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Seguridad, otra vez principal reclamo electoral

Como si el aumento de la violencia política no fuera en sí mismo un baremo alarmante de lo difícil que se está poniendo el ambiente electoral, la crisis de seguridad tiene su apartado más inquietante en el malestar social de una ciudadanía acosada por variopintas formas de criminalidad. Este clamor, casi que un grito ahogado mezcla de impotencia, indignación y enfado, se traduce en una exigencia clara: habitantes de las principales capitales de Colombia, entre ellas Barranquilla, quieren que su próximo mandatario (a) les resuelva el problema de inseguridad.

 

 

Hubo un tiempo, bastante aciago de nuestra historia, en el que la seguridad era el principal reclamo de los votantes en cada elección. A finales de los años 90 e inicios del nuevo siglo, los indicadores sobre ocurrencia de hechos violentos, como ataques a poblaciones, secuestros masivos, asesinatos selectivos, masacres y extorsiones, certificaban cómo los grupos armados ilegales, principalmente las Farc, Eln y AUC, ejercían una fortísima presencia y control en buena parte del territorio nacional. Indudablemente, vivíamos con miedo, mucho miedo. El que diga lo contrario, miente. Más de 20 años después, luego de obtener mejoras significativas en algunos de esos registros, siempre en medio de nuestra guerra inacabada, se vuelven a encender las alarmas por los temores de comunidades, no solo de zonas rurales, también en las áreas urbanas.

La antesala de las elecciones, ese reflejo en el que todos nos miramos porque ofrecen la posibilidad de recolocar las cosas en su justo lugar, o al menos eso creemos, confirma el acelerado deterioro de la seguridad nacional. A diario, en este volátil escenario se identifican, por un lado, acciones violentas focalizadas contra candidatos, liderazgos y partidos políticos en las regiones y, por otro, situaciones recurrentes en las que armados ilegales presionan a favor de sus aspirantes, impiden hacer proselitismo a sus rivales, algunos de los cuales ni siquiera pudieron inscribirse. Ese es el calibre de las preocupantes denuncias de gobernadores, alcaldes, entes de control o la Misión de Observación Electoral (MOE) que dejan en evidencia la falta de garantías en un proceso sin vuelta atrás, con más de 31 millones de ciudadanos convocados a las urnas.

Como si el aumento de la violencia política no fuera en sí mismo un baremo alarmante de lo difícil que se está poniendo el ambiente electoral, la crisis de seguridad tiene su apartado más inquietante en el malestar social de una ciudadanía acosada por variopintas formas de criminalidad. Este clamor, casi que un grito ahogado mezcla de impotencia, indignación y enfado, se traduce en una exigencia clara: habitantes de las principales capitales de Colombia, entre ellas Barranquilla, quieren que su próximo mandatario (a) les resuelva el problema de inseguridad.

Que los ciudadanos sitúen, de lejos, a la seguridad como su principal exigencia electoral no deja bien parado al Ministerio de Defensa y, en general, a la Fuerza Pública, señalada de un repliegue estratégico innegable. Su balance de los primeros siete meses del año muestra más sombras que luces debido al fortalecimiento de grupos armados ilegales que aumentaron no solo su presencia, sino también el control social y de las rentas ilícitas, tanto en la ruralidad como en ciudades grandes e intermedias del país, donde copan espacios a través de sus outsourcing criminales.

Si bien es cierto que este año se ha reducido el número de asesinatos, masacres, acciones terroristas contra bienes del Estado e infraestructura crítica, el secuestro ha crecido un 86 %, frente al mismo periodo de 2022. También subió la extorsión, desde esos call centers del delito que son las cárceles del país: lo sabemos de sobra porque lo padecemos por activa y por pasiva. Súmele aumentos en la trata, el robo a personas, de residencias y vehículos, entre otros. La demostrada ineficacia de la justicia en los procesos de judicialización tampoco contribuye a devolver la tranquilidad a comunidades bajo el acoso del crimen.

Como señalaron analistas a EL HERALDO, la seguridad, un asunto de lo más primitivo de los seres humanos, se ha convertido en una suerte de supervivencia cotidiana con la que deben lidiar. Si se saben derrotados no podrán disfrutar de las otras dimensiones de su vida. Aunque los alcaldes sean la primera autoridad de Policía y les corresponda garantizar la convivencia y la seguridad en su jurisdicción, no tienen una varita mágica para solucionarlo todo. Así no funciona. Quienes resulten elegidos, sí o sí tendrán que articularse con el Gobierno nacional, que por el momento sigue en deuda con quienes insisten en reclamar cambios en la política pública de seguridad. Esta debe ser la piedra angular para asegurar la paz total, pero hasta ahora ni rajan ni prestan el hacha.

 

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