Política

Space cowboys

González y Guerra saben que los suyos no les van a hacer caso pero quieren escribir con dignidad su propio epitafio

Mereció la pena perderse al Madrid en la Champions para asistir a la reaparición del tándem de González y Guerra, juntos después de tanto tiempo y tantos desencuentros para llamar a sus correligionarios a la resistencia. Una resistencia que en el fondo, más que contra la amnistía al golpe separatista, es contra el final presentido de una época. Su época, la que ellos representan y el sanchismo está borrando como quien elimina las huellas de un palimsesto en una tela vieja. Sí, lo votaron, y tal vez lo volverían a hacer –o no, quien sabe ya– si pudieran, algo que sólo se puede comprender desde la lealtad autobiográfica y el sentido de pertenencia a un partido, es decir, a una religión, a una secta. Quizá la combativa requisitoria dual del Ateneo madrileño sólo fuese una manera de despejar alguna clase de mala conciencia. Con todo, dejó una estampa de historia viva y de coraje moral, todo lo tardío que se quiera pero comprometido en la defensa de valores e ideas.

Rodeados de los ya escasos vestigios del socialismo veterotestamentario –las ‘senectudes socialistas´ que proponía Rubalcaba–, comparecieron como Clint Eastwood y sus astronautas veteranos en una última aventura de ‘cowboys’ del espacio. O como Robert Mitchum y John Wayne en ‘El dorado’, reunidos al cabo de años de distancia para combatir al malo. Sólo que el malo es esta vez el heredero del liderazgo que ellos forjaron. Y un tipo duro de verdad que ha logrado convertir el PSOE en un aparato plebiscitario cuyos militantes y altos cargos le comen en la mano. Lo de la otra noche fue un acto de insumisión, repleto de molinetes y puñetazos como una pelea de ‘western’, que abría la tentación de pensar en una ruptura interna, en una sacudida de rechazo cismático. Improbable: más bien se trataba de una postrera, melancólica reivindicación de la importancia del pasado. Dos gigantes históricos –César y Pompeyo, decía hiperbólicamente Borbolla– esforzándose en escribir con dignidad su propio epitafio. A sabiendas de que deben intentarlo aunque no les vayan a hacer caso.

Porque, salvo una sorpresa aún mayor que la de julio, el pacto de la infamia con el separatismo está cerrado, la ley de impunidad casi redactada y el poder repartido. En unos meses, como sucedió con los indultos y otras volteretas políticas que Guerra desgranó con esa ácida guasa suya, el escándalo de estos días caerá en el olvido de un cuerpo electoral acrítico. El consenso constitucional será una reliquia abandonada, un vestigio remoto, un anacronismo, apenas unas líneas –si las hay– en los libros de texto de un sistema educativo líquido. Y las voces patrióticas del miércoles serán sólo el eco de una derrota generacional, un lamento jeremíaco –y por tanto profético– impregnado de pesimismo. A Sánchez hay que reconocerle el prodigio de haber juntado al Gobierno y a la oposición en el seno del mismo (?) partido.

 

Botón volver arriba