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Sergio Ramírez: Las cartas sobre la mesa

 

Hay una serie de valores generalmente entendidos para definir a una generación literaria, entre ellos que las fechas de nacimiento de los escritores que la forman sean próximos; la convivencia personal; un hecho histórico contemporáneo frente al cual tomen una posición decisiva; y que frente al anquilosamiento de la generación que les antecede renueven de alguna manera la literatura, hasta llegar a crear un nuevo canon.

Si nos atuviéramos a la regla de las edades, la generación del boom no sería tal, dada la notable disparidad de edades entre dos de sus integrantes, pues Julio Cortázar, nacido en 1914, resulta más bien contemporáneo de Octavio Paz; y entre el propio Cortázar y Mario Vargas Llosa, nacido en 1936, hay más de veinte años de distancia. Contemporáneos entre sí sólo serían Carlos Fuentes (1927) y Gabriel García Márquez (1928).

Me he puesto a hacer estos cálculos al terminar la lectura de Las cartas del boom, recién publicado por Alfaguara, que contiene la correspondencia sostenida entre ellos cuatro a lo largo de casi cuarenta años, entre 1955 y 2012, primero un escarceo tímido, luego un fuego cruzado intenso, exultante, en los años sesenta y setenta, y al final algunos pocos disparos de despedida; unas pocas cartas, y cablegramas de felicitación por premios, o pésames. Pero todo suenan ya distante, como esos desfiles majestuosos que tras cruzar el escenario terminan con redobles de tambores que se alejan tras bambalinas.

Si nos atenemos al requisito de la convivencia personal, esta sobra. Se trata de una amistad desenfadada que no pocas veces llega a mostrarse íntima. Se envían entre ellos los originales de las obras que preparan, o las ya concluidas, se elogian y se critican, el más severo y sincero de todos es Cortázar. Y todos se muestran conscientes de que participan de un fenómeno de renovación, de que están dando en el clavo con un nuevo estilo, un nuevo lenguaje, una nueva manera de escribir; y apuntan sus dardos, con mucho sentido del humor, y no pocas veces de manera despiadada, contra sus antecesores, convencidos de que están librando a la narrativa latinoamericana de las rémoras de los vernáculos, del peso muerto del regionalismo y de la caricatura del indigenismo.

Es la misma conciencia que tuvieron los modernistas de que cumplían una tarea innovadora frente a una literatura agónica, y Rubén Darío supo expresarlo en los prólogos de sus libros, que funcionan como verdaderos manifiestos estéticos. Si sumáramos como requisito generacional la existencia del manifiesto literario, uno o varios, estas cartas cruzadas entre los escritores del boom hacen ese papel.

El modernismo produjo un solo estilo de colorida pirotecnia, con muy escasas variantes o diferencias entre sus autores. En el boom no hay un solo estilo. Hay cuatro, sin puntos de comparación. El realismo mágico extraído de la piedra filosofal del Caribe vocinglero donde no existe la verdad y reina la mentira bien contada, solo pertenece a García Márquez, un estilo devastador, de matrícula única, que en lugar de seguidores solo consiguió imitadores. La exageración en él “no es una manera de alterar la realidad sino de verla”, dirá Vargas Llosa en Historia de un deicidio.

Pero el espíritu de identidad que campea entre los cuatro los lleva a proponerse proyectos conjuntos, una novela a dos manos entre García Márquez y Vargas Llosa sobre la guerra de 1932 entre Perú y Colombia; otra novela colectiva sobre dictadores latinoamericanos, proyectos a los que Cortázar aparta el cuerpo. Y juntos firman declaraciones políticas, manifiestos de protesta.

Y si hablamos de manifiestos, Rayuela de Cortázar lo es, no tanto del grupo como de toda una generación para la que funciona como un manual de conducta personal y social, un rechazo lleno de humor e ironía al código de costumbres establecido; y Cortázar llegó al punto de crear una nueva conciencia, la de cronopio, frente a los famas detestables y los tímidos y vacilantes esperanzas.

La mayor empresa para crear una nueva visión de la historia a través de la novela compromete la obra de Carlos Fuentes, la ambición de usar la ficción como espejo único y valedero de todos los entramados del pasado y volverlos presente. Y es el propio Cortázar quien, en sus lecturas de los manuscritos de las novelas de Vargas Llosa, descubre que está frente a algo que antes no ha encontrado en ninguna parte, el entrevero de tiempo y espacio en planos simultáneos, una escena, una situación, un diálogo que conduce a otro desde un pasado más lejano a otro más cercano, o al presente.

Y, siguiendo con la cartilla, si hay un hecho histórico trascendental, de cara al cual los cuatro del boom se sitúan en primer plano, es la Revolución cubana, primero con fervor unánime, los más cercanos Cortázar y Vargas Llosa, y Fuentes y García Márquez más críticos: “Si los amigos cubanos se van a convertir en nuestros policías, se van a llevar, al menos por mi parte, una buena mandada a la mierda”, le dice García Márquez a Fuentes en marzo de 1967; “…que no se olviden de que estamos con ellos por convicción y no por miedo de que nos pongan presos”.

En 1971, la prisión del poeta Heberto Padilla y el escándalo de su confesión de culpabilidad posterior -el famoso caso Padilla- se convierte en un parte aguas; se crean contradicciones insalvables entre ellos; Fuentes y Vargas Llosa se vuelven críticos del régimen de Fidel Castro, en tanto Cortázar y García Márquez se mantienen cercanos.

Esta generación creó también algo nuevo: sacó a la literatura latinoamericana de las catacumbas, de las tiradas domésticas de libros y de su circulación local, y creó un nuevo mercado, no solo en español, sino en el mundo. “Para mí que el famoso boom no es tanto un boom de escritores como un boom de lectores”, le dice García Márquez a Fuentes en 1967, recién aparecido Cien años de soledad.

Un libro epistolar como pocos, porque es el retrato de una época.

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