CulturaGente y Sociedad

Soledad Morillo Belloso: Una buena cena acaba con todo lo malo

Textos de Soledad Morillo Belloso - Fundación Pedro Grases

 

Encarnación decía —y lo decía con la certeza de quien ha vivido más de una guerra doméstica y más de un aguacero sin techo— que una buena cena acababa con todo lo malo que hubiera podido pasar en el día. No lo decía como consuelo, sino como receta. Como quien sabe que el alma también tiene estómago.

Vivía en una casa de patio ancho y cocina abierta, donde el fogón era altar y la mesa, escenario. Allí, entre el hervor del arroz con coco y el tintineo de los cubiertos, Encarnación deshacía las penas del día como quien revuelve una salsa para que no se corte. Si alguien llegaba con el ceño fruncido, ella no preguntaba qué había pasado. Ponía a calentar el guiso, sacaba el pan del horno, servía un poco de vino o guarapo, y decía: “Siéntate. Come. Ya después hablamos, si hace falta”.

Y casi nunca hacía falta.

Porque en su mesa no se servía sólo comida. Se servía tregua. Se servía silencio compartido, cucharadas de calma, migas de ternura. El arroz con pollo tenía el poder de reconciliar hermanos peleados. El sancocho de gallina, de esos que huelen desde la esquina, podía hacer llorar a un hombre que no lloraba desde niño. Y el dulce de lechosa con clavos y canela era su manera de decir “te perdono” sin pronunciarlo.

Encarnación no sabía de terapias ni de mindfulness, pero sabía que el cuerpo, cuando se siente cuidado, le baja el volumen al resentimiento. Que una arepa bien asada puede ser más eficaz que un sermón. Que el calor de una sopa puede derretir el hielo de un malentendido.

Una noche, cuando ya estaba vieja y el mundo parecía más ruidoso que nunca, alguien le preguntó si no se cansaba de cocinar todos los días. Ella se rió, se limpió las manos en el delantal y dijo: “Cansarme, sí. Pero rendirme, no. Porque mientras haya cena, hay esperanza”.

Y así fue. Encarnación murió un martes, justo después de servir la cena. En la mesa quedaron los platos vacíos, las servilletas arrugadas y un olor a guiso que tardó días en irse. Pero sobre todo quedó su certeza, su legado: que una buena cena no sólo alimenta, salva.

Y desde entonces, cada vez que alguien en la familia se siente al borde del abismo, alguien dice: “Vamos a cocinar algo. Como hacía Encarnación”. Y entonces, el mundo, para todos, por un rato, vuelve a tener sabor.

 

Soledadmorillobelloso@gmail.com – @solmorillob

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Mira también
Cerrar
Botón volver arriba