Cultura y Artes

Stephania Corpi: Salir de Venezuela: la migración que cambiará Sudamérica

Fotografías: Sebastián Castañeda, fotorreportero peruano

Más de 3 millones de venezolanos han emigrado en años recientes. La siguiente crónica sigue paso a paso la ruta hasta Perú, acompañando a varios migrantes en su periplo.


En septiembre se cumplieron 10 años de la política de fronteras abiertas con Venezuela implementada por el Gobierno de Ecuador. Sin embargo, ante la llegada diaria de 5 mil venezolanos, el gobierno anunció, a pocos días del aniversario, que solicitaría pasaporte a todo aquel que quisiera entrar al territorio, medida que se encuentra en suspensión temporal y que tiene a la comunidad sudamericana en vilo. Para los migrantes venezolanos, a los que les resulta casi imposible obtener el documento de viaje, esto equivale a la construcción de un muro.

Perú, alabado hasta hace poco por la extensión del Permiso Temporal de Permanencia para venezolanos, ha tomado la misma dirección y desde el pasado 25 de agosto, solicita pasaporte a quien quiera entrar a su territorio. Las decisiones estatales, la incapacidad de implementar una estrategia migratoria y el aprovechamiento de sentimientos xenófobos en la región tendrán como resultado rutas migratorias más riesgosas y nuevos negocios para las redes de traficantes. Aunque Ecuador solo sostuvo unos días la restricción del pasaporte vigente, la discusión continúa.

Hoy, a lo largo de la Panamericana, hay peregrinos venezolanos que tardan hasta 40 días en llegar a sus destinos. Pidiendo aventón, caminando en caravana, durmiendo en pedazos de cartón. Otros buscan rutas alternas, pero el hecho es que ya nadie se quiere quedar en la Venezuela de Nicolás Maduro. ¿Quiénes migran? ¿Cómo lo hacen? ¿Se adaptan a su nuevo lugar?

Salir de Venezuela

Pensé que viajar con un grupo de venezolanos me haría entender mejor lo que estaban viviendo. Ya había entrevistado a decenas en Lima, y la pregunta era recurrente: “¿cómo terminé aquí?”.

Nos unimos al grupo en el estado de Táchira, al oeste de Venezuela, justo después de las elecciones en Venezuela y Colombia. Los 11 kilos, en promedio, que la gente ha perdido se ven. Las piernas de los chicos de 20 años son un hueso forrado. La gente se ve exhausta. Las calles están sucias, los espectaculares, desgarrados, están a punto de caerse. Los servicios del Estado son mínimos. Como si nadie viviera ahí, como si todo pasara por el filtro grisáceo de un lente. 

“Morir de hambre”. La expresión perdió su sentido figurado cuando llegamos a Cúcuta, Colombia, y vimos ya no a cientos, sino a miles de personas que todos los días, con un hoyo en el estómago, se preguntaban qué habían hecho mal. Gente con estudios universitarios, posgrados, incluso oportunidades en el extranjero, que habían apostado por Venezuela, donde, alguna vez, lo tuvieron todo. Hoy, literalmente, mueren de hambre.

Esas caras son también el resultado de 40 horas de angustia extra, porque los buses dentro del país tienen las llantas lisas, y hay miles de puestos militares donde pueden perder los pocos dólares que traen. La Venezuela que acaban de cruzar ya no es reconocible; militares, carreteras destruidas por falta de mantenimiento, cortes de agua y luz en diferentes ciudades, gente buscando comida en las calles, en los basureros.

Muchos no tienen el valor de despedirse de sus hijos. Se les desvanece la ilusión de llegar a un país nuevo, la alegría de tener en sus manos el pasaporte que tardó cuatro meses y costó cientos de dólares, la suerte de haber podido conseguir dinero en efectivo —comprado al 300%—, de haber sorteado a los “sapos” de Maduro. Y nada, se secan las lágrimas porque aún les faltan seis controles fronterizos más.

En noviembre de 2017, María y Oswaldo, una pareja radicada en Ciudad Bolívar, Venezuela, no aguantaron más. No vivían con la escasez de muchos otros —todavía podían comprar harina, pan y una pasta de dientes de vez en cuando—, pero ya todo comenzaba a ser invivible.

“¿Será que en Venezuela la sensibilidad humana ya dejó de existir?”, me preguntaba Oswaldo mientras hacíamos una de las tantas filas, algo ya habitual en el país petrolero, para sellar pasaportes de salida hacia Colombia. “Tú imagínate que cuando hacíamos las colas para medicamentos, y alguien necesitaba un remedio para la malaria, que supuestamente eran medicamentos gratuitos distribuidos por el gobierno, tenía que pagar 50 dólares por una pastilla; si no los tenía, los dejaban morir”.

Un puente fronterizo a 2,900 metros sobre el nivel del mar. El frío húmedo de ese lugar andino llega a cero grados, algo a lo que los venezolanos no están acostumbrados. En la noche no lográbamos conseguir hospedaje. Conseguido el hotel, había gente que usaba billetes pequeños y el recepcionista pesaba el dinero porque contarlo ya era ridículo.

Empezar de cero

El estado de Bolívar se ubica cerca de la frontera con Brasil y Guyana. Ahí se encuentra Ferrominera del Orinoco, donde trabajaba Oswaldo. Abundan los minerales, en especial el oro y los diamantes.

Oswaldo tenía una carrera prometedora en esa empresa estatal. Años atrás, varias empresas en el extranjero, incluso Grupo México, lo buscaron por su experiencia. No es cualquier cosa: a sus 32 años Oswaldo es técnico superior universitario en seguridad industrial y ambiental, además de ser técnico medio en control de ciencias del fuego y tener un diplomado de control de emergencias hospitalarias. En resumen: una carrera prometedora en metalurgia.

“Yo sabía utilizar todo, porque en Venezuela no se desperdicia nada. Cuando veía videos de mineras peruanas, me fijaba que tiraban un montón de rocas ricas en minerales; me volvía loco”, explica, decepcionado. Desde un mercado en Puente Piedra, al norte de Lima, donde actualmente trabaja, recuerda con angustia los momentos en que había que decidir a qué país migrar. Y aunque lo niega, el hecho de que su país tenga una economía basada en minerales es una silenciosa —y negada— esperanza para él.

Oswaldo había rechazado todas las ofertas. Como la gran mayoría de los más de 3 millones de venezolanos que están ahora en el extranjero, no quería dejar su país. Venezuela solía ser un país de acogida, no uno que mandaba a sus mejores cuadros al extranjero. Pero la realidad siempre pasa factura. Su último salario superaba los cinco sueldos mínimos, lo que no le alcanzaba ni para un kilo de carne.

Para llegar a Lima, él y María vendieron todo lo que tenían, incluida una licorería y su coche. A sus 35 años, María trabajaba en un banco del Estado. Desde noviembre de 2017 hizo números para poder salir. Contadora de profesión, durante todo el viaje que hicimos juntos intentó ahorrar cada centavo de dólar. Y cómo no, si al momento de su partida ganaba, en la antigua moneda, 1 millón 900 mil bolívares al mes: unos 2.5 dólares.

En cada paradero, María revisaba todos los menús, analizaba qué tenía más comida al menor precio, si había WiFi para comunicarse con sus hijos, baño gratis. Cada centavo de dólar significaba días de trabajo. Al final, los platos quedaban impecables, no se tiraba ni un grano de arroz.

“Gastamos 37 millones de bolívares para viajar en bus de Ciudad Bolívar hasta Barcelona, en la costa del Caribe; luego en avión hasta Caracas, otro hasta Táchira y finalmente coche hasta San Antonio para cruzar la frontera con Colombia caminando: 28 horas de viaje para cruzar el país, sin contar las 6 horas en la frontera”, cuenta el ingeniero.

El gran problema de vivir en una zona minera es conseguir efectivo. Todo lo tenían los mineros artesanales. El otro impedimento es el pasaporte. “Empezamos a tramitarlo desde enero, tardó cinco meses y tuvimos que pagar mordidas”, explica María. Ante la falta de materiales para emitirlos y la corrupción —siempre hay que pagar “extra” para obtenerlos— estos documentos se han convertido en un bien preciado. Oswaldo, María y sus dos hijos consiguieron los suyos. La pregunta es si podrán ahora regresar por sus niños.

Prohibido hablar mal

En el puente de San Antonio, Venezuela, hay un enorme cartel que dice: “En esta aduana no se habla mal de Chávez”. Casi en procesión, 35 mil personas al día atraviesan los 315 metros del Puente Internacional Simón Bolívar. El puente, que conecta hoy a San Cristóbal con Cúcuta, permaneció cerrado hasta julio de 2016, cuando 500 mujeres venezolanas vestidas de blanco hicieron frente a una barrera de militares para entrar a Colombia en busca de comida. Pocos días después se abrió, y hoy es estrictamente de paso humanitario. No entra ni salen mercancías ni automóviles, a excepción de los buses escolares.

Al llegar a Cúcuta, del lado colombiano, los invade un sentimiento de liberación, como si Maduro les quitara los ojos de encima y entonces pudieran hablar de lo que están viviendo. Empieza el bullicio de vendedores ambulantes, gente anunciando buses, la compraventa de prácticamente todo: plátanos, tickets de bus, “visas”, documentos falsificados, gasolina de contrabando, llantas, jengibre, cacao, aguacates… todo lo que se pueda vender para tener una mínima ganancia y poder seguir el viaje. Existen en la zona unas 200 “trochas” o caminos de tierra entre el monte, controlados por paramilitares, por donde entra y sale de todo.

Oswaldo y María nunca habían salido de Venezuela, y ahora tienen que atravesar tres países para empezar de cero. Cuando bajamos del bus después de atravesar Colombia, María miraba anonadada el café que compramos. Tenía más de año y medio que no podía beberse uno. En los últimos dos años, una taza de café en Caracas pasó de 450 bolívares a un millón. “Lo más difícil fue dejar a mis hijos. Yo no tuve el valor de despedirme de ellos”, me dijo entre lágrimas.

Oswaldo lloró en el paso fronterizo de Rumichaca, Ecuador. Acaso fue por el súbito recuerdo de su hermana, acaso por la certeza de que no tendrían un país con la misma bonanza. “Ella estudia en la Universidad de Oriente en sexto semestre, pero está a punto de dejar los estudios. Empezó con 30 compañeros, ahora son solo 13.” Todo es una reacción en cadena. En Venezuela, los estudiantes de todos los niveles pierden el año escolar porque ya no consiguen transporte, y si consiguen el transporte, ya no pueden pagarlo, y si pueden pagarlo, llegan tarde, y si llegan a la universidad, van con el estómago vacío.

Oswaldo y María tienen una hija de 13 años y un niño de 11. Su mayor ilusión es que continúen sus estudios. Ellos pueden recordar los tiempos en que Venezuela solía ser una potencia no solo petrolera sino también educativa. En la Lima actual no es raro toparse con un taxista venezolano que acabó la carrera y completó un posgrado. Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), 42.5% de los venezolanos que han entrado a Perú tiene estudios universitarios, y otro 25% es técnico superior. “El futuro de Venezuela deberíamos ser nosotros y nuestros hijos, pero ya no lo pueden lograr”, dice Oswaldo.

Colgar el estetoscopio

El círculo virtuoso de la educación se terminó de romper cuando los profesores también decidieron irse. Ese es el caso Anmicary Torres, médica internista de 33 años que también viajó con nosotros hasta el Perú. “Yo soy profesora universitaria y dejé a mis alumnos, aunque me rogaron. Yo les dije: ‘son ustedes o mi familia’”. Y en este caso, el problema es doble. Hay una gran fuga de médicos venezolanos. Según datos de la Federación Médica Venezolana, la estampida de profesionales de la salud desde 2004 llega a 22 mil.

Anmicary Torres salió de Falcón, Venezuela, el 30 de mayo a las 6 de la tarde. Llegó a San Cristóbal 15 horas después, nerviosa por la cantidad de robos que hay en las carreteras de Venezuela y la falta de mantenimiento de los buses. Durante meses se informó de cómo se hacía todo y contactó a Siglo 21, una de las 50 agencias de viajes que existen actualmente en la frontera entre Colombia y Venezuela, para poder cruzar. Una imagen la obligó a salir de Venezuela: “Un día estaba en el hospital y llegó un niño de 8 años pesando 4 kilos. No pude más. Colgué mi bata y mi estetoscopio. Lloré, supe que lo más probable era que nunca volvería a ejercer como médico”.

Ella es de Puerto Cabello, en el estado de Carabobo, el puerto más grande y bullicioso de Venezuela. Se mudó a los 17 años a Falcón para estudiar medicina y a los 28 ya tenía su especialidad y una hija con su esposo que, aunque hoy es policía, es pedagogo de profesión.

El miedo a enfermarse

“La realidad de Venezuela se ve en los hospitales”, explica Anmicary con lágrimas en los ojos. “Pensar que podía ser alguien de mi familia me obligó a salir. Si mi hija tenía gripe, a veces podían darnos acetaminofén por trabajar en un hospital público. Pero acceder a los antibióticos es complicadísimo”.

El año pasado, según cifras de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), se reportaron, tan solo en el estado de Bolívar, 320 mil casos de malaria, una enfermedad que hace pocos años se consideraba erradicada de Venezuela. En total, se calcula que fueron 406 mil casos y que el contrabando de medicamentos alcanzó los 15 millones de dólares. Al que no podía pagar, lo dejaban morir.

Las mujeres embarazadas son otra realidad en las largas filas fronterizas. “Los partos se complicaban muchísimo porque no había antibióticos. Las cesáreas son traumáticas porque se realizan muchas veces en el suelo, en las peores condiciones, sin anestesia”, recuerda Anmicary. “Yo tengo las manos para atenderte, pero no tengo con qué”. Eso les tenía que decir Anmicary a sus pacientes. La escasez de medicamentos, de bancos de sangre, de material médico-quirúrgico, y el tráfico de medicamentos que hay entre enfermeras, doctores y pacientes, han propagado un miedo entre la población que lleva a todos al límite.

Uno de los recuerdos más dolorosos de la doctora Torres es el de un paciente que logró conseguir cuatro frascos de antibióticos. “El paciente tenía una infección en la pleura, y no reaccionaba a pesar del medicamento. Hasta que nos dimos cuenta de que la enfermera se lo estaba robando y se lo vendía al paciente de al lado. Cuando le reclamé, me dijo que ella ya no tenía qué comer”.

Pasamos casi diez horas parados en Rumichaca, esperando sellar la entrada a Ecuador. Para Anmicary, Oswaldo, María y todos los que estaban alrededor, se volvió una especie de terapia. Todos contaban una historia que, si no reconfortaba al de al lado, por lo menos le demostraba que no estaba solo. Alguno contaba de alguien que prefirió comer que comprar medicamentos, otro de algún pariente que prefirió morir tranquilo en casa, otro de algún anciano que bebía para quitarse el hambre. “Yo me fui de Venezuela porque no quería que este corazón que tengo se me acabara allá”, contó Anmicary secándose las lágrimas.

Llegamos a Lima el lunes 4 de junio a las 2:00 p.m. La “China”, como llamaban de cariño a la doctora, pasó días caminando hasta que consiguió un trabajo en el mercado de Santa Rosa, en Chorrillos, donde le pagaban 180 soles a la semana (unos 55 dólares) por trabajar 14 horas al día de lunes a sábado, bastante menos que el sueldo mínimo. Después logró conseguir un trabajo a través de una agencia de empleos cuidando las 24 horas a una persona mayor con Alzheimer. Ahora le dan poco o nada de comer, pero se siente agradecida por tener un trabajo. Su sueldo es de mil 200 soles (365 dólares). Le tuvo que pagar 20% a la agencia.

Lo que dejan atrás

Todos quieren volver por sus hijos. Las actuales restricciones migratorias y el cambio de moneda aumentarán el éxodo. Hoy acampan y caminan miles entre Colombia y Ecuador. Después de varias semanas en el Perú, aceptan que lo más difícil ha sido adaptarse y darse cuenta de que no era como imaginaban. “Yo solo pienso en cómo está mi hija, y sé que todos me mienten diciendo que están bien”, dice Anmicary.

Ahora en Lima, los 120 soles semanales que gana Oswaldo (35 dólares), y la jornada diaria de 14 horas de lunes a lunes le saben a gloria. María también consiguió trabajo en una empresa de textiles, donde gana 200 soles (60 dólares) a la semana… a veces. “Me da mucha pena la cantidad de horas que pasa en el mercado Oswaldo”, dice María. “Yo por el momento no quiero regresar, ya no reconozco Venezuela; iré a buscar a mis hijos, pero no creo que sea pronto, necesitamos tener un trabajo estable”. Oswaldo está agradecido: “A Lima vine a trabajar, no con la mentalidad de ejercer mi carrera”.

En realidad el viaje es la parte fácil, dicen todos. Tras ahorrar durante meses los 200 dólares que cuesta sortear el camino, ahora deben obtener sus citas en Interpol y en Migraciones para el Permiso Temporal de Permanencia (PTP). En el 90% de los casos se otorga el PTP, pero implica horas tratando de obtener las citas por internet, porque el sistema está colapsado, además del pago de otros 35 dólares. A pesar del engorro, el PTP, que solo se otorgará a quienes entren antes del 31 de octubre del año en curso, se traduce en mejores trabajos y salarios.

“Yo quisiera seguir siendo médico y creo que los estudios que me tocaron a mí en Venezuela fueron buenos”, dice Anmicary. “En verdad me gustaría que algún país me deje trabajar como médico, yo sé que tengo mucho que aportar.”

Según números oficiales, actualmente hay cerca de 400 mil venezolanos en el Perú, y la proyección es que la cifra siga creciendo a un ritmo de por lo menos 2 mil nuevos ingresos por mes. La ruta habitual era el autobús, pero la desesperación ya lleva a la gente a intentar llegar caminando. Desde Cúcuta se forman grupos de 20 personas que caminan durante 28 días hasta llegar a Ecuador. Allí descansan y siguen su camino a Tumbes. “Lo único que puedo pedirles a los países es que tiendan la mano. Me duele la situación de mi país; nadie quiere dejar a sus hijos”, dice María mientras me muestra una foto del último cumpleaños que festejó con su hija.

Anmicary está ansiosa con todos los cambios. Su hija de 6 años y su esposo empiezan el viaje, y no en las mismas condiciones que ella. “Ellos salieron de Venezuela en septiembre, estoy muy nerviosa porque yo sé que van a vivir cosas peores que yo en el camino.”

 

Stephania Corpi
Periodista y reportera. Colabora con Reuters.

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