Simone Veil, una vida del siglo XX
Simone Veil (1927-2017) encarnaba tres momentos decisivos en la historia del siglo XX, como ha escrito Anne Chemin: el Holocausto, los derechos de las mujeres y la integración europea. Judía laica, había estado internada en Auschwitz. Como ministra de Sanidad en Francia, impulsó la liberación de la mujer facilitando el acceso a los anticonceptivos y promoviendo la ley del aborto. En 1979 se convirtió en la primera mujer presidenta del Parlamento Europeo, elegido por primera vez por sufragio universal.
Veil, cuyos restos descansarán en el Panteón, contó estas y otras experiencias en su libro de memorias Une vie (hay traducción al castellano en Clave Intelectual), que incluye entre sus apéndices su discurso de defensa de la ley de interrupción voluntaria del embarazo y su discurso inaugural en el Parlamento Europeo. Algunos de los momentos más impactantes están relacionados con la catástrofe familiar ocasionada por el nazismo. Simone Jacob había nacido en Niza y fue arrestada poco después de hacer el Bac (la ocupación italiana, explica, fue mucho menos severa que la alemana). El padre y el hermano de Veil fueron deportados a Lituania; ella tardó décadas en saber dónde habían muerto. Veil, una de sus hermanas y su madre fueron trasladadas a Auschwitz-Birkenau.
Nada más llegar le aconsejaron que dijera que tenía dieciocho años en vez de dieciséis y medio, lo que posiblemente le salvó la vida. Más tarde una kapo se apiadó de ella: le dijo que era demasiado guapa para morir allí y la mandó, junto a su madre y su hermana, a un destino menos peligroso. Fueron trasladadas a Bergen-Belsen, donde su madre murió de tifus. (Veil y su hermana también contrajeron la enfermedad.) La otra hermana de Veil, Denise, detenida cuando estaba en la resistencia, estuvo internada en Ravensbrück.
Después de la guerra Simone Veil estudió en Sciences Po, y allí conoció a su marido Antoine, que sería inspector de finanzas. Tuvo tres hijos y muy poco después del final de la contienda estuvo viviendo en Alemania: tanto ella como su marido fueron tempranos impulsores de la reconciliación franco alemana. (Madeleine, la hermana que estuvo con Veil en Auschwitz, falleció en un accidente de tráfico, cuando iba a visitarla. El hijo de Madeleine, que era un bebé, murió en los brazos de Simone.)
Creía que para ser independiente una mujer debe tener un oficio. En sus memorias cuenta cómo a veces esa determinación causaba problemas con su marido. Renunció a una carrera de abogada y pasó una oposición de magistratura en 1956. En el ministerio de justicia se ocupó de asuntos penitenciarios: en Une vie, por ejemplo, habla de las condiciones de las presas y de los encarcelados por terrorismo durante la guerra de Argelia.
Habla varias veces con aprecio de Germaine Tillion y casi siempre manifiesta desacuerdos con De Gaulle. Una de sus preocupaciones era la memoria de la Shoah. Le desagradaba la visión edulcorada que el general daba de la actitud de los franceses durante la Segunda Guerra Mundial, aunque tampoco aprobaba películas o versiones que le parecían demasiado negativas: no le gustaba Le Chagrin et la pitié, por ejemplo, y señalaba que otros países habían tenido porcentajes más altos de judíos deportados. (En la parte final del libro también critica con acierto La vida es bella.)
Fue ministra de sanidad entre 1974 y 1979, cuando Giscard d’Estaing era presidente y Jacques Chirac era primer ministro; volvió a ocupar el cargo en los años noventa. Aunque hizo muchas otras cosas, como equilibrar las cuentas del instituto Pasteur, su tarea más importante fue la ley de interrupción voluntaria del embarazo, que se votó en las dos cámaras en 1974 y entró en vigor en enero del año siguiente, tras una gran polémica. La derecha se dividió y la izquierda apoyó la norma, que permitía el aborto hasta las diez semanas de embarazo. El enfoque tenía que ver con la salud pública: trescientas mil mujeres se sometían al año a intervenciones ilegales que las ponían en peligro y a veces dejaban lesiones de por vida. (Algunas, si podían permitírselo, iban a otros países.) “Quiero compartir una convicción de las mujeres. Me excuso por hacerlo ante una asamblea casi exclusivamente constituida por hombres: ninguna mujer recurre al aborto alegremente”, declaró en la asamblea. Defendía que la intervención debía ser el último recurso; según la ley no estaba cubierta por la seguridad social, salvo en casos de necesidad económica.
Veil, que logró la inhibición de la Iglesia católica a cambio de reconocer la objeción de conciencia (pensaba que un poco más tarde, con una Iglesia más conservadora, habría sido imposible), recibió el apoyo de muchos médicos, amenazas antisemitas de la extrema derecha y críticas muy duras de sus propias filas. Jean-Marie Daillet la acusó de querer resucitar los hornos del nazismo; otro puso una grabación donde se podía escuchar el corazón de un feto; otro la acusó de promover el regreso de la eutanasia. En una entrevista posterior, Veil contaba que algunos de los que se oponían a la despenalización, en una cámara abrumadoramente masculina, obligaban a sus amantes a abortar. El debate en la asamblea fue largo y bronco; el del senado, contrariamente a lo esperado, fue más sencillo.
Hay muchos otros elementos interesantes en las memorias: su apuesta por Europa y la memoria del Holocausto (fue presidenta de honor de la Fundación de Memoria del Genocidio), su retrato de muchas personalidades de la política francesa (apreciaba a Sarkozy y detestaba a Bayrou) y de algunos de sus mecanismos, su aprecio por la literatura y la música, la descripción de las complicidades, tensiones y tragedias familiares.
Era una mujer centrista que impulsó cambios revolucionarios. Se sentía muy alejada del comunismo, pero en algunas de sus posiciones tendía a la izquierda y discrepaba con su círculo. Admiraba a Raymond Aron y alertó tempranamente del peligro del Frente Nacional. Frente al tópico, defendía algunos aspectos de mayo del 68: “no todo se reducía a delirios izquierdistas”, escribe. Se definía como ciudadana de Europa: aunque no le gustaban muchas cosas de Mitterrand, defendía su europeísmo; creía que haber sometido la Constitución Europea a referéndum había sido un grave error. Nunca se quiso quitar el tatuaje del campo de concentración: uno de sus hijos recordaba lo visible que era en verano, cuando llevaba los brazos desnudos.