Soledad Morillo Belloso: El no país
La calle era la vía de tierra y también esa con negro asfalto. También era la acera y la plaza, el parque, la oficina y la tienda, el café, el botiquín y la arepera, el hospital y el ambulatorio, la universidad, el laboratorio y la cancha deportiva, la sala, el cuarto y el pasillo de la vivienda; era el sindicato y el gremio, la barbería y la peluquería, la farmacia, la verdulería y el mercado. Era el teatro y el periódico. Calle era el partido político y la ONG. Calle era la iglesia, de cualquier confesión, y el rezo. Era el autobús, el metro, el taxi y el por puesto. La televisión, la radio y el chat de WhatsApp. Era la cámara y el micrófono. Era el Twitter, el YouTube y el Instagram. Era la marcha, las cacerolas que sonaban, la bandera puesta de cabeza. Era el hablar, el escuchar, el escribir y el leer. Era el asunto permanente de discutir, debatir, exigir, reclamar, retar. Era el no conformarse, no aceptar domesticación de nadie, no dejarse ningunear. Calle era cuestionar al poder que se creía por encima. Era luchar para votar para elegir y no meramente simular. La calle era la ciudadanía que no se arrodillaba ante nadie, fuere vestido de civil, de uniforme o de sotana. La calle era el estudiante que cuestionaba al profesor y lo inundaba de chorros de por qué. La calle era el periodista que indagaba sin cesar. Calle era el intelectual que se planteaba dudas, bajaba a tierra y buscaba respuestas.
No existe democracia sin calle, tanto como no existe nación sin ciudadanos. Una democracia sana tiene calle, necesita mucha calle. Estar en la calle, hacer en la calle. El ciudadano en la calle obliga al que se cree superior a escuchar, a atender. La calle es el contacto con la realidad, con la verdad, con la vida, con la demanda de respeto a los derechos y la enseñanza de la importancia de los deberes.
Todo eso es la calle. Y mucho, mucho más. La calle no es silencio. Nunca. Y sí, la calle es “sangre, sudor y lágrimas». Es “dejar de llorarse las mentiras y pasar a cantarse las verdades”.
El chavismo perdió la calle. Hace rato. Y la oposición se extravió en la calle. Hace rato. Los políticos de cualquier color olvidaron que no hay política sin liderazgo. De discusiones serias pasaron a una vulgar pelea de perros, a dentelladas, por una presea de latón. Las élites se refugiaron en conversaciones de zoom, en bodegones impolutos y en ríos de posts en las redes con narraciones de su propia versión de Matrix. La clase media (devaluada) resuelve, dentro de sus propios linderos. No hay agua, pues se instala un tanque y se compran camiones. No hay electricidad, pues se compra una planta. Y así con todo. Los jóvenes sienten más emoción por el último reggaeton que por el país. Un vendedor de fruslerías on line presume de emprendedor y algunos hasta se creen empresarios. Siete millones cien mil venezolanos se fueron. Y cada uno de ellos le produjo al señor ese una alegría inconmensurable. Cada noche se fue a la cama feliz cual lombriz, a hacer realidad su frase «duermo como un bebé». Y los sobrinos liberados nos saludaron, con el tercer dedo.
Así, de estar en la calle en el país, de copar esquinas y aceras, de luchar por el otro y no solo por mi propio yo, pasamos a este desierto donde «los cujíes lloran de dolor».
Miles de historias tiene la tragedia de Las Tejerías. Allí el agua y la negligencia tejió un grueso paño con el color de la desgracia. Tres días de duelo nacional que no pasaron de un réquiem desafinado. El antónimo de la empatía no es la antipatía, es la indiferencia.
Los niños regresaron a las escuelas. Y las encontraron destruidas. No fue que nos pasó la pandemia. Pasó y arrasó la desidia, la irresponsabilidad, que hizo metástasis. Le dieron vía libre al desaliento, al desamor. Olga Ramos murió y hasta su último respiro luchó por hacer entender que un niño sin estudios está caminando por la vereda de la pobreza, de la delincuencia, de la involución.
Ya nadie se acuerda del país que tuvimos, de la nación que fuimos. Algunos insultan al gran poeta diciendo que ese país no fue sino «vapores de la fantasía». Ya no hay calle. Ni vestigios de democracia. Solo hay erróneas e ignorantes interpretaciones del «carpe diem». Somos la coincidencia geográfica de un gentío atrapado en un denso, maloliente y triturado destino. Cada cual a lo suyo. A esto se llega cuando se le da a los depredadores patente de corso. Al «no país».
Y Caleca habla, escribe, recorre el país, con sensatez. Ojalá millones lo escucharan. Ojalá los tantos «aspirantes a la silla» entendieran que de la pelea de perros solo queda el sangrero.
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