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Spinoza, la tierra prometida, el águila y la serpiente

El más reciente libro de Enrique Krauze no solo indaga en su temple liberal o su perseverancia democrática, sino que retrata a las figuras que lo han formado intelectual y moralmente. Su avidez cosmopolita, su “condición fronteriza” como la de los “judíos no judíos” que examina en este libro, también le permitió comprender la historia mexicana desde una posición única.

“Spinoza en el Parque México”: una mirada íntima de sí mismo por Enrique Krauze - Infobae

 

Los judíos y los historiadores tienen el alma vieja. Quizá, la más antigua del mundo. Enrique Krauze (Ciudad de México, 1947), judío e historiador mexicano, vive y comparte esa antigüedad esencial y acaso ese sea el tema principal de las vastas y fluidas memorias que ha escrito gracias a una conversación, distendida durante algunos años y puesta a punto durante el interregno de la pandemia, con el político e intelectual español José María Lassalle. Spinoza en el Parque México, que aparece para convertirse en un clásico de la biblioteca mexicana, alude a uno de los abuelos de Krauze, el sastre Saúl, quien profesaba el espinozismo en el Parque México, donde los judíos llegados al país en los años veinte, tras la Revolución de 1910, se mudaron, abandonando el hoy llamado Centro Histórico de la Ciudad de México.

Don Saúl profesaba el espinozismo en libertad, si es que esa divinización de la Naturaleza puede profesarse, por ser “la perseverancia de todo lo vivo en su propio ser”.

México fue para los judíos y para muchos otros exiliados políticos y económicos, en el siglo XX, la tierra prometida de la tolerancia. Leyendo esta autobiografía conversada, se explican mejor, mucho mejor, el temple liberal de Krauze, su perseverancia democrática, su horror ante la violencia, su desdén por el poder ansioso de absoluto. Poder presidencial que, durante el sexenio en curso, se ha cebado con él, sin ningún éxito posible.

La lectura de Spinoza en el Parque México, que apenas permite pausas por poseer la bonhomía inherente al duende de la conversación, sorprenderá (y mucho) a quienes han visto en Krauze, solamente, a un connotado historiador mexicano consagrado al lector (y no al hermetismo académico) o a un exitoso y curtido empresario cultural, el subdirector de Vuelta, el director de Letras Libres, el creador de Clío, sin olvidar al polemista liberal. Y ello se debe a que Krauze había guardado, con una modestia insólita en la vida intelectual, para sí mismo y para su círculo más cercano, no solo su propia historia judía (nunca negada pero tampoco expuesta con amplitud), sino la avidez de su cosmopolitismo. Un cosmopolita que no puede sino ser judío, como lo fueron sus ancestros centroeuropeos, creadores de modernidad y he aquí la principal paradoja de Spinoza en el Parque México.

Quien crea “genéricamente” que Krauze es un “intelectual de derechas” se llevará también una decepción. En el mapa de la historia de las ideas nacida del siglo XX, Krauze estaría más cerca, sin serlo del todo, de la familia de los liberales-socialistas, donde encuentro a un Nicola Chiaromonte, a un Norberto Bobbio, a su querido y frecuentado Daniel Bell. Se trata de amigos de Aristóteles y no de Platón, de Immanuel Kant y no de G. W. F. Hegel, de Edmund Burke y no de Thomas Paine, de los anarquistas antes que de Karl Marx, de Walter Benjamin y no de Bertolt Brecht, de Raymond Aron y de Albert Camus contra Jean-Paul Sartre o T. W. Adorno.

No aparecen en Spinoza en el Parque México ni Joseph de Maistre ni ningún clérigo ultramontano, no hay mayor rastro de Friedrich Hayek ni del resto de la escuela austríaca de economistas; de Leo Strauss, escogido como el padrino de los neoconservadores, apenas una larga cita sobre Spinoza y cómo preparó la emancipación judía anterior al caso Dreyfus. Hay atención estricta en el Marx liberal, en Pierre-Joseph Proudhon y en todos los críticos anarquistas de la Revolución rusa y el linaje krauziano resulta ser el de Max Weber, Bertrand Russell y George Orwell, el de Gershom Scholem (“el Freud y el Jung del inconsciente colectivo judío”)

y, después de ellos, aparece la impronta personal que dejaron en él Isaiah Berlin, Leszek Kołakowski, Octavio Paz, Gabriel Zaid y Mario Vargas Llosa. Ninguno de los temas de la derecha liberal y conservadora, incluso aquellos que yo visito (y son obsesiones propias de “la ira del converso” de quien fue comunista, según Krauze), están en Spinoza en el Parque México.

Ese cosmopolitismo, cuyo corazón está en la averiguación del “judío no judío”, explica lo mexicano en Krauze. El hijo de emigrantes polacos, ajeno al catolicismo, se convirtió, con toda naturalidad, a nuestra historia, verdadera “religión cívica” de México y a comprenderla ha dedicado su abundante obra. Herético, prefirió, antes que la “historia anticuaria” (“que busca simplemente conocer el pasado en sus propios términos”) pregonada por Luis González y González, la biografía de caudillos e intelectuales, decimonónicos y revolucionarios, y la practicó gracias a la indulgencia de otro de sus maestros, acaso la figura capital: Daniel Cosío Villegas.

En los tiempos en que el marxismo seguía siendo “el opio de los intelectuales” (Aron), Krauze, a quien tras la lectura de Spinoza en el Parque México difícilmente se le puede catalogar entre los antimarxistas obcecados, escogió maestros ajenos a la vulgata, “heterodoxos” como a él le gusta llamarlos. A don Luis y don Daniel se sumó Zaid, un “anarquista constructivo” y, desde luego, el poeta Paz, cuya obsesión por el Mal en la historia Krauze –acaso por la ausencia católica y barroca en su biografía– no comparte, aunque precisa la lectura de Archipiélago Gulag (1973) como la catarsis final en la ruptura paziana con el bolchevismo y todas sus obediencias. A Krauze le indigna el siglo de la Revolución rusa y del Holocausto pero, ante sus protagonistas, desde los poco recordados héroes y antihéroes del soviet alemán de 1919 hasta los inesperados rebeldes de 1989, se aleja del maniqueísmo y busca comprender, comprensión a la que agrega la piedad, virtud impropia del militante.

Piedad al imaginar a un Marcel Proust de setenta años remitido en un vagón rumbo a Auschwitz; por los “revolucionados” de aquí y allá, en la Cristiada salvada del olvido por Jean Meyer y en la Ucrania de la hambruna; por el talmudista Benjamin, el suicida; por Arendt, enamorada del “teólogo de Adolf Hitler”, a quien las ansias de brillar como judía berlinesa en la diáspora la llevaron a juzgar con imprecisión a Adolf Eichmann y lastimar la memoria de aquellos judíos obligados a interponerse entre ellos y los nazis, cuando, según Scholem, “se tomaron decisiones innumerables en condiciones sin precedente y que no pueden ser reconstruidas”; piedad, finalmente, por Dora Reym, la tía de Krauze sobreviviente de los campos.

Gracias a este libro, a Krauze lo conocemos por sus maestros mexicanos: el padre de la microhistoria con su buena prosa desdeñosa del conceptismo universitario (González y González), el “liberal de museo” que murió combatiendo la penúltima intentona absolutista del presidencialismo (Cosío Villegas), el poeta surrealista apesadumbrado por el siglo (Paz) y el católico liberal empeñado en la economía ciudadana (Zaid). Pero también leemos la crónica de un itinerario inusual para un intelectual mexicano. Ingeniero industrial que hereda las pequeñas fábricas de impresión de productos comerciales de su familia, Krauze las ve arruinarse y recurre a un poeta que también es consultor de empresas (Zaid, por vez primera) y al salvarlas, con su ayuda, se encamina a los estudios históricos en México y en Oxford.

El joven Krauze, liberal-socialista a mi entender, participa en el movimiento estudiantil de 1968 como consejero estudiantil en el rectorado de Javier Barros Sierra y se integra a La Cultura en México, capitaneada por Carlos Monsiváis y compuesta por radicales de distinta tesitura (Jorge Aguilar Mora, Héctor Manjarrez, Carlos Pereyra, Héctor Aguilar Camín, entre otros), y con ellos se compromete en la cruzada para “expulsar del discurso”, en 1972, a los llamados liberales de Plural. Fueron Paz y Carlos Fuentes, los acusados principales, quienes respondieron con virulencia, recordándoles a nuestros jóvenes turcos que, antes de Lenin (el espíritu maligno de la Revolución rusa que hizo de aquello la “pira sangrienta” terminada de perpetrar por Stalin, según le ratificó Isaiah Berlin a Krauze), aun marxistas como Rosa Luxemburgo defendieron la libertad de expresión como la primera de las libertades. Libertad desdeñada por La Cultura en México, suplemento amistoso con la Revolución Cultural china, como ocurría en medio mundo.

Tras doctorarse en la escuela de sus otros abuelos, “los abuelos de México”, los espíritus constructores de la generación de 1915, como Manuel Gómez Morin (quien antes de morir instruyó a su esposa para que le abriese su archivo al joven historiador), el socialista cristiano y después principal estalinista de México Vicente Lombardo Toledano y, desde luego, Cosío Villegas (cuya biografía intelectual, escrita por Krauze, aparecerá en 1980), el autor de Caudillos culturales en la Revolución mexicana (1976) empezará a escribir sobre José Vasconcelos, biografía interrumpida y uno de sus anhelos más viejos. Uno de los más dolorosos, también, dado el antisemitismo terminal del Maestro de la Juventud de América.

En el mediodía de los años setenta, Krauze se irá dirigiendo, existencial y “cognitivamente”, hacia Vuelta. Será subdirector –habiendo sido secretario de redacción durante los primeros años de la revista– entre 1981 y 1996, donde, además de Paz y Zaid, contará con la amistad de Alejandro Rossi, filósofo analítico, anglómano, conversador ante el Altísimo. Uno de los discípulos de Rossi y amigo muy querido de Krauze, Hugo Margáin Charles, se desangrará mientras la Liga Comunista 23 de Septiembre intentaba secuestrarlo en 1978. Fue la cuota de sangre que Vuelta ofrendó a nuestra guerra sucia. Y otro escritor que abandonó la filosofía por la literatura, Hugo Hiriart, será uno de los amigos insustituibles de Krauze.

El tránsito de La Cultura en México a Vuelta, de Monsiváis a Paz, no fue ninguna caída de Damasco para Krauze. Lecturas y polémicas lo fueron convenciendo del valor supremo de la libertad. Dada su pertinencia para el oficio de historiador, fue decisiva su reseña de Historia ¿para qué? (1980), libro colectivo donde daban cátedra los historiadores que, a su vez, habían ampliado sus dominios con Nexos, la revista rival de Vuelta por lo menos hasta 1992, fecha de la última gran disputa. De Historia ¿para qué?, de la que fue excluido por quienes todavía consideraba sus colegas, Krauze criticó los ensayos de Enrique Florescano, Aguilar Camín, Adolfo Gilly y Arnaldo Córdova, politizaciones de la historia al servicio, más que del marxismo, de la esta- tolatría y del nacionalismo revolucionario. En mi opinión, Florescano, a costas de Edward Gibbon, introducía, en demérito de la historiografía, la memoria que actualmente sentimentaliza la historia y la convierte en arma de las víctimas, sean reales o imaginarias; Aguilar Camín y Córdova, autor de La ideología de la Revolución mexicana (1973), idolatraban al Estado de la Revolución mexicana, que tras el cardenismo, entendido como aquella “leyenda piadosa” exhibida por Paz (y por González y González), habría ido abandonando su naturaleza nacional y popular. Bastaba con retomar su control y dirigirlo por la buena senda. Ello ocurrió al fin en 2018 y las consecuencias están a la vista.

Gilly, el romántico de La revolución interrumpida (1971), tuvo la honestidad (prenda que nunca le ha faltado al trotskista de origen argentino y lector devoto de Paz) de plantear la “dificultad aparentemente insalvable” implícita en darles voz a los dominados, quienes, en principio, sufren la historia, a veces la narran pero nunca la “caracterizan” al gusto de los doctores marxistas. La contradicción, concluyó Krauze, era no solo aparente sino radicalmente insalvable: pretender hacer historia, me parece, desde la mistificación leninista que hace del intelectual la conciencia del proletario, falsificó la crónica entera no solo de México sino del siglo XX. En la mayoría de los casos y no siempre con mala voluntad, los historiadores como ideólogos fabricaron coartadas para crímenes inconmensurables. Un liberal no podía compartir su “visión whig” de la historia, como entonces la llamó Krauze.

En Vuelta, viajando a Polonia con su padre don Moisés en 1989 y, después, con toda su familia, a presenciar en 1996 la exhumación de las lápidas del cementerio judío donde yacían sus ancestros, vandalizadas por el ejército alemán, Krauze ya no es solo el anfitrión antitotalitario del Encuentro Vuelta del verano de 1990 que reunió a los victoriosos disidentes del Este en San Ángel, sino, más que un liberal-socialista, un liberal clásico. A causa de la honda decepción sufrida por aquellos de sus mayores, quienes, habiendo sido leales a la Unión Soviética como la vencedora del Führer, abominaron de ella tras el asesinato de los poetas en ídish Solomón Mijoels e Itzik Fefer, “embajadores literarios de Stalin”. A los dos los terminaron por matar y, al segundo, con un balazo en la nuca, en la Lubianka, tras un proceso propio de aquellas farsas criminales comunistas, en 1952. Esos poetas habían visitado México en 1943 y el abuelo Saúl los escuchó en San Ildefonso. Alguno de ellos se había autorretratado como “un judío, que ha bebido la dicha, / de la copa de Stalin”.

El dictador georgiano murió mientras planeaba, en la URSS, un segundo Holocausto.

El drama judío no es en Krauze motivo de sentenciosa parálisis, sino de acción. Por ello, se dedicó a ser –como la gente de 1915 y como Zaid urgiendo a Paz a unirse en Plural con la generación de 1932– otro constructor, en este caso edificando en México “la democracia sin adjetivos”, tarea didáctica, política, cultural y empresarial, que, pese a todas las adversidades, no ha cesado. Para quien lo ignore, debo detenerme un momento en lo empresarial, porque así lo exige una reseña de Spinoza en el Parque México. “Hay una abismal ignorancia en el mundo universitario de lo que entraña ser empresario. Ignorancia y desdén”, escribe Krauze. Se propuso, muy joven, subirles el sueldo a sus obreros, para librarse él del pecado de la plusvalía y mejorar las condiciones de vida de quienes de inmediato lo refutaron. Si no había ganancias, le dijeron los trabajadores a su imberbe patrón, no habría bienestar ni trabajo. Educado de esa manera (y no por Marta Harnecker y otros vulgarizadores marxistas de la hora) sobre qué era una fábrica, Krauze se aficionó a las soluciones prácticas como las registradas por Zaid en El progreso improductivo (1979) y trasladó esa noción de riqueza a la vida democrática. Y en Spinoza en el Parque México se recuerda Death of a salesman, de Arthur Miller, porque “vender es una forma de humildad”.

El liberalismo de Krauze, desde Vuelta, también se extendió a la Patria Grande, en la que cree, viajando al Chile de Pinochet para dialogar con el poeta Enrique Lihn, jefe de la resistencia cultural. Sigue teniendo Krauze a Persona non grata (1973), de Jorge Edwards, entre sus libros de cabecera como considera a Guillermo Cabrera Infante, el eremita cubano de Gloucester Road, uno de los héroes de nuestro tiempo. Gracias a Antonio Marimón y a Horacio Crespo, la tragedia argentina no le fue ajena y estos amigos lo prepararon para entender las lamentables complacencias de Jorge Luis Borges con las dictaduras, así como su arrepentimiento; años después, tampoco le será indiferente la calamitosa bancarrota de Venezuela llevada a cabo por Hugo Chávez. Gracias a Zaid, otra vez, desde Vuelta, comprendimos que la guerrilla salvadoreña no era lo que vendía la izquierda, sino un fratricidio entre élites y a El Salvador de hoy me remito como prueba. La polémica de 1977-1978 entre Paz y Monsiváis le parece, “en el fondo, una querella entre intelectuales de izquierda”, izquierda a la cual Krauze no pertenece desde los años setenta. En aquel episodio Krauze demuestra, geométricamente, que la libertad y la igualdad –la travesía por ellas– no son un monopolio intelectual y moral de quienes se reconocen en Marx y aun en Lenin, que detestaba a Dostoievski, por cierto, porque profetizó a los bolcheviques como endemoniados. Con esa socialdemocracia, devorada en México por el PRI y por el populismo en el poder, es con la cual Krauze quisiera debatir. Por ello tiene en Roger Bartra a uno de sus pocos interlocutores venidos de ese campo.

En Spinoza en el Parque México se reitera por qué Vuelta, nunca omisa en la denuncia –practicada como un mantra por todos, todo el tiempo, en todos los tonos– de las satrapías fascistoides en América del Sur, prefirió ir contra la corriente y rechazar la doble moral que justificaba la tortura en La Habana castrista, el asesinato de Roque Dalton por sus camaradas –en la actualidad, por cierto, asesores áulicos en cuanto a democracia– o el autoritarismo en la Nicaragua sandinista –que le costó a Paz aquella quema en efigie en octubre de 1984 y hoy en su cénit en Managua, como él lo temía–. Las revoluciones de 1989 nos dieron la razón y, casi sin excepción, todos los adversarios de Vuelta, cariacontecidos, de buena fe o cínicos, conceden la victoria a quienes la obtuvieron. Al ganador de las polémicas, dice Krauze, lo decide el tiempo.

Poco sé de judaísmo y menos aún del filósofo Spinoza, pero al leer Spinoza en el Parque México encontré, en el rechazo krauziano de la totalidad y del determinismo, a la aversión espinozista por la Providencia y por la salvación, esos préstamos del mesianismo trasladados por Marx de la escatología judeocristiana a la política secular. Posiblemente me engañe, pero encuentro afinidad entre Krauze y Franz Rosenzweig, el clásico de La estrella de la redención (1921): redención antes que salvación. Redención radicada en la fe cotidiana brindada por la bondad de la Creación, según Spinoza, y acaso tangible en los diez dedos de los que se jactaba el abuelo Saúl como su única posesión, más valiosos, quizá, que tantos tratados político-teológicos bien conocidos por Krauze. Inmanencia y no trascendencia. Heinrich Heine, el poeta electivo del autor de Spinoza en el Parque México, le importa más, supongo, que Marx, tan amigo del exiliado alemán en París.

Esa divinización del mundo que en Spinoza, alcanzo yo a entender, es bondad, no impide que Krauze encuentre, docto en el asunto, un método espinoziano “para alcanzar la libertad”.

Ese método nace de la tolerancia a la cual se ven obligados algunos de los “judíos no judíos”, habitantes de la marginalidad, heterodoxos en la heterodoxia: “Creo que la política”, leemos en Spinoza en el Parque México, “es el lugar donde Spinoza ve la concreción de sus especulaciones. No en la soledad del pensador moral, sino entre los demás humanos. Siempre estuvo convencido de que la razón –que desbarata a las pasiones, las desarma– es el vínculo humano, no solo entre persona y persona, sino entre la persona y la verdad, la verdad y la naturaleza”.

Si “judíos no judíos” fueron no solo Heine, sino Marx, Sigmund Freud, Luxemburgo y Trotski (cuyo verdadero legado como ejecutor de los crímenes de Lenin que prepararon los de Stalin solo fue metabolizado tras 1989), Krauze discrepa de la intentona de Isaac Deutscher de judaizar aún más al marxismo-leninismo, como lo hiciera en The non-Jewish Jew (1968), libro que desencadena la tercera parte de Spinoza en el Parque México, aquella dedicada a “El libro que no escribí” y la más rica, en mi opinión. Dado que Marcelino Menéndez Pelayo excluyó a Spinoza de la Historia de los heterodoxos españoles (1880-1882), Krauze se propuso, “con amor biográfico”, como apunta Lassalle, seguir las vidas del resto de los heterodoxos judíos, antes y después de Spinoza, los primeros “judíos no judíos”, capaces, insiste Krauze, “de vivir en los márgenes, de conquistar para sí mismos y para los demás un espacio de libertad no tribal o particular sino universal”.

Aunque ese proyecto de libro no prosperó, sí lo hizo, en Krauze, la ansiedad cumplida de universalidad, tan patente en Spinoza en el Parque México. No en balde J. W. Goethe creyó que, al conocer a Spinoza, Ahasverus pondría fin a la errancia del judío, “un fin que no implica la asimilación de una fe a otra ni la confrontación entre ambas, sino la paz, amistad y conciliación”, pero esa “emancipación” terminó en el Holocausto.

Desde Elisha ben Abuyah, Ajer, “el otro”, pasando por Maimónides hasta Berlin, el oxoniense, a Krauze le obsesiona esa pertenencia a “lo universal sin renunciar a lo particular” que hermanó a Deutscher, biógrafo de Trotski y Stalin, con el abuelo Saúl. No era mala cosa el sueño, incluso en Marx, de que la emancipación de los judíos traería consigo la emancipación de la humanidad, siempre y cuando no incurriese en ese antisemitismo “benigno” que atormentó a Franz Kafka (amor constante de Krauze) y a Isaac Bashevis Singer, quien se empeñó en escribir en ídish, según confesó cuando recibió el Premio Nobel en 1978, porque nada mejor para un escritor de fantasmas que escribir en una lengua fantasma.

Esa fantasmagoría, ese estar en el centro y a la vez en la periferia, es la universalidad judía de los siglos XIX y XX y esa es la universalidad que Krauze le ha dado a México, permitiéndole habitar esa “condición fronteriza con una ventaja”, pudiendo ver “por encima de su tiempo y circunstancia”, atisbando “horizontes y posibilidades” y pudiendo “ser inusitadamente libres”, según un retrato de Deutscher que Krauze cree apropiado para san Pablo.

Pudo ser Krauze, por qué no, uno más de los académicos expertos en las disidencias judías. Prefirió otras antigüedades y guerras, pero las de su patria: fray Bernardino de Sahagún, Carlos María de Bustamante, Lucas Alamán, José Fernando Ramírez, Porfirio Díaz, el apóstol Madero, la Conquista, la Reforma, la Revolución, el México de la democracia sin adjetivos.

Obra de un antiguo, la de Krauze es también la de un moderno y así se desarrolla la paradoja judía: Filón de Alejandría y Weber, el Talmud y Arendt, el propio Spinoza y Benjamin protagonizan un desfile en el tiempo propio de los “judíos no judíos” definidos por ese amigo del trotskismo que fue Deutscher y afinados, en sus perfiles, por el propio Krauze. Si el Mesías no llegará, si la historia es despojada de su vibración apocalíptica, la eternidad ocurre en el tiempo presente y esa ausencia la pueblan los libros. En vez del Libro, los libros, ha dicho Krauze.

Contra los siglos del “silencio judío”, tras la destrucción del Templo, cuando no había “más pasado que el bíblico ni más futuro que el mesiánico [y] los hechos de este mundo eran intranscendentes”,

según Yosef Hayim Yerushalmi, “judíos no judíos” como Krauze se han venido revelando rebelándose. Desde los márgenes del judaísmo han creado la modernidad y la porción mexicana de ese regalo, en cuanto a nuestra historia, la “presencia del pasado” entre nosotros, se la debemos a él. Yo mismo, hijo de judía y bisnieto de un actor del teatro ídish de Nueva York, solo supe que era un “judío no judío” gracias a Enrique Krauze, cuando lo conocí en 1986, conmemorando los diez años de la muerte de Cosío Villegas, en el Palacio de Minería. Por eso me repito: pudiendo haber sido uno más de los anticuarios de las guerras y las antigüedades judías, Enrique Krauze se convirtió en el historiador de México. Al final, su hijo León tuvo razón y en la tierra prometida los habían estado esperando el águila y la serpiente.

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