo con otro trozo del artículo 1º, en una nueva muestra de creatividad, hermenéutica o pedagogía (p. 241). El «ejemplo» portugués le sirve para señalar una diferencia esencial entre la experiencia democrática portuguesa y la española: «Portugal salía en 1975 [sic] de la dictadura a través de una revolución social de marcado carácter progresista. Como bien es sabido, España no puede decir lo mismo» (p. 242). Dejando a un lado que el golpe militar que acabó con la dictadura Portuguesa se produjo en 1974, Garzón debería reflexionar sobre una serie de cuestiones importantes: la primera, por qué todas estas cosas revolucionarias que le gustan tanto ya no están en la Constitución portuguesa; segundo, cómo puede llamar progresista a una constitución en la que la junta militar impuso un consejo de la revolución, elegido por cooptación entre los militares, que se constituía en órgano de soberanía y decidía sobre la constitucionalidad de las leyes; tercero, ¿a qué llama revolución social, que le parece tan estupenda? ¿Al conflicto abierto que estuvo a punto de llevar a una guerra civil al país, en el «verano caliente de 1975», cuando los comunistas y sus satélites descubrieron que tenían en contra a más del 80% de la población después unos desastrosos resultados electorales en las primeras elecciones libres, celebradas al año del golpe militar, con una participación récord que rondaba el 90%?

La reacción de los comunistas portugueses ante el fiasco electoral fue la esperable: las conquistas de la revolución están por encima de la democracia burguesa; las elecciones no son importantes; el pueblo no está preparado, son unos niños que hay que llevar de la mano hasta que aprendan a querer lo que nosotros sabemos. En consecuencia, coaccionaron a la Asamblea Constituyente obligándola a aceptar las «conquistas de la revolución» y desde el gobierno provisional impulsaron la toma de fábricas, viviendas, tierras y campos. ¿El resultado? El norte se levantó y se quemaron más de cien sedes del Partido Comunista Portugués. La única ventaja de la transición portuguesa respecto a la española es que los portugueses ya saben lo que significa para la democracia que los comunistas lleguen al gobierno. Por cierto, la Constitución portuguesa no se sometió a su aprobación en referéndum porque los comunistas sabían que sería rechazada22.

Garzón termina esta segunda parte con una enumeración de los males de la globalización, la denuncia de espacios institucionales antidemocráticos «como la Unión Europea» (p. 243) y sus habituales soflamas: «El capitalismo ya no puede tolerar por más tiempo los caprichos democráticos y distributivos de las clases populares. Por eso, este es el momento de demandar más y más democracia. Puesto que, en la actualidad, como en el siglo XIX, ser comunista es ser demócrata y ser demócrata es ser anticapitalista” (ibídem). Sin palabras.

La parte tercera del libro lleva por título «Actualidad política» y contiene un único capítulo, «La crisis en España y en Europa». El primer tema que aborda es el del «populismo y la extrema derecha» desde la perspectiva de los ganadores y perdedores de la globalización. En el argumento de Garzón, «populismo» es una etiqueta que trivializa el crecimiento de la extrema derecha y hasta del fascismo. Pero lo cierto es que el propio Garzón utiliza la etiqueta después de unas erráticas consideraciones sobre el valor de la obra de Cas Mudde23. En todo esto, si de verdad busca claridad, le recomiendo que lea nuestra Geografía del populismo24. Naturalmente, a Garzón lo que le gusta es hablar de fascismo porque el populismo lo coloca en una tesitura incómoda. El comunismo se legitimó afirmándose como lo opuesto del fascismo y se atribuyó la victoria sobre el mismo, eso sí, corriendo un tupido velo sobre el pacto Mólotov-Ribbentrop25. Pero el populismo presente ha evidenciado que partidos con orígenes en la extrema izquierda y en la extrema derecha buscan por igual su ventana gramsciana de oportunidad, y Garzón no puede por menos de admitir que «hay algo que tienen en común las nuevas formas de fascismo y el socialismo» (p. 260).

Precisamente este tema, el fascismo y el comunismo como hermanos gemelos, fue tratado por Leszek Kołakowski26 al comparar el socialismo nacional con el socialismo internacional, es decir, el nacionalsocialismo y el comunismo. En su visión, el primer socialismo, basado en la idea de la superioridad de una raza o de una nación, no precisaba de «falsa conciencia». En cambio, el segundo totalitarismo preconiza el internacionalismo, el igualitarismo, la fraternidad, la paz universal, la liberación de la tiranía, de la miseria, del desempleo. De modo que el primer socialismo, el nacional, no necesita de grandes mentiras, es lo que es. Pero el segundo es la gran mentira encarnada27.

Tras soltarnos unas páginas poco felices sobre el Front National y sobre su réplica en la figura de Jean-Luc Mélenchon, Alberto Garzón, fiel a su estilo, nos suelta la frase lapidaria: «El fascismo mantiene una conexión vital con el liberalismo. Por un lado, es consecuencia del utópico proyecto liberal. Por otro lado, es también el último recurso que tienen los capitalistas para mantener a salvo la propiedad privada de los medios de producción» (p. 267). Lo malo de usar una antigualla como el leninismo para analizar el presente es que uno acaba por no enterarse de nada. Todos estos lugares comunes que nos repite Garzón vienen de que a Amadeo Bordiga, otro de los fundadores del Partido Comunista Italiano, le tocó hacer la ponencia sobre fascismo en el V Congreso del Komintern y allí se explayó con lo de que «el fascismo es la defensa del capitalismo en crisis» y que «la democracia burguesa es una forma camuflada de dictadura» y «que el fascismo es la forma abierta de dictadura burguesa»28. Ciertamente, el fascismo italiano fue el brazo armado de la plutocracia del norte italiano, pero de ahí a las afirmaciones de Garzón hay un buen trecho. Nuestro político habría de afrontar «los nuevos retos de la izquierda», tal como reza el subtítulo de su libro, con menos catequesis del partido y un poco más de análisis.

El segundo tema de este último capítulo es una reflexión sobre la izquierda y las clases populares, que reedita el enojoso asunto de que los autonombrados representantes de la clase trabajadora no gozan de su fervor electoral. Una tragedia para los comunistas. Después nos comunica unas reflexiones sobre la «crisis de régimen» en España, que debería abrir la ventana gramsciana posibilitadora de la revolución, pero no parece que la cosa esté muy clara. El siguiente tema, sin embargo, le es particularmente querido a Garzón y lo titula «Desmontar la Transición». Ya vimos que antes nos había dado un aperitivo con la comparación con Portugal, pero aquí se mete de lleno en el tema y lo une a otra de sus bestias negras: el papel del Partido Comunista de España en esa época.

El argumento de Garzón es que «los déficits democráticos que padecemos en España tienen su origen en la Transición» y que «la Transición no fue una ruptura con la dictadura, sino una negociación cuyo resultado dejó incólumes determinadas estructuras de poder y prácticas políticas del franquismo» (p. 288). El lector queda en suspense por las revelaciones que se nos anuncian, pero antes procede un ajuste de cuentas con «lo que llamamos la izquierda del régimen», que, al parecer, impugna «violentamente» la posición del autor. Qué es lo que pueda considerar un comunista déficits democráticos es un misterio profundo que no nos desvela: recordemos que España es uno de los países más democráticos del mundo. Pero que la violencia se la atribuya a quienes le critican parece un poco demagógico. Cuando uno lee el juicio que le merecen al autor las opiniones de Nicolás Sartorius, Javier Cercas o Gaspar Llamazares no puede por menos de pensar en el profundo declive intelectual del Partido Comunista de España y, en particular, resulta patético que Garzón, que no tiene nada en su currículo, quiera hacerse valer menospreciando a sus mayores.

Después del ajuste de cuentas viene una historia totalmente prescindible del Partido Comunista de España y su vinculación con la Unión Soviética, que le sirven al autor para apuntar que la democratización del PCE no fue resultado del aprendizaje después de experimentar el totalitarismo y el fracaso del comunismo en Unión Soviética, sino una muestra censurable para las nuevas generaciones comunistas de las debilidades de los comunistas de antaño. El argumento es sorprendente, porque Garzón menciona el reseñable cambio de posición de su partido: el PCE en la revolución húngara de 1956 apoya la brutal intervención soviética. Sin embargo, este mismo partido condena el aplastamiento en 1968 de la primavera de Praga. No obstante, nos quedamos sin saber la opinión de Garzón. Pasa sobre esta importante cuestión sin comentar, sin explicitar su posición y sin señalar si para el propio PCE el totalitarismo soviético se había vuelto indefendible. A él lo que le importa es otra cosa: denunciar la deplorable debilidad del PCE. Al parecer, la prueba evidente de esta debilidad es que el dictador muriera de muerte natural. Si le sirve de consuelo a Garzón, los dictadores portugueses murieron de muerte natural.

El pecado del PCE habría sido, según Garzón, que se legitimó el proceso de transición política y se creó en la «militancia comunista la sensación de que la negociación con los fascistas era, en realidad, un objetivo deseado e incluso el inicio del socialismo» (p. 298). La sofisticación intelectual de Garzón brilla en estas líneas, pero su altura moral se manifiesta un poco más adelante.

Según Garzón, hay un «relato-mito oficial» que nos habla de una «Transición pacífica», pero entre «1975 y 1982 se produjeron miles de actos de terrorismo de Estado, de terrorismo de movimientos de extrema derecha y de actuaciones represivas de la policía […]. Los cálculos más conservadores hablan de un escalofriante saldo de 320 víctimas mortales y más de mil heridos sólo entre 1975 y 1982» (p. 299). Que Garzón califique de fascistas a los impulsores de la transición democrática resulta preocupante, porque de la deshumanización a la eliminación hay un paso. Pero la manipulación que hace de la violencia durante la Transición es reseñable en una persona con estudios universitarios. Para ello Garzón recurre de nuevo al corta y pega con que había iniciado su libro. En primer lugar, se aprovecha del trabajo de Sophie Baby, quien en un lamentable ejercicio de petulancia académica denominó a su tesis sobre la violencia política en la transición democrática Le mythe de la Transition pacifique.

Evidentemente, el título viene de que, en medio de la concurrencia de publicaciones universitarias, resulta difícil llamar la atención sin recurrir a la paradoja. Pero si aceptamos que la autora se cree lo que ha puesto en el título, entonces habría que explicar a Baby que el carácter pacífico de la transición democrática radicaba en que no se había producido ni por un acto de fuerza, ni por un golpe de Estado, ni por una revolución, sino por el acuerdo de las fuerzas políticas que representaban a la inmensa mayoría de los españoles, que tenían la voluntad de ser una democracia europea más.

Esta inmensa mayoría de los españoles manifestó su deseo de cambio político de manera pacífica y rechazaron y condenaron todo tipo de violencia. Pero eso no quiere decir que los enemigos de la democracia no practicaran la violencia durante la Transición. Todo lo contrario, se emplearon a fondo para obstaculizarla y gozaron de apoyos exteriores importantes. Paradójicamente, esta violencia es la que le sirve a Baby para desacreditar el pacifismo de la Transición: no es que el tránsito de la dictadura a la democracia no hubiera sido pacífico, que lo fue, sino que en la sociedad hubo violencia política y, por tanto, según Baby, no fue una transición tranquila. En efecto, hubo mucha violencia, pero el pacifismo estuvo en al cambio político y no en los enemigos de la democracia. De ahí que el mérito sobresaliente de la Transición sea que fue posible y pacífica en medio de la hostilidad de los violentos y en unas condiciones económicas muy complicadas.

Con ser falaz, el argumento de Baby muestra al menos lo que no puede ocultarse, que de los 714 muertos que atribuye a la violencia política entre la muerte de Franco y la victoria socialista de 1982, si nos ceñimos únicamente a las organizaciones más criminales, ETA asesinó a 376 personas y los GRAPO a 63. Por cierto, ambos grupos, como el autor del libro que comento, profesaban el marxismo-leninismo. Lo extraordinario de Garzón es que al «desmontar la Transición», ni menciona a la inmensa mayoría de las víctimas, ni nos dice nada sobre sus correligionarios con pistolas. Porque para Garzón, a diferencia de Baby, la violencia de la Transición no la protagonizaron estos grupos, que, como ya he señalado, no son mencionados y sus víctimas no son contabilizadas, sino una amalgama de grupos de extrema derecha y policías que, como indiqué líneas arriba, arrojan «según los cálculos más conservadores […] un escalofriante saldo de 320 víctimas mortales y más de mil heridos sólo entre 1975 y 1982» (p. 299).

Para conseguir esta lista de muertos que condena al olvido a los de ETA y los GRAPO, echa mano Garzón de los datos de Gonzalo Wilhelmi sobre «las otras víctimas de una transición nada pacífica». Lo llamativo es que esas «otras víctimas» se convierten en las únicas víctimas de Garzón. Resulta interesante que, para juntar muertos, Wilhelmi hace entrar en el cómputo a todos los fallecidos en actos violentos relacionados con la policía y la extrema derecha en 1975 (el año completo: recordemos que el dictador murió en noviembre); y bajo la rúbrica «gatillo fácil» hace entrar a todas las personas que murieron por disparos de la policía al margen de cualquier consideración. Esto es lo que Garzón califica de «cálculo conservador». En fin, que la probidad del autor resulta en este punto más que discutible y, desde luego, el intento de Garzón de retorcer los hechos ocultando la verdadera dimensión de la violencia puede resultar claramente ofensivo para las víctimas.

Una vez desvelado este cuadro de represión y violencia «sistemática protegida por los nuevos demócratas» (p. 307), el papel de los viejos comunistas españoles, que aceptaron la reconciliación nacional y abrazaron la democracia como la vía hacia una sociedad socialmente más justa, queda rebajado al de meros comparsas de la continuación del fascismo.

Parece como si Garzón creyera que, a medida que baja del pedestal a sus camaradas que tuvieron la valentía de reconocer el valor de la democracia y luchar por ella, su figura se agrandara hasta convertirle en un gigante. Particularmente notable es su inquina contra Santiago Carrillo. Si para algunos, como su propio padre, Santiago Carrillo fue el traidor que llevó a las juventudes socialistas al Partido Comunista de España; o si, para otros, fue sobre todo el chekista responsable del terror rojo en Madrid, Garzón abre una nueva línea de crítica a Carrillo al convertirlo en ideólogo o legitimador de la transición democrática española, esto es, de disfrazar una derrota bajo el manto del éxito (p. 309)29. En un tono condescendiente que pretende ser generoso, Garzón da las gracias a los viejos camaradas, porque, si no hubiera sido por su lucha, «esta democracia se parecería más al franquismo» (p. 310) y nos anuncia que su ejemplo ha de servirnos para «conseguir una democracia real» (ibídem) que, al parecer, ellos bien no supieron, o no pudieron, o no quisieron alcanzar. Despejado el campo, Garzón se otorga un gran papel en la historia: convertir España en un Estado democrático.

Concluye el último y único capítulo de esta tercera parte con unas consideraciones sobre la cuestión nacional y el derecho de autodeterminación. Como en otros casos, la receta la da Lenin y su derecho de autodeterminación de los pueblos. Pero habría que recordar a Garzón que Lenin era partidario de la autodeterminación porque el Estado nacional, entendido como una unidad política y de lengua, era la base natural del desarrollo capitalista (precondición del socialismo); y que el Estado plurinacional, en su visión, era la manifestación del mundo reaccionario del imperio. El progreso para Lenin estaba en el Estado homogéneo, no en el reconocimiento del pluralismo nacional30. Cita Garzón en su ayuda «al sociólogo marxista» Benedict Anderson para concluir que lo único que se atreve a declarar es que «es incongruente ser marxista y nacionalista». En general, es mejor haber leído las obras que uno cita. El libro de Anderson está justamente dedicado a explicar por qué todos los movimientos marxistas que han triunfado han sido movimientos nacionalistas31.

Con su característica tendencia al eslogan, inicia Garzón las conclusiones con la afirmación de que «el comunismo se ha puesto de moda» (p. 317). ¿Seguro? Si así fuera, habría que preguntarle por qué no se presenta el Partido Comunista de España con sus siglas y en solitario a las elecciones. Ah, porque debe tratarse de una moda entre esas minorías de vanguardia que forman el Partido Comunista. Como siempre, la afirmación campanuda no va acompañada de datos que la respalden.

A lo largo de estas líneas he mostrado que el libro de Garzón es una verdadera profesión de fe comunista, esto es, que el autor comulga por completo con el credo divulgado por Lenin. Sin embargo, en ningún momento se nos explica por qué es comunista, ni tampoco cómo llegó a ser comunista. Tampoco se nos justifica cómo se puede ser comunista después del comunismo.

Cuando viajé de joven a la República Democrática Alemana, lo hice en un autobús que salía de la estación de Sants en Barcelona. En él viajamos todo tipo de gente, también comunistas de distintas procedencias. Entre ellos una chica de Madrid que se llamaba Nuria y que se llevó una bandera constitucional al viaje y que colocó en el cristal trasero del vehículo. Entonces la democracia que disfrutamos era patrimonio de los comunistas españoles y éstos se ufanaban de ello como algo que habían construido con su esfuerzo. Con este libro, Garzón les ha arrebatado esa bandera.

Ángel Rivero es profesor de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Autónoma de Madrid. Es autor La constitución de la nación. Patriotismo y libertad individual en el nacimiento de la España liberal (Madrid, Gota a gota, 2011). Acaba de publicar, con Javier Zarzalejos y Jorge del Palacio (coords.), Geografía del populismo. Un viaje por el universo del populismo desde sus orígenes hasta Trump (Madrid, Tecnos, 2017).

21/03/2018

1. El testimonio más detallado del coste humano del totalitarismo comunista es el libro de Stéphane Courtois et al., El libro negro del comunismo. Crímenes, terror y represión, trad. de César Vidal et al., Barcelona, Ediciones B, 2010. No obstante, la bibliografía sobre el horror totalitario comunista es inabarcable y comienza con la implantación misma del comunismo a comienzos del siglo XX. 
2. Aleksandr Solzhenitsyn, Archipiélago Gulag, 3 vols., trad. de Enrique Fernández Vernet y Josep Maria Güell, Barcelona, Tusquets, 2015. Otro episodio quizá menos conocido es el relatado por Nicolas Werth en L’île aux cannibales (París, Perrin, 2008) cuando más de seis mil «elementos socialmente peligrosos o parasitarios» fueron deportados en 1933 a la isla de Nazino, en Siberia, y abandonados a su suerte hasta convertirse en caníbales. El autor califica estos sucesos como un proceso de «descivilización» en pleno siglo XX. Werth ha publicado otras muchas obras dedicadas a testimoniar de manera minuciosa la barbarie del comunismo. 
3. François Furet, El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, trad. de Mónica Utrilla, Madrid, Fondo de Cultura Económica de España, 1995. 
4. Alexander Berkman, La rebelión de Kronstadt, trad. de Vicente Alexis Rodríguez Mendoza, Madrid, LaMalatesta, 2011. Manifiesto de los marineros de Kronstadt, «¿Por qué luchamos?», pp. 55-56. 
5. Quien tenga algún interés por estas cuestiones debe dirigirse al libro de Carl G. Hempel, Filosofía de la ciencia natural (trad. de Alfredo Deaño, Madrid, Alianza, 1999), que es el manualito del que, por lo que he visto en Garzón, han sacado sus apuntes unos cuantos. Es más breve, está bien escrito y, por lo que veo, sigue teniendo actualidad a pesar de los muchos años que tiene. A mí ya me lo pusieron mis profesores de lectura cuando era mozo. 
6. En consonancia con lo anterior uno esperaría una crítica a la ciencia comunista, al cientificismo de Lenin y a su Materialismo y empiriocriticismo o, mucho más entretenido, que nos relatara el affaire Lysenko y sus desastrosas consecuencias para la biología comunista, sí, comunista, porque la cuestión era, precisamente la defensa de una ciencia comunista frente a una ciencia burguesa. Garzón de esto no habla, pero sí, y mucho, más adelante, de una democracia burguesa y de una democracia comunista. Véase Sarah Zielinski, «When the Soviet Union Chose the Wrong Side on Genetics and Evolution»
7. Como curiosidad, la ecología política fue fundada en 1968 por Bertrand de Jouvenel, Arcadie. Essais sur le mieux-vivre, París, Gallimard, 2002. 
8. Svetlana Aleksievich, Voces de Chernóbil. Crónica del futuro, trad. de Ricardo San Vicente, Barcelona, DeBosillo, 2015. 
9. Georges Sorel, Reflexiones sobre la violencia, trad. de Florentino Trapero, Madrid, Alianza, 2005. «De Lenin cabría decir que, igual que Pedro el Grande, quiere forzar la historia […] pretende introducir en su patria el socialismo que, según los más autorizados maestros de la socialdemocracia, sólo podría venir detrás de un capitalismo muy avanzado», p. 358. Sobre el leninismo como, esencialmente, una táctica insurreccional, véase Curzio Malaparte, Technique du Coup d’État, París, Grasset, 2014. 
10. Claude Lefort, viniendo del marxismo, ha enfatizado que el totalitarismo comunista encuentra su límite justamente en el activismo obrero. El homenaje que rinde a los obreros húngaros y polacos en su lucha contra el totalitarismo puede verse en Claude Lefort, L’invention démocratique. Les limits de la domination totalitaire, París, Fayard, 1981. 
11. Un análisis detallado de la crisis de confianza en los sindicatos, que cambió para siempre la cultura política británica, puede verse en John Shepherd, Crisis? What Crisis? The Callaghan Government and the British “Winter of Discontent”, Manchester, Manchester University Press, 2013. 
12. Sobre la teoría leninista del partido totalitario, véase Mauricio Rojas, Lenin y el totalitarismo, Málaga, Sepha, 2012, pp. 48-70. 
13. Citado en Michel Winock, «Terreur et révolution», en Le XXe siècle idéologique et politique, París, Perrin, 2009. p. 41. 
14. Richard Pipes, Historia del comunismo, trad. de Francisco Ramos, Barcelona, Mondadori, 2002. La relación ambigua de los socialistas con la violencia puede verse en pp. 34-37. La teoría les empujaba a la revolución, pero en la práctica el reformismo ganó la batalla. En la visión leninista de Garzón late todavía la acusación de renegados que se completará con la de traidores que ha marcado históricamente el cisma entre comunistas y socialistas. 
15. Richard Pipes, op. cit., p. 60. 
16. Citado en Richard Pipes, op. cit., p. 60. 
17. Mira Milosevich, Breve historia de la revolución rusa, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2017, p. 161. 
18. Maximilien de Robespierre, Œuvres, 1866. Citado en Jean-Clément Marin, La Terreur. Part maudite de la Révolution, París, Gallimard, 2010. 
19. Garzón se hace un verdadero lío en relación con los derechos humanos y el liberalismo. Quizá le sirva de aclaración que la Déclaration des droits de l’homme et du citoyen de agosto de 1789 es un texto liberal, que consagra como derecho la propiedad y que ha sido criticado como «burgués» por el marxismo. La declaración que debería interesar a Garzón es la jacobina de 1793, en la que ya no son los representantes quienes la proclaman, sino que habla en nombre del «pueblo francés», y donde se declara la «felicidad común» como objetivo principal de la sociedad. Su artículo 27 permite que todo individuo que usurpe la soberanía sea asesinado al instante por los hombres libres. Evidentemente, esta segunda declaración no perduró y fue sustituida por una tercera en 1795. 
20. Claude Lefort, op. cit
21. Richard Pipes, op. cit. p. 70. 
22. Como curiosidad, la historiografía militante portuguesa ha iniciado un proceso de lustración del Partido Comunista Portugués, e intentando hacer ver que el único partido comunista estalinista de Occidente, el que nunca condenó ninguna tropelía de la Unión Soviética, que lo financiaba masivamente, fue, en contra de toda evidencia, un actor democrático en la transición portuguesa. Esta es la tesis de Raquel Varela, que además le sirve para establecer comparaciones con el Partido Comunista de España de Santiago Carrillo. Este revisionismo de la historia del Partido Comunista Portugués explica su apoyo presente a un gobierno del Partido Socialista, pero se compadece mal con la realidad histórica. Varela está intentando que las críticas de los maoístas al Partido Comunista Portugués se conviertan ahora en el currículo democrático que nunca tuvo este partido. Lo paradójico es que, si en Portugal está intentándose hacer un sitio al Partido Comunista Portugués en la historia de su democracia «burguesa», en España los intelectuales orgánicos del partido y sus compañeros de viaje están intentando lo contrario: reprochar al Partido Comunista de España su evidente protagonismo en la construcción de la democracia. 
23. Cas Mudde es un reputado experto en populismo. Véase Cas Mudde y Cristóbal Rovira Kaltwasser, Populism. A Very Short Introduction, Oxford, Oxford University Press, 2017. 
24. Ángel Rivero, Javier Zarzalejos y Jorge del Palacio (coords.), Geografía del populismo. Un viaje por el universo del populismo desde sus orígenes hasta Trump, Madrid, Tecnos, 2017. 
25. La alianza de los totalitarismos nazi y comunista se realizó el 23 de agosto de 1939. Desde el año 2009, el 23 de agosto ha sido instituido por el Parlamento Europeo como Día Europeo del Recuerdo de las Víctimas del Totalitarismo. Lamentablemente, España no se ha sumado a esta iniciativa, que mantiene vivo el recuerdo de quienes fueron víctimas del comunismo y del nazismo. Si se celebrara, los olvidos de Garzón serían menos presentables. 
26. Leszek Kołakowski, Comment être socialiste+conservateur+libéral, París, Les Belles Lettres, 2017. 
27. Ibídem, pp. 39-40. 
28. Michel Winock, op. cit., p. 68. 
29. Ya antes (pp. 300-304), Garzón realiza una crítica al eurocomunismo que es, de facto, una crítica a la democracia parlamentaria. El culpable, como siempre, Santiago Carrillo. Sobre las razones de Carrillo, que Garzón nunca cita, puede verse Eurocomunismo y Estado, Barcelona, Crítica-Grijalbo, 1977. 
30. «El Estado nacional es regla y norma del capitalismo, el Estado de composición nacional heterogénea es atraso o excepción […]. El Estado nacional es el que ofrece, sin duda alguna, las condiciones más favorables para el desarrollo del capitalismo», Vladímir Ilich Lenin, El derecho de las naciones a la autodeterminación, Barcelona, De Barris, 2000, p. 24. 
31. «Eric Hobsbawm is perfectly correct in stating that “Marxists movements and states have tended to become national not only in form but in substance, i.e. nationalist. There is nothing to suggest that this trend will not continue”», Benedict Anderson, Imagined Communities, Londres, Verso, 1991, pp. 2-3. 
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