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Ser mujer en Afganistán

Una guerra interminable, una sociedad dominada por los hombres, violencia machista, costumbres arcaicas… La mayoría de las mujeres afganas sufre trastornos psicológicos. Es el estrés postraumático del que no se habla en los medios. Por Jonas Berg / Fotos: Kiana Hayeri

La mujer encargada de velar por la ley y el orden en Kabul teme a la paz. Sentada en el salón de su casa, sostiene una pistola en las manos: debe estar preparada por si la guerra termina algún día, dice. «Cuando llegue la paz, él vendrá a por mí. Intentará matarme, pero no lo conseguirá si yo lo veo antes», asegura.

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La mujer de la pistola se llama Shamila y tiene 47 años. Frente a ella, el televisor vomita las noticias. Siempre las mismas: atentados, talibanes, combates… Shamila ya se ha acostumbrado, como todos en Afganistán. Pero no son las malas noticias las que le dan miedo a Shamila. Son las buenas.

Su exmarido es un talibán que fabrica chalecos explosivos para los atentados suicidas y tuvo a Shamila secuestrada durante mucho tiempo. Consiguió escaparse de él hace unos años y huyó con sus cuatro hijos a Kabul.

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Zeinab, de 16 años, está gravemente traumatizada desde que vio como su cuñado rociaba a su hermana con ácido y la dejaba al borde de la muerte. Zeinab cuenta esta historia con voz monótona y sin rastro de emoción

Hace unos meses, Shamila vio por la tele a su exmarido caminando tan feliz por una calle de la capital. Shamila se quedó sin aire. Sabe que su marido quiere vengarse.

Las llamadas se producen a última hora de la tarde, a veces en plena noche. Un número oculto y una voz que susurra: «Eres una mujer indecente. Te cogeré y luego os cortaré la cabeza a ti y a los niños».

El suicidio antes que el asesinato

Desde que vio ese vídeo, Shamila vuelve a sufrir ataques de pánico. Empiezan con un hormigueo en la cara. Luego, esa sensación de tener una soga oprimiéndole las costillas; los temblores, los calambres, los ahogos. Y el mundo empieza a dar vueltas, hasta que todo se vuelve oscuro y acaba vomitando.

«Es el pasado que intenta apoderarse de mí», dice. Y en Afganistán recordar no trae nada bueno. Shamila lo sabe muy bien. Trabaja en una unidad de la Policía criminal dedicada a investigar asesinatos de mujeres. Cuando acude al lugar de los hechos, se encuentra con que se han prendido fuego o que se han colgado del ventilador del techo; o las halla con heridas de arma blanca, cortes en los brazos, rostros magullados. Algunas son víctimas de hombres. Otras, de sí mismas. No se puede decir que las haya matado la guerra, pero sí esa violencia que anida y prospera en las guerras.

El estrés postraumático se asocia a los soldados occidentales que han combatido en Afganistán. Para estas mujeres, la guerra no acaba nunca

Aunque no hay estudios sobre el número de afganos que sufren problemas psicológicos después de 40 años de enfrentamientos constantes, algunos expertos calculan que puede alcanzar el 75 por ciento de la población. Las secuelas son depresión, trastorno por ansiedad o trastorno de estrés postraumático: ‘TEPT’ lo llaman los psicólogos.

Normalmente, el estrés postraumático se asocia a los soldados occidentales que han combatido en Afganistán, tipos que vuelven a casa y que de repente se tiran al suelo del supermercado porque creen que les disparan. Soldados que llevan dentro la guerra cuando retornan a la paz. Pero Shamila nunca ha salido de la guerra.

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Shazia, de 17 años, se queja de dolores de estómago y náuseas constantes. En el hospital, no han hallado ningún motivo que explique sus síntomas. Shazia dice que quiere estudiar Economía

En la comisaría, nadie sabe nada de los ataques que sufre Shamila. Allí todos la llaman Chula Katarnach, la ‘tía dura’.

A la mañana siguiente, con el sol asomando por el horizonte, Shamila, de pie ante el espejo, se alisa el uniforme. Del cinturón cuelgan un par de esposas, una cartuchera con munición y la pistola Walter P1 plateada dentro de su funda de cuero. Hay dos tipos de mujeres en la Policía, dice Shamila mientras se coloca un pañuelo de color lila en la cabeza: las que se ponen un burka para ir al trabajo como forma de protegerse de los ataques y las que son como ella. «Pero la mayoría no aguanta tanto como yo», comenta con una risa áspera. Para los islamistas, los policías son colaboradores del invasor. Hace una semana mataron a docenas de cadetes. Nada fuera de lo normal.

Pero Shamila no está dispuesta a que eso la afecte. Lo dice mientras señala un estrecho pasaje que lleva a un bloque de viviendas. El secuestro se produjo en una callejuela como esta. Shamila tenía 12 años cuando se la llevaron. Eran muyahidines que en aquella época, los años ochenta, luchaban contra los invasores soviéticos. La llevaron a Pakistán, donde la obligaron a casarse con un combatiente de alto rango mucho mayor que ella. En los dos años que Shamila pasó con él hasta que murió, nunca le pegó y la dio de comer. Tuvo dos niños.

Luego la entregaron a un sobrino, llamado Saber. Shamila solo tenía 15 años y ya la habían casado dos veces. Saber obligó a Shamila a entregarle sus hijos a un familiar. Shamila lloró y gritó, presa de la desesperación. Le pegaron hasta que, finalmente, se calló.

En sus consultas, la psicóloga hace constantes referencias a Dios. En Afganistán, la psicoterapia es tan variada como las culturas del mundo

Su marido la veía como la encarnación del pecado. Shamila había ido al colegio y sabía leer y escribir. Está maldita, decían los parientes de su marido. Nos traerá la desgracia. Cuando la familia se sentaba a cenar, Shamila tenía que quedarse a un lado, mirando. A veces le daban las sobras; a veces, nada. Saber solo se acercaba a Shamila por la noche, entraba en el diminuto y sucio cuarto en el que dormía. Cuando se iba, su olor y las náuseas se le quedaban pegados a la piel.

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La doctora Nadia, de 26 años, estudió Psicología en Pakistán y es una de las pocas psicoterapeutas que hay en Kabul. A su consulta acuden cada día alrededor de una docena de pacientes traumatizados. Intenta explicarles que los dolores del alma afectan al cuerpo

Saber le pegaba, la golpeaba con los puños, con varas, con palos. Algunas veces de forma tan brutal que le rompía algún hueso. Por culpa de estas palizas sufrió varios abortos. Shamila enterraba los fetos detrás de la casa, a los pies de una acacia.

Con la guerra en la cabeza

A mediados de los noventa, Saber se unió a un grupo nuevo, que prometía liberar Afganistán de los señores de la guerra y la corrupción: los talibanes. Como era buen artesano, enseguida lo pusieron a fabricar trampas bomba y chalecos explosivos para los suicidas. Shamila tenía claro que más pronto o más tarde su esposo la mataría. Y huyó. Le costó dos intentos y casi la vida, pero huyó.

Al escuchar cómo habla de su cautiverio, y de su fuga, da la impresión de que fueran dos mujeres diferentes narrando la misma historia. Su voz cambia, sube y baja, pasa de suplicante a agresiva en segundos. La chica se convierte en policía y luego vuelve atrás.

Cuando llega a la comisaría, ya solo es la policía. Aquí trabajan 345 agentes, 14 son mujeres. Shamila es la de mayor rango. En su oficina se amontonan docenas de casos. En su opinión, hay dos motivos que explican por qué los crímenes contra mujeres son tan frecuentes: el primero, los hombres; el segundo, las mujeres.

A veces, dice Shamila, por la calle se me acercan mujeres desconocidas para hablarme de sus miedos. Por favor, tienes que ayudarme, le dicen, no sé qué hacer. Y ella no sabe qué responderles. ¿Qué puede hacer ella? Solo es una policía.

En un hospital a siete kilómetros de la comisaría, otra mujer escucha a diario historias similares. La doctora Nadia es una de las pocas psicólogas que hay en Kabul y, aunque Shamila y ella nunca se han visto, se puede decir que las dos lidian con el mismo problema. vivir con la guerra en la cabeza.

«Escucha a los médicos, no a tus parientes»

La doctora Nadia está en su diminuta consulta con una mujer cubierta por un burka y con el rostro hundido entre las manos. Viene del campo y está muy enferma. Ha perdido muchos hijos en la guerra y sufre depresión y ataques de pánico.

«Señora doctora, siempre estoy mareada. Y el dolor del pecho no se me va nunca».
«Ya te lo he explicado muchas veces. son la ansiedad y el estrés los que te hacen sentir ese dolor en el pecho. Respiras como te he enseñado?».
«Lo he intentado».
«Acuérdate: ¿por qué las personas nos ponemos tan tristes? Por las cosas que nos han pasado. Los sentimientos influyen en nuestra cabeza. Y nuestra cabeza influye en nuestro cuerpo».

Algunas de estas mujeres son víctimas de la guerra; otras, de los hombres e incluso de sí mismas. El dolor no las mata, pero las va destruyendo poco a poco

La doctora Nadia señala una pizarra en un rincón de la consulta. Un monigote y muchas flechas, con un corazón de gran tamaño en un extremo. Utiliza la pizarra para que sus pacientes comprendan lo que les ocurre. A muchos de ellos les asusta la posibilidad de acabar internados en un sanatorio, dice la psicóloga. La paciente solo tiene 26 años, es una mujer guapa, su rostro habla de una infancia feliz. Lleva la cabeza cubierta con un colorido y caro pañuelo de seda, impecable después de los muchos pacientes del día.

Son tantos que Nadia a veces tiene que tratarlos a la vez.

«Mis parientes me han dicho que mi enfermedad me va a matar», cuenta la mujer.
«Tus parientes son unos incultos. No saben de lo que hablan. Los doctores son listos, han estudiado, haz lo que te dicen los médicos y no lo que te dicen tus parientes».
«Pero no quiero morirme».
«La muerte está en manos de Dios. Nadie sabe cuándo morirá. Y si no lo sabemos, ¿para qué preocuparse?».

La forma en la que la doctora habla con sus pacientes, severa y con referencias constantes a Dios, resulta extraña a oídos occidentales, pero en Afganistán se aprende enseguida que la psicoterapia puede ser tan variada como lo son las diferentes culturas del mundo.

Algunos expertos aseguran que, después de 40 años de enfrentamientos, el 75 por ciento de la población sufre problemas psicológicos

Nadia nació y creció en el vecino Pakistán, también estudió allí. Su padre, un hombre de negocios afgano, la convenció para ir a Kabul con él. Eso fue hace dos años. Quería ayudar a su país a sanar, dice.

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Shamila, de 47 años, es madre de cuatro hijos, trabaja en una unidad de la Policía criminal de Kabul y se dedica, sobre todo, a investigar asesinatos de mujeres. Ella misma está traumatizada. Raptada por muyahidines, violada y maltratada por su marido, sabe que si él vuelve querrá matarla

Para ello confía en la fortaleza de los afganos, en su resiliencia. En su capacidad para sacar fuerza de las crisis. Si hay algo en lo que los afganos tienen práctica, es precisamente en eso.
Mujeres como Shamila son el mejor ejemplo, asegura Nadia. «A veces da la impresión de que han convertido el ayudar a otras mujeres en una estrategia para superar su propio destino. Y eso es bueno. Aunque, a la larga, no las protege de los ataques».

A última hora del día, mientras la joven psicóloga lleva ya un buen rato de vuelta a su mansión de las afueras, Shamila se asoma al balcón de su apartamento. Mira las calles tranquilas, solo hay unos niños jugando al fútbol. ¿Ha pensado alguna vez en hacer terapia?

Sí, contesta Shamila, lo que pasa es que no sabe muy bien adónde ir. Además, el dinero apenas alcanza para la comida y los gastos de los niños. Se queda un rato mirando un avión que atraviesa las nubes colgadas sobre las montañas. Durante unos segundos, unas lágrimas parecen asomar a sus ojos. Justo en ese momento suena el teléfono. Es de la comisaría. Shamila vuelve a estar de servicio.

Samira se prendió fuego a sí misma

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Samira (con el rostro vendado) era una niña inteligente y con habilidad para los idiomas. A los 11 años la obligaron a casarse. Desde ese día, su vida estuvo marcada por las palizas. Tres veces intentó matarse con matarratas. En junio se roció con petróleo y se prendió fuego. Días después de que se tomara esta foto en un hospital de Kabul, Samira se marchó… contra la opinión de los médicos. Murió a consecuencia de sus quemaduras. Tenía 17 años.

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