CulturaLibrosLiteratura y Lengua

Sorayda Peguero Isaac: El mal de Darwin

En sus largos paseos en solitario suele llenar sus bolsillos de pequeñas fantasías. Le gusta la historia natural, el coleccionismo de sellos, monedas, conchas marinas y minerales. Se emociona al sentir el cosquilleo de un escarabajo agarrado a la punta de su nariz. Sus aficiones son variadas, y se han fijado con tal fuerza en su carácter que se entrega con entusiasmo a cada una de ellas. Pasa muchas horas leyendo las tragedias de Shakespeare, sentado en el muro de una ventana que hay en la escuela del señor Butler. La escuela no es su lugar favorito en el mundo. Algunos aspectos de la disciplina académica le parecen un incordio. Pero aprecia la belleza de los poemas de Byron, las odas de Horacio y Las estaciones de Thomson. Muchos años después, el anciano en que se convertirá ese niño conocido como Charles Darwin, el hombre que consagrará gran parte de su vida a la teoría de la evolución, volverá la vista atrás y lamentará la pérdida de todas esas cosas que tanto le gustan.

“No soy capaz de leer ni un verso de poesía. Hace poco intenté leer a Shakespeare y me pareció tan insoportablemente aburrido que me asqueó. He perdido también casi toda mi afición a la pintura o la música (esta, en vez de deleitarme, generalmente hace que me ponga a pensar con demasiada intensidad en lo que he estado trabajando). Conservo cierta afición por los paisajes hermosos, pero no me procuran el delicioso placer de antaño”. Darwin creía que los daños eran irreversibles. Decía que su mente se transformó en una máquina que se dedicaba a recopilar grandes cantidades de datos para producir leyes generales, y que la falta de uso de algunas zonas de su cerebro le había provocado la pérdida de emociones estéticas que le aportaban felicidad.

No hace falta ser un genio para sufrir el mal de Darwin. Imagino ese mal como un azote de apariencia inofensiva, una simpática carita amarilla con vocación de tragaldabas, como Pac-Man, el personaje de un popular videojuego inventado en los años 80. Nuestro cerebro es el laberinto por el que Pac-Man avanza, devorando todos los puntos que encuentra en su camino. Digamos que esos puntos son nuestras aficiones, porque su misión es que nos mantengamos fieles a una rutina productiva la mayor cantidad de tiempo posible; que le robemos horas al silencio, a la contemplación y al feliz vagabundeo del que muchas veces surge el asombro. Como las cosas que no le reportan beneficios a su causa representan un estorbo para él, aquí no se salva ni Shakespeare.

Hermann Hesse decía que los placeres moderados exigen coraje. A ese coraje podríamos añadirle un entrenamiento diario y consciente. Si nuestra cultura nos empuja al deseo ansioso de hacer y poseer, al mito de la productividad y a una feroz economía de la atención, ¿quién tiene tiempo para la belleza de las cosas inútiles? Hemos olvidado que, ante las pequeñas adversidades de la vida, la belleza casi todo lo puede. Montados en la rueda del ajetreo, y sin espacio suficiente para que se manifieste el lenguaje de la intuición, es probable que lleguemos a un punto sin retorno en el que tendremos que aceptar, como lo hizo el viejo Darwin, que la enmienda no es posible: “Si tuviera que vivir de nuevo me impondría como regla leer poesía y escuchar música al menos una vez por semana, pues quizá de ese modo las partes de mi cerebro que ahora están atrofiadas se habrían mantenido activas por el uso”. No es preciso que pongamos un pie en el otro extremo, retirarnos a una comuna hippie para oler las flores del campo y predicar las bondades del amor y la paz. La cuestión no es apearse definitivamente de la rueda, la cuestión es reconocer la necesidad vital de saber parar.

 

sorayda.peguero@gmail.com

 

 

Botón volver arriba