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Sorman: Hay que salvar la globalización

La guerra contra Ucrania es la imagen más aterradora de la desglobalización. Rusia, que en 1991 deseaba incorporarse al orden civilizado y que por un momento estuvo tentada de hacerlo, partió en sentido contrario para mayor gloria de una raza rusa que es un mito, y de su Iglesia ortodoxa, que es un partido político

El progreso de todas las sociedades humanas se ha basado siempre en el intercambio, en la circulación de ideas, personas y mercancías. Esto es cierto y se ha comprobado desde el principio de los tiempos. Sin embargo, se sigue comprendiendo poco y se lleva mal. Muy a menudo, atribuimos al ‘otro’ las desgracias del momento y, craso error, se defiende como solución el replegarse sobre uno mismo, sobre la propia comunidad y sobre el propio país. Así, es una constante atribuir el desempleo a la competencia extranjera, cuando en realidad es causado por la innovación técnica y en absoluto por el intercambio. Recuerdo hoy estos pocos hechos porque en este momento la globalización está siendo bombardeada por una sobreabundancia de peligros.

Una primera amenaza es política, es cierto: los franceses han vuelto a elegir como jefe de Estado a un presidente liberal, favorable al libre comercio y a la cooperación europea. Tanto mejor, pero no podemos olvidar que, al mismo tiempo, su adversaria populista, Marine Le Pen, ha obtenido el 42 por ciento de los votos con un programa xenófobo, antieuropeo y antiglobalización, como si todas las desgracias vinieran de fuera. Además, aboga esencialmente por producir todo localmente para consumir todo localmente; una receta segura para un desastre asegurado, suponiendo que fuera técnicamente posible, que no lo es.

Lo que también amenaza la globalización, como un nubarrón negro de tormenta, son los virus y la guerra. Pero, que yo sepa, las pandemias siempre han burlado las fronteras y los cordones sanitarios; la globalización ha transportado el Covid-19, pero el intercambio de conocimientos y las donaciones mundiales de vacunas, en particular a los países más pobres, permiten esperar que remita. También en este caso el repliegue sobre sí mismos o la preferencia por una vacuna nacional (como en Rusia y en China) no son una cura, sino una demagogia mortífera.

Alejarse de la globalización para glorificar la nación, la etnia y la tribu no solo empobrece y provoca enfermedades, sino que también alimenta los conflictos: la guerra civil y la guerra internacional. Los movimientos nacionalistas, sean ingleses o catalanes, halagan el ego de quienes se entregan a ellos, pero no benefician la cultura, el empleo o la paz ciudadana. Obviamente, la guerra contra Ucrania es la imagen más aterradora de la desglobalización. Rusia, que en 1991 deseaba incorporarse al orden civilizado y que por un momento estuvo tentada de hacerlo, partió en sentido contrario para mayor gloria de una raza rusa que es un mito, y de su Iglesia ortodoxa, que es un partido político, pero no una religión cristiana.

El conflicto de Ucrania, por el contrario, ilustra cuánto nos beneficiamos de la globalización, la mayoría de las veces sin ser conscientes de ello, y cómo la desglobalización podría muy bien destruirnos. Los campesinos africanos ya no pueden producir ni alimentar a su comunidad, porque sus fertilizantes procedían de Ucrania y ya no les llegan; en su caso, la desglobalización lleva directamente a la hambruna. De igual modo, el repliegue de China sobre sí misma, en nombre de una estrategia estrictamente nacional para luchar contra el Covid-19, está privando a China de ingresos y al resto del mundo de repuestos, esenciales para nuestras industrias. Por si hiciera falta demostrarlo, juntos nos enriquecemos mutuamente, separados nos empobrecemos.

Volvamos al caso francés y a nuestras elecciones. Los adversarios de Emmanuel Macron le han reprochado violentamente que haya declarado en varias ocasiones que no existe una cultura francesa en sí misma, ya que está formada por mil aportaciones extranjeras, que es un crisol y que es mestiza. Esto es evidente desde la conquista romana y desde que una reina de Francia, procedente de Italia, introdujo el tenedor en la corte. La cocina francesa no existiría si no hubiera sido enriquecida por descubrimientos extranjeros. ¿El plato favorito de los franceses? Hoy es unánimemente el cuscús, que nos llega de nuestras antiguas colonias magrebíes. Cada pueblo podría y debería interrogarse de esta manera sabia o deliberadamente trivial, sobre los fundamentos de lo que apresuradamente se denomina cultura nacional.

La semana pasada, al evocar en esta página de ABC las razones fundamentales para la supremacía de Estados Unidos, señalé que le debía mucho a su cosmopolitismo cultural, por eso Google sólo podía ser estadounidense.

El intercambio está en la naturaleza del hombre; oponerse al intercambio es solo una pose política, que contradice nuestras inclinaciones espontáneas. Lo que se califica con el término algo pomposo de ‘globalización’ (libre intercambio es mejor, pero es demasiado exclusivamente económico) no es, por tanto, la construcción teórica de unos pocos economistas, tecnócratas y empresarios imperialistas.

No, la globalización es la traducción de lo más humano que hay en nosotros. Desde su aparición, el hombre viaja, no piensa más que en descubrir lo que hay más allá de su territorio. El espíritu de descubrimiento está inscrito en nuestra naturaleza y fabrica nuestra cultura. La desglobalización, que amenaza por las razones ya expuestas -pandemia, demagogia y guerras elegidas-, sería pues una deshumanización. Al negarnos a rendirnos a la desglobalización, luchamos contra nuestra deshumanización.

 

 

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