Sorayda Peguero: Linda Valaida
Louis Armstrong decía que era la mejor trompetista del mundo, después de él. Armstrong la llamaba “Little Louis” (pequeña Louis). Su nombre era Valaida, Valaida Snow, que también tocaba el clarinete, el saxofón, la mandolina, el arpa, el violín y el bajo. Una chica pizpireta y con suerte, un prodigio de la naturaleza que tenía dos ojos como dos pájaros insomnes.
En ciertos momentos, cuando uno la escucha interpretar My Heart Belongs To Daddy, y cuando, en la misma interpretación, arranca con un solo de su trompeta, en momentos así, uno llega a pensar que Valaida Snow es el pago de una vieja deuda de la belleza.
La belleza siempre paga.
Una chica precoz, Valaida, que cuando tenía 15 años recorrió Estados Unidos con una banda de jazz. Reina y señora del escenario. Cantaba, bailaba, tocaba la trompeta. Gesticulaba con toda la cara: con los ojazos, las manos, con esos labios gruesos. Dicen que aquello era un espectáculo digno de ver. Después se fue a Europa, donde la reina de los Países Bajos —Guillermina Elena Paulina María de Orange Nassau— se rindió a sus pies: le regaló una trompeta de oro.
Una chica caprichosa, Valaida, que nació en 1904, en Chattanooga (Tennessee), que tenía dos macacos con los que se paseaba en limusina por las calles europeas; ella, vestida como una diva, ellos, de rigurosa etiqueta y con el pelo pintado de rosa.
—Deberías regresar a Estados Unidos— le dijo Josephine Baker en París. Era la primavera de 1940. Baker estaba preocupada, intuía que las cosas se pondrían feas. Pero Valaida no le hizo caso. Se fue a Dinamarca. Allá la alcanzaron los nazis. La acusaron de tráfico y consumo de drogas, le quitaron su abrigo de visón, sus joyas, el dinero que había ganado en sus conciertos, el regalo de la reina, todo. En la prisión danesa de Wester-Faengle, Valaida recibía una ración diaria de papas hervidas y seis azotes, con un látigo cubierto de arena y alquitrán. Para los nazis, Valaida no era un ser humano. La llamaban “cerdo negro”.
Afortunadamente, Valaida pudo regresar a Estados Unidos. Después de lo vivido, Valaida dijo que la inteligencia, la música y el baile podían ser más fuertes que el látigo. Que desde esas regiones de la belleza era posible resistir, enfrentarse a la ceguera del odio.
Esta misma mañana de domingo, en un video que puede verse en YouTube, vi al periodista peruano Phillip Butters diciendo que el futbolista ecuatoriano Felipe Caicedo no es humano, que si se le hiciera una prueba de ADN se confirmaría que es un mono, un gorila que podría contagiar el ébola con una mordida. Cerré la ventana.
Después escuché My Heart Belongs To Daddy. Escuché la voz de Valaida, su música. Ella vino a rescatarme del asco. Vino a despejar cualquier atisbo de duda, a dejarme claro que ella sabía, que tenía razón: el arte puede ser más fuerte que el látigo.