Spitaletta: La anatómica bomba del bikini
Cuando vi la película el Dr. No, llevaba ya cuatro años de haberse estrenado. Mamá compraba en una farmacia de Bello (quizá la de Pompilio Hernández) unas revistas de cine y farándula. Y ahí estaba, en bikini, la despampanante Ursula Andress. Y después, en los afiches y “fotofijas” de las carteleras del Teatro Bello, mostraban a la misma chica en bikini, con una daga al cinto. El embeleso frente a los carteles y fotografías cinematográficos era casi de babeo, o, desde otra mirada, de unas ganas enormes de entrar cuanto antes a la sala a encontrarse, en especial, con las actrices como la que, en otro afiche, tenía unas caracolas en las manos, tal vez para escuchar el canto de las sirenas.
Por aquellos días, entre la infancia que se desanudaba y la adolescencia que apenas estaba anunciándose con sus alertas de deseos y otras sensaciones inéditas, uno se enamoraba de las actrices del cinematógrafo. Eran las primeras novias de ficción, enormes en la pantalla, bellas, despampanantes. Y cuando vi a la que después me encontraría en aquel teatro de parroquia, pasó a engrosar mi colección de mujeres de pantalla grande, inalcanzables, que acompañaron sueños y otros deslumbres en los que la imaginación era un ingrediente fundamental.
Y así como ya tenía en mis registros sentimentales a Raquel Welch, Sophia Loren, Claudia Cardinale y otras divas italianas y del cine de Hollywood, el más popular entonces, la del bikini atrevido en la película del agente 007, engordó el álbum de las pasiones de colección.
La prenda mínima, blanca, que lucía la actriz que a principios de los sesenta causó una conmoción mundial y atiborró páginas de revistas y diarios, sí, claro, el bikini, había sido un invento de dieciséis años antes de estrenarse la citada película sobre el agente creado por Ian Fleming. Un ingeniero, diseñador de automóviles, el francés Louis Réard, en el verano de 1946 tuvo la luminosa idea de crear un mínimo vestido de baño, en dos piezas, para que las muchachas disfrutaran más del sol y, de paso, ofrecieran a los ojos de los demás, en particular de los mirones muchachos, un espectáculo sin muchas reservas.
El mundo acababa de salir de una espantosa conflagración. Un año antes, el 6 y 9 de agosto de 1945, los Estados Unidos, en una acción que para distintos analistas, historiadores y otros estudiosos se trató de un genocidio, de un crimen de guerra, arrojaron dos bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Era el principio de la posguerra y también de la llamada Guerra Fría. Y las potencias entraban en la enloquecida carrera por desarrollar nuevas armas y experimentar más en asuntos de energía nuclear. En el atolón Bikini, en el Pacífico, los gringos hicieron varias pruebas con artefactos nucleares, cuyo comienzo de explosiones fue el 1º de julio de 1946.
Cuatro días después, Réard lanzó la prenda que sería toda una revolución. “El bikini: una bomba anatómica”, rezaba el slogan de los dos fragmentos de tela, una banda arriba, otra abajo, que conformaban la minúscula vestimenta que las muchachas iban a lucir en piscinas y playas del orbe. Entonces no fue fácil encontrar quién la estrenara. El ingeniero devenido diseñador de moda acuática seleccionó el complejo de piscinas Molitor al que iba la crème parisina.
Ninguna modelo se atrevió a presentarse con esa miniatura que posibilitaba mostrar lo que por mucho tiempo ocultaron las bañistas : el ombligo. Y fue cuando una bailarina, de 19 años, Micheline Bernardini, estrella del Casino de París, se encargó de activar el detonante. Desfiló con el bikini y fue portada de todos los periódicos del mundo. Una sensación que sería motivo de pulpitazos, moralismos, discursos frenéticos sobre el cuerpo de la mujer y, claro, una oportunidad para diseñadores, fabricantes, modelos… Era la explosión anatómica que calentó la Guerra Fría.
Siete años después de aquel estallido universal, en el Festival de Cannes de 1953, la cautivante Brigitte Bardot luciría un bikini de fondo blanco, florido, que casi hace desmayar no solo a los fotógrafos sino a los que pudieron apreciar a la atractiva dama. Un año antes había aparecido en la película Manina, la muchacha del bikini. Era una jovencita de diecisiete años. Al principio de la década maravillosa, la actriz francesa se exhibió en Saint Troupez y Cannes con la prenda y ahí sí el bikini se regó por playas y piletas de todo el mundo.
Y en ese marco, de polémicas, flujos y reflujos políticos y de toda índole, el bikini saltó a la fama, se democratizó y no hubo ninguna inquisición que pudiera detener su uso. En 1962, la película de James Bond, el Dr. No, dirigida por Terence Young y protagonizada por Seann Connery y Ursula Andress, tuvo un ingrediente picante: el bikini blanco de la actriz suiza, otra sex symbol de los sesenta.
Cuando vimos aquellos afiches de cine en el hall del hoy inexistente Teatro Bello, no sabíamos de los romances que había tenido la bella Ursula con Marlon Brando, James Dean, John Derek (su primer marido) y tiempo después con el legendario boxeador argentino Carlos Monzón. Bueno; se podría decir con los ojos de ahora que tampoco éramos celosos. Aquella muchacha junto al mar, con caracolas y puñal era una fiebre alta. Y así la sentimos al verla en la revista que mamá había comprado en una farmacia.
Del filme del Dr. No (también conocida como El satánico Dr. No), no recuerdo ni su trama ni nada, solo la imagen de la muchacha que salió del mar cargada de caracoles y cuyo bikini, o, mejor dicho, toda ella sin tanto vestuario, ligera de ropas, hizo aplaudir a los cientos de muchachos que estábamos hipnotizados en aquella sala en penumbras. Con ella, y sin saberlo, para nosotros la Guerra Fría alcanzó temperaturas de volcán en erupción.