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Simbologías del poder

A Elizabeth Marín, por enseñar a mirar

 

Si algún poder tienen los símbolos es el de revelársenos con toda su elocuencia en los momentos y lugares más insospechados. El pasado 28 de julio, importante efeméride chavista, volvía yo a casa cuando me topé con un pequeño camión estacionado frente a un edificio gubernamental. Me sorprendió la carga que traía, visible porque estaba descubierta. Al centro de la plataforma de carga, cuidadosamente sujeta con cuerdas, había una curiosa silla, más bien una especie de trono, con alto espaldar y apoyabrazos. La madera, barnizada de un espantoso marrón claro (“color pupú” le decíamos en la escuela), estaba bruñida y adornada con incontables volutas y ornamentos. Para colmo, la tapicería del respaldar y el asiento era de terciopelo rojo chillón. Si alguien me hubiera pedido clasificar el estilo de aquella silla, me hubiera costado decidirme entre el rococó tropical y el estilo colonial americano, o quizás una parodia de ambos. La verdad, el mueble me hacía recordar los actos culturales que hacíamos en la primaria por el diecinueve de abril. El trono, visiblemente el asiento principal, estaba flanqueado por dos sillas de menor tamaño aunque del mismo estilo. Dos “tronitos” con tapicería amarilla, obviamente reservados a subalternos. En el suelo, también cuidadosamente amarradas, un par de pequeñas astas del mismo color con la bandera nacional y la del estado. A un lado apilados una serie de paneles con los colores del estado estaban sin duda destinados a armar el telón de fondo para la escena. No pude con la curiosidad, me acerqué y pregunté al chofer: “¿Es que viene el gobernador?” “Parece que es el Consejo Legislativo”, me dijo. En efecto, “Gobierno Socialista y Revolucionario”, decía uno de los paneles.

Fue hace mucho tiempo, en un libro de esos que marcan para siempre, que aprendí sobre el carácter teatral del poder y sus símbolos. En El poder en escenas. De la representación del poder al poder de la representación (París, 1992), Georges Balandier (1920-2016) explica que expresiones como “la escena política” o “actor político” son mucho más que una metáfora. Las tesis de Balandier son esclarecedoras: el poder se manifiesta de manera teatral, y en ese sentido sus formas y símbolos adquieren una importancia esencial en tanto que representación y liturgia. Balandier se inspira en el teatro ateniense como acto político, cuyas raíces, lo sabemos, se hunden en el culto dionisíaco. Liturgia y poder se expresan, pues, a través de símbolos en una performance compleja.

Sería una estupidez parafrasearlo. Dejemos que el mismo autor nos lo diga. Para Balandier, “el gran actor político dirige lo real por medio de lo imaginario. Puede, por otra parte, centrarse en una u otra de las escenas, separarlas, gobernar y hacerse él mismo espectáculo” (trad. española, Barcelona, 1994, pp. 17-18). “El objetivo de todo poder es el de no mantenerse ni gracias a la dominación brutal ni basándose en la sola justificación racional. Para ello, ni existe ni se conserva sino por la transposición, por la producción de imágenes, por la manipulación de símbolos y su ordenamiento en un cuadro ceremonial” (p. 18). “Tan pronto la dramaturgia política traduce la formulación religiosa, el escenario del poder queda convertido en réplica o manifestación del otro mundo”. “Constituye entonces una reserva de imágenes, de símbolos, de modelos de acción; permite emplear una historia idealizada, construida y reconstruida según las necesidades y al servicio del poder” (p. 19).

En este contexto, la figura del héroe resulta fundamental: “Sin embargo, es a partir del mito del héroe que con mayor frecuencia se agudiza la teatralidad política. La autoridad que engendra es más espectacular que la teatralidad rutinaria y sin sobresaltos. El héroe no es en principio apreciado por ser el «más capaz» (…) Es por su fuerza dramática por lo que el héroe es reconocido”. “La sorpresa, la acción y el éxito son las tres leyes del drama que le otorgan existencia. Y debe respetarlas todavía en el ejercicio del gobierno, manteniéndose fiel a su propio papel, mostrando cómo la suerte continúa prefiriéndolo a él frente a los demás” (p. 19). Y más adelante: “Las nuevas técnicas han puesto a disposición de la dramaturgia política los instrumentos más poderosos: los medios de masas, la propaganda, los sondeos políticos (…) Es entonces cuando denunciamos la transformación del Estado en «Estado-espectáculo», en teatro de ilusiones” (p. 20).

Y continúa aún más allá: “El pueblo queda transformado en una multitud de figurantes fascinados por el drama al que les incitaba a participar el dueño absoluto del poder. En los países de régimen socialista, en los que el Estado personifica el poder, la fiesta constituye la oportunidad para que la sociedad se muestre «idealmente» en el plano espectacular. El desfile, la procesión militar y civil, son las expresiones ceremoniales del dogma y de la pedagogía de los gobernantes” (p. 21). “América Latina, fundamentalmente desigualitaria y sometida a los efectos del dominio exterior, ha engendrado –y todavía sabe de ello- el henchido de poder. Los gobernantes adornan su mediocridad de maneras en las que se mezcla lo grosero de las autarquías con la tragedia que sufren los pueblos”. “Un buen número de los nuevos Estados tropicales merecería ser clasificado bajo tal capítulo. Teatralizan hasta el exceso, levantan sus decorados sobre la pobreza de la mayoría y alardean de poderes eximidos de todo control. La buscada grandeza acaba degradándose en una grandilocuencia nefasta y frecuentemente grosera” (p. 22).

Veintiocho años después, es imposible revisitar el libro y no encontrarlo, por decir lo menos, clarividente. Pero el asunto no es nuevo. Las cualidades escénicas de la colina de la Acrópolis son, antes como ahora, evidentes para todo aquel que se acerca a Atenas desde al mar como para el que la observa desde las colinas que la circundan. Es imposible no contemplar la Roca Sagrada en el medio del valle costero, el mármol del Partenón resplandeciendo sobre los edificios, de modo que su valor simbólico como centro de la vida ateniense es más que evidente. Lo supo Jerjes I cuando la tomó en el 480 a.C. y se instaló allí, saqueando y destruyendo el viejo templo, el “Hecatónpedon”, como cuenta Heródoto en su Historia (VIII 53). Lo supo también Pericles, cuando no escatimó recursos para reconstruirlo aún más grandioso y espectacular, dice Plutarco en su Vida de Pericles, todo en mármol del Pentélico con tejas de mármol de Paros. Ictino y Calícrates fueron sus arquitectos bajo la supervisión de Fidias, quien asumió también sus célebres relieves y la espectacular Atenea crisoelefantina (en oro y marfil), la estatua de doce metros que se alza al centro de la nave. El Partenón era, lo sabemos, el templo dedicado a la diosa Atenea Parthenos (“la virgen”), pero también el lugar donde se guardaba el tesoro federal de la Liga de Delos. El templo existe como entorno escénico para un maridaje nada casual: política y religión.

Que la arquitectura clásica sirvió como repositorio de imágenes para el repertorio oficial, al menos en esta parte del mundo, es algo bastante estudiado. El Partenón será el paradigma. Columnas, capiteles, escalinatas, relieves y frontones constituyen una gramática icónica, sistema de símbolos para la representación de un poder que busca legitimarse en las figuras de un pasado fundacional, en un pasado griego. Solidez y firmeza es su mensaje. El palacio de gobierno, el parlamento, el capitolio, constituye el símbolo de un poder que se pretende estable en el tiempo, de allí que aluda a un pasado idealizado. En toda Europa y América surge, a la sombra del Neoclasicismo, un discurso arquitectónico compuesto fundamentalmente por estos elementos con el objeto de constituir la escena propicia y legitimar el drama político. Uno solo de ellos no proviene de la arquitectura griega, y es la cúpula que domina la mayoría de estos edificios destinados a servir de albergue a la vez que de figurativización del poder. La cúpula no es griega. Se inspira en el Panteón de Agripa en Roma, la gran cúpula romana. Es, pues, herencia de la Urbe, había que esperar por las innovaciones que llevaron a cabo los romanos en materia de ingeniería. Así, desde el Capitolio de Washington al Panteón de París y el Reichstag en Berlín, pasando por el Capitolio de La Habana o el Congreso de la Nación en Buenos Aires, hasta nuestro más sincrético y tropical Palacio Federal Legislativo, con su cúpula dorada, su patio de palmeras y sus capiteles corintios.

Cuentan las crónicas que, el día de la coronación de Napoleón como emperador  de Francia, el interior de la catedral de Notre-Dame fue absurdamente decorado como un templo romano. ¿Por qué habría que disfrazar a la Catedral de Notre-Dame de templo romano? La pregunta se responde con otra: ¿Por qué querría Napoleón parecerse a César y a Augusto? Puede entenderse por qué me impactó tanto el toparme con aquellas esperpénticas sillas, imitaciones de tronos con su tapicería roja, color regio por excelencia, imaginario falaz, utilería cursi para la escena de un sainete ambientado en la colonia y la monarquía, tantos años y después de tantas “revoluciones”.

 

 

 

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