Socialismo azul
«Entre la amenaza autoritaria de Sánchez y la presencia en el gobierno futuro de partidarios de un regreso al peor pasado, el dilema del 23-J es poco atractivo»
Ilustración de Erich Gordon.
Mi amigo el historiador napolitano Giuseppe Galasso, años después ministro de la república, ironizaba cuando conversé con él a principios de los años 80, sobre la degradación que aun caracterizaba a su ciudad. ¿Qué diferencia a Nápoles —se preguntaba— de los puertos árabes del este del Mediterráneo? La respuesta era que en todos esos puertos siempre había un barrio europeo, mientras que en Nápoles, no. La broma puede ser aplicada a nuestra política nacional. A pesar de la bendición proporcionada por la hoy presidenta Meloni, la diferencia entre Vox y otros partidos posfascistas europeos, es que en estos, como en el fascismo fundacional de Mussolini, siempre hubo y hay un componente de modernidad, y en Vox hoy, no.
Lo hemos constatado al leer los cien puntos de su programa electoral de 2023, y las peripecias sobre la formación de gobiernos de comunidad y ayuntamientos. Digámoslo con claridad: Vox no es un partido posfascista; en lo esencial, lamentablemente por la carga de sinceridad de adhesiones a Vox que conozco a título personal, es un partido neofranquista o, si se quiere, posfranquista.
El fenómeno puede parecer extraño. La historia de la transición democrática es también la del sorprendente hundimiento del franquismo político, en el cual colaboraron tanto quienes apostaron por un eficaz transformismo en dirección a la democracia, con Adolfo Suárez al frente, y aquellos que optaron por lo que entonces se llamó «el búnker», la negativa a todo cambio, en imitación de lo que trató de instaurar como presidente Carrero Blanco, bloqueando así toda reforma desde el interior que no supusiera el salto al vacío de la democracia. El franquismo quedó inerme, salvo para intentar el golpe de Estado del 23-F.
¿Democracia sin franquismo? Las cosas fueron más complejas, porque la obra maestra de Manuel Fraga Iribarne consistió en llevar a los sectores reformistas del franquismo al interior del sistema democrático. Había fracasado en su intento de modernización conservadora desde el régimen y el precio a pagar ahora fue la espera y una ambigüedad, disipada al estar el 23-F al lado de los buenos. José María Aznar consumó la maniobra. Gobernaba en España un partido conservador y a diferencia de lo que sucedía en Francia o en Italia, el fascismo o sus variantes históricas se habían desvanecido.
En realidad, el componente tradicional del PP aseguraba su supervivencia dentro de su propio marco organizativo (ejemplo, Abascal) Ante la amenaza del independentismo en Cataluña, crecido en democracia, el anquilosamiento de la era Rajoy, y el desafío exterior de unas Leyes de la Memoria que canonizaban a la España republicana, como el cielo frente al infierno, el movimiento de extrema derecha cobró forma, asentado sobre las vacilaciones de su matriz PP.
«Sociológicamente existe un amplio espacio de confluencia entre Vox y el PP»
¿Queréis volver a la Guerra Civil? Pues aquí estamos nosotros, y en este punto la coincidencia de PP y Vox fue plena. Una causa justa, movida desde un miope sectarismo ideológico, provocó la respuesta. Al modo del mal puntillero.
El espejismo ha surgido de pensar muchos que Vox es siempre un ala insatisfecha del PP, desgajada por su posición en el péndulo entre moderación y radicalismo. Sociológicamente, esto es tener una base, no en términos políticos, aunque no pueda ignorarse, y Feijóo haría mal en ignorarlo, que existe un amplio espacio de confluencia entre Vox y el PP. El acuerdo de Valencia no es solo un simple caso de oportunismo por parte de unos líderes populares, ávidos de llegar cuanto antes al poder, aunque posiblemente también es eso.
El problema reside en que en esta inesperada asignación de la condición de enemigo principal a Feijóo, más que al PP, Vox ha puesto sus cartas sobre la mesa, tal y como lo hiciera Podemos en 2019. No se trataba entonces de introducir cambios de mayor calado en la política del partido de izquierda mayoritario, sino de introducir su política íntegra en las áreas de gobierno que le fuesen conferidas. Al haber llegado al «sí es sí» y a una ley trans antifeminista, no resulta necesario buscar nuevos ejemplos. Recuerdo la lamentación del ministro socialista con quien en vísperas de las elecciones de hace cuatro años colaboré para dar argumentos a Sánchez en el debate frente a Podemos: «No hubo más remedio», se lamentó luego. El coste para todos está a la vista.
Con Vox sucede lo mismo. De un lado está su estrategia de avance como auténtica derecha, en competencia abierta con el PP, y de otro su participación en gobiernos de coalición que tiene un objetivo irrenunciable: imponer el núcleo de sus políticas. Desde este ángulo, hay que entender la estrambótica presentación de Tamames como candidato imposible a la presidencia del Gobierno. Era un modo de demostrar el ridículo de las instituciones democráticas, sirviéndose de ellas. Y sobre todo, aun a costa de proporcionar a Pedro Sánchez y a Yolanda Díaz, la ocasión dorada para la plataforma de ambos, la gran ocasión de marginar al PP. Lo que ahora planea con su intransigencia para la formación de coaliciones, sigue esa regla: o el PP acepta lo fundamental de nuestro ideario, o no gobernará. Ahora y después del 23-J. Aquí confío en la seriedad de Vox, «impasible el ademán».
Santiago Abascal lo explica de manera bien gráfica. A su juicio, el PP es «el socialismo azul». Es decir, PP y PSOE son lo mismo: enemigos de la verdadera derecha y de la verdadera España que Vox encarna. Una estupenda demostración de ceguera y sectarismo. Tal actitud reproduce la adoptada por Falange en los años 30, de la que muchos de Vox se ven como herederos, frente a la CEDA. Pero las diferencias existían, como en las mismas vísperas de la guerra civil mostraron las sucesivas entrevistas de Jean Herbette, embajador de Francia: uno quería corregir en sentido autoritario el régimen (Gil Robles), otro «una operación quirúrgica» que extirpara del país a la Antiespaña (Franco). Coincidentes en la contrarrevolución, sus enfoques diferían trágicamente.
«Sin el feminismo de las últimas décadas no existirían los actuales derechos de la mujer»
Si leemos su programa, Vox se sitúa sin reservas en esta segunda dirección. ¿Qué otra cosa es la restauración de la unidad de España, la prohibición de los partidos independentistas, la supresión de la autonomía de Cataluña y del Concierto vasco? Al 36 en línea directa. Lo peor es que he conocido gente de Vox que lo siente de corazón. Como al parecer tantos progresistas que se sueñan como milicianos, eso sí, sin las molestias del frente. Algo que también sucedía entre tantos revolucionarios de 1936.
Por lo demás, arcaísmo puro y duro. Puedes irritarte ante la deriva experimentada por el feminismo en manos del Ministerio de Igualdad (avalado por los cínicos Pedro Sánchez y Yolanda Díaz, inicialmente votantes entusiastas del «sí es sí»), pero no negar desde el fondo de tu ignorancia que sin el feminismo de las últimas décadas no existirían los actuales derechos de la mujer ni la lucha contra la maldición de la violencia de género. Una cosa es insistir en la importancia de la violencia intrafamiliar, y otra hacer de ella el instrumento para despreocuparse de lo que sufren otras mujeres.
Negacionismo en el tema de las vacunas, lucha contra el ecologismo (y contra los carriles bici), españolismo de pandereta, vivan los toros, ausencia total de programa económico salvo rebaja fiscal a ultranza, son aspiraciones legítimas de gentes que añoran un pasado, pero que ahora paradójicamente arruinan las expectativas conservadoras. Pedro Sánchez les explica claramente cuál es su papel: contaminar e invalidar la alternativa de derecha de cara a una opinión pública cuyo objetivo era ante todo librarse del autoritarismo de Pedro Sánchez. Lo cumplen fielmente, el Gobierno lo celebra con entusiasmo.
Entre la amenaza autoritaria de Pedro Sánchez, para la democracia como tal y para el régimen constitucional, y por otra parte la presencia en el gobierno futuro de tan firmes partidarios de un regreso al peor pasado, el dilema del 23-J es poco atractivo.
François Mitterrand hizo nacer la extrema derecha de Le Pen para seguir gobernando; Pedro Sánchez no lo necesita, porque inconscientemente Vox le hace al trabajo. Claro que tal vez el propósito de ambos no sea simplemente afirmarse en el marco democrático. Los objetivos declarados les llevan más allá.