Steven Spielberg: “El miedo es mi combustible”
Ha sembrado el pánico, hecho llorar, emocionado y sacudido en sus butacas a los espectadores de todo el mundo. Dice que le gusta combinar mensaje y entretenimiento, «medicina y azúcar». Tras Los archivos del Pentágono, alegato en defensa de los códigos éticos del periodismo, regresa a la ciencia-ficción con Ready Player One, un cuento futurista sobre la realidad virtual que plantea un interrogante: «Cuántos preferirían vivir en un mundo ficticio antes que transformar aquel en el que nacieron».
A LOS 16 AÑOS, Steven Spielberg (Cincinnati, 1946) compró un pase de turista para entrar en los estudios Universal durante tres días. Al cuarto, saludó al vigilante, este le devolvió el saludo y entró como si nada. Se pasó tres meses mamando el oficio en un recinto ubicado a los pies de esas colinas con la palabra «Hollywood«. Aprendió a editar, accedió a un rodaje de Hitchcock, vio desnudo a Marlon Brando. Poco después, ya no hubo forma de sacarlo del perímetro. Corría el rumor de que el chico había logrado hacerse con un despacho y un teléfono. Lo contrataron a los 22 años, cuando le enseñó al jefe su primer corto profesional, Amblin (1968). En este lugar dirigió su primer episodio de una serie, su primera película para televisión, su primer largometraje para cine. Con el segundo, Tiburón, el sobrecoste y los retrasos auguraban una catástrofe bíblica. La estrenó en 1975. Tenía 28 años. Se convirtió en la película más taquillera de la historia. En 1981 presentó ante el mundo al arqueólogo Indiana Jones y fundó su productora, que bautizó como aquel corto: Amblin. Levantó sus oficinas en el mismo recinto. Y aquí sigue.
Su guarida tiene aspecto de hacienda mexicana, con un sello a la entrada: una luna en cuyo interior se recorta la silueta de un niño volando en bicicleta con un extraterrestre. El portón es de madera y al atravesar el umbral hay una vitrina con tres oscars. Al otro lado del patio se abre un pasillo donde cuelgan carteles de películas que remiten a su infancia, como Flash Gordon’s Trip to Mars (1938) y Forbidden Planet (1956). Junto al de War of the Worlds (1953) y el de La dolce vita (1960) se accede a una estancia de aire colonial. Allí transcurre la espera antes de la entrevista. De pronto se abre la puerta con un chirrido y entra un tipo con un respaldo ergonómico. «Para el señor Spielberg». Lo acopla a una de las sillas. Por lo que parece, el señor Spielberg, de 71 años, debe de estar sufriendo de la espalda. Chirría de nuevo la puerta, y una mujer se presenta como su asistente: «Está terminando de almorzar». Son las 13.30: es posible inferir que acostumbra a comer hacia la una de la tarde. Y coloca una grabadora sobre la mesa: «Para su archivo personal».
“Las redes sociales han creado una excusa para perder el contacto físico entre seres humanos. Me asusta. Creo en el valor de mirar a los ojos y tener una conversación”
Tres máquinas recreativas de los ochenta rompen con la armonía de la sala. Quizá figuren para subrayar la promoción de Ready Player One, su próxima película, y la que ha propiciado el encuentro. La superproducción se estrena el 29 de marzo y en sus vallas publicitarias, que ya pueblan Los Ángeles, se ve a un joven tras unas gafas de realidad virtual, con el mensaje: «Acepta tu realidad o lucha por una mejor». El argumento se inspira en un best seller homónimo de ciencia-ficción: año 2045, el mundo está en ruinas y la humanidad vive enganchada a OASIS, un espacio de realidad virtual más hermoso que la vida, donde cada uno puede decidir su nombre, su género, su aspecto. En definitiva: puede ser quien desee ser. Ese paraíso ficticio, que actúa como sedante de una población explotada, es un cóctel de sabiduría pop de los ochenta, considerada «canónica»: en el universo de Ready Player One se venera el videojuego Pac-Man, la película Juegos de guerra, y hay infinidad de referencias a muchos iconos que Spielberg ayudó a cimentar.
Ernest Cline, el autor de la novela, reconoció que nunca la hubiera escrito sin los «atracones» de Spielberg: «Marcó mi vida». Ha marcado la de millones. Quizá por eso, una de las máquinas recreativas de la estancia, la de Indiana Jones y el templo maldito, ejerce una atracción incontrolable sobre cualquiera que se haya criado con su cine. El dibujo en la consola muestra el rostro del malvado Mola Ram y a Harrison Ford descamisado y con sombrero. El videojuego está desenchufado, pero en la pantalla se distingue una frase congelada: «Fortune and glory». La cita despierta como un fogonazo en la mente la escena de Indy con Tapón, su joven ayudante, cuando le explica qué le empuja a la aventura: «Fortuna y gloria, muchacho».
Y entonces se intuyen pasos ahí fuera, y la puerta vuelve a chirriar, y entra Spielberg en la sala, delgado y algo renqueante, con un termo de café en la mano. Viste chaqueta negra, pantalón claro, deportivas. Ronda el metro setenta. Se sienta en la silla con respaldo ergonómico y dice: «No soy el atleta que solía ser». Su voz desprende los matices arenosos de la senectud. Sus ojos color mar chispean tras las gafas.
Qué impresión da ver esa máquina recreativa de El templo maldito…
En esa película conocí a mi esposa [la actriz Kate Capshaw]. Llevamos casados desde entonces.
Y aterrorizó a los niños, cuando Indiana Jones se volvía malo.
Lo convierten en parte de los adoradores de Kali. Pero no había que preocuparse. Nunca lo dejaríamos así, aún le quedan muchas aventuras.
Ahora estrena la película Ready Player One. ¿Qué le gustaría contar de ella?
Hemos tratado de inventar un nuevo género de aventuras. Uno que sucede en dos lugares de forma simultánea. Es casi como viajar a la tierra de Oz, pero sin necesidad de golpear los talones para volver a Kansas. De hecho, es más difícil escapar de OASIS, el mundo digital, que salir de Oz. Es una parábola actualizada de muchas historias que han invitado al público a abandonar el mundo conocido y adentrarse en otro imaginario. Y quizá sea el universo más emocionante del que he tenido el honor de formar parte como cineasta.
“Decir que ‘Tiburón’ o ‘Star Wars’ arruinaron el negocio del cine porque EE UU desarrolló una mentalidad dirigida al taquillazo es una teoría totalmente corrupta”
¿Por qué?
En OASIS puedes ser lo que quieras. Creas la persona o la criatura. Diseñas tu avatar y puedes vivir la vida del personaje; ser el héroe que siempre has deseado, el villano de tu subconsciente. Me ha permitido rodar una película sobre dos mundos. Es una aventura, una gran competición entre el mundo real y el digital.
En la novela se describe el mundo virtual: «Se ha convertido una prisión autoimpuesta para la humanidad. Un lugar placentero para que las personas se escondan de sus problemas mientras la civilización se desmorona». ¿Nos dirigimos hacia ese colapso?
Es solo una película, aunque se puede leer como un cuento con moraleja: demasiado de algo bueno resulta perjudicial. Recuerdo cuando tenía tres años y llegó a casa la primera tele. Mis padres vieron que era peligrosa, te podías volver un adicto al tubo. Me limitaron las horas, a un par por semana. Tenían gran capacidad de anticipación. Muchos de mi generación se perdieron en ella, aunque también aprendimos mucho. Cualquier nuevo medio puede ser usado o abusado. Y, en este caso, la moraleja consiste en que el mundo real se cae a pedazos en 2045, en lo económico y también moral y espiritualmente. Y mucha gente, por poco dinero, puede escapar a otra existencia de su creación. Y olvidarse de cómo les afecta el mundo real.
¿Le preocupa cómo comienzan a mezclarse las redes sociales y la realidad virtual?
Las redes sociales han creado una excusa para perder el contacto visual entre seres humanos. Los nuevos medios no requieren del cara a cara para comunicarse, y creo en el valor de mirar a los ojos de una persona y tener una conversación. Me asusta eso. Hoy existe menos contacto social. Nunca he estado en Facebook ni en Twitter.
En esa ficción hay refugiados, cambio climático, crisis energética, multinacionales fascistas. Parece querer advertir de algo.
Las personas deberíamos centrar la atención en el mundo que nos rodea. Todo nuevo medio que proporciona una válvula de escape de nuestras responsabilidades es un peligro. Esta película trata de ilustrar cuántos preferirían vivir en un mundo de su creación antes que transformar aquel en el que nacieron. No digo que esté pasando ahora.
Pero es una advertencia.
Hoy hay más noticias que nunca. Pero son tantas que tenemos que elegir qué creer. Cuando era pequeño solo había tres canales y unos pocos periódicos, y cuando me contaban lo que pasaba les creía. En esta época, con ese horrible hashtag de las fake news y una plétora de canales de distribución dando todo tipo de ángulos sobre la misma historia, algunos de ellos con la intención de alejarte de la verdad, se vuelve cada vez más complicado descubrir qué es cierto y qué no.
Hace poco, un grupo de adolescentes me daba su interpretación de cuándo algo se convertía en noticia: «Cuando aparece en Instagram».
Me recuerda al juego del teléfono estropeado. Uno dice la verdad, pero la persona número 500 ya no ha oído palabra por palabra lo que la segunda persona escuchó de la primera. Es un juego de niños. No me creo nada de Instagram.
Abordó este tema en la reciente Los archivos del Pentágono. ¿Por qué casi han coincidido ambos estrenos?
Llevaba trabajando en Ready Player One tres años. Me sobraba tiempo mientras completaban los efectos digitales. Y entonces leí el guion de Los archivos… y me di cuenta de que lo ocurrido en 1971 era escandalosamente similar a lo que está pasando hoy en el Gobierno de nuestro país. Sentí que todos nosotros — Tom Hanks, Meryl Streep, yo mismo, y los guionistas y las productoras— teníamos una responsabilidad social; debíamos hacernos eco de la historia para que aterrizara en el ciclo de noticias actual. Lo hicimos un poco como un servicio público. Ninguno cobró.
Parece como si rodara dos tipos de películas: las de aventuras y aquellas que siente la necesidad de hacer.
Necesito hacer cada una de ellas. Incluso las que solo pueden ser valoradas como puro entretenimiento escapista. Siento el ansia de entretener, y también de llamar la atención sobre materias relevantes para que los jóvenes puedan aprender de ellas.
“Reemplacé a mi familia rota con personajes rotos a través de los cuales podía contar mi vida. Muchas de mis películas cuentan cómo era ser el hijo de un divorcio”
¿Unas las hace por puro divertimento y otras como servicio público? A veces hago películas porque sé que el público las va a disfrutar, porque son una aventura, con muchos efectos especiales y grandes personajes, y sé que los espectadores van a gritar y a reír y se van a volver locos. He hecho Ready Player One por ese motivo. Pero no la hubiera elegido si no tuviera ese mensaje tan relevante sobre las decisiones que hemos de tomar hoy ante esa disyuntiva: comprometerse con los asuntos sociales o perderse en un mundo de realidad virtual.
¿Primero echa la vista atrás, a la historia, para explicar el presente, y luego va al futuro, con el mismo objetivo? La historia está por todas partes, nos rodea. Está en nuestro futuro, y también en nuestro pasado. Me encanta la historia. Me vuelve loco, es mi tema favorito.
Un crítico asegura que usted se ha convertido en «nuestro profesor de historia natural».
Supongo que ya soy lo suficientemente viejo. No hubiera reaccionado muy amablemente hace 20 años, pero ahora mi aspecto es más el de un profesor. Así que no me ofende la descripción, es acertada. Pero no soy un cineasta didáctico. No hago películas solo para impartir una lección. Cada una, incluso aquellas con un mensaje contemporáneo muy relevante que quiero que todos escuchen, también tiene que ser entretenida. Los archivos del Pentágono debía tener suspense, y ser rápida, como una redacción, no me interesaba hacer una película educativa tipo Discovery Channel que fuera todo medicina y sin nada de azúcar.
Medicina y azúcar, quizá sea la fórmula de su conexión con el público. Muy pocos están al alcance de sus cifras astronómicas. Sus 30 largometrajes, sin actualizar los precios, han facturado casi 8.000 millones de euros. Durante el último cuarto del siglo XX dominó, con su amigo George Lucas, la taquilla del globo. Cambiaron el cine y la forma de consumirlo. El reconocimiento le llegó en los noventa, cuando ganó los tres oscars de su carrera (dos a mejor dirección; uno a mejor película) con obras que contenían, digamos, más medicina que azúcar, como La lista de Schindler. Sus detractores, en cambio, rechazan su jarabe por el exceso de dulce; le acusan de haber «infantilizado la cultura». Pero hay un hecho incontestable: este señor cuya barba hemos visto envejecer, y que hoy lleva bien recortada en una perilla, ha ayudado a configurar la forma de ver el mundo de varias generaciones, capaces de reproducir diálogos enteros de su filmografía.
Probablemente ha moldeado la mente de millones de personas. ¿No le hace sentir cierta responsabilidad?
No siento esa responsabilidad porque nunca he tenido la intención de llamar la atención sobre mí mismo. Siento, modestamente, que he tenido mucha suerte en mi carrera. Adoro hacer cine. Pero no suelo mirar atrás. No me obsesiono. Raramente vuelvo a ver una película que he dirigido. Solo he regresado a ellas a través de mis hijos, como cuando quisieron ver E.T. Sabía que el principio daba miedo, así que me senté con ellos, para que no fuera demasiado angustioso. Suelo estar bastante liado planificando la siguiente como para volver atrás.
¿Cuántos proyectos suele tener en mente?
Normalmente preparo solo uno cada vez, pero siempre estoy pensando qué voy a hacer cuando acabe, así que tengo cuatro o cinco guiones en desarrollo. Probablemente solo acabe dirigiendo uno, pero ese trabajo ha de suceder antes. De otro modo se volvería un paréntesis demasiado grande. Y me encanta trabajar. No me gusta estar en casa mientras sueño con trabajar. Me gusta soñar mientras trabajo.
En alguna ocasión usted se ha retratado así: «No era divertido ser yo entre proyectos».
¡No lo era! Y sigue sin serlo. Es verdad… El miedo, el estrés de la infancia y la adolescencia nunca se marchan. Incluso cuando superas la adolescencia, se queda contigo. Siempre me he sentido mejor en acción que en espera. Cuido de mí haciéndome trabajar.
Hay quien le critica —a usted y a Lucas— por haber empobrecido la cultura.
La crítica más habitual que oigo dirigida hacia George y hacia mí es que inventamos el taquillazo. Por supuesto, no lo inventamos. Cecil B. DeMille inventó el taquillazo. Lo que el viento se llevó y D. W. Griffith inventaron el taquillazo. A lo largo de las décadas, cientos de películas se han convertido en las más populares sobre la Tierra. Y cuando la gente dice que Tiburón o Star Wars arruinaron el negocio porque Estados Unidos desarrolló una mentalidad únicamente dirigida al taquillazo, es una teoría absolutamente corrupta nacida de personas sin ningún respeto por la historia del cine. El taquillazo ha existido desde la primera película que se proyectó en un nickelodeon[los primeros cines, que cobraban la entrada a cinco centavos de dólar, un nickel].
¿Puede la cultura de masas ser arte?
¿Quién puede determinar qué es arte? ¿Quién tiene derecho a decir que hay una única definición y que estos ejemplos no caen dentro de esa categoría? Todo el mundo tiene derecho a definirlo del modo en que lo percibe. Para mí existe arte en todo. Incluso en las malas películas. Siempre hay una escena interesante, y digo: «Ese momento fue tocado por la genialidad». Encuentro arte en cualquier lugar al que miro; en películas como Black Panther: es tanto un triunfo artístico como comercial y cultural. Cuando alguien trata de estrechar el foco del arte para satisfacer su propia definición, yo prefiero no contar con ese individuo.
Sting, en la cima de su carrera, se preguntaba: tengo éxito y dinero, ¿sobre qué voy a componer ahora? ¿Cree que hay un precio creativo a pagar cuando uno se vuelve rico y es aplaudido?
El único precio es la pérdida de anonimato. Es un pequeño precio para mí. Pero ha sido una imposición sobre mi familia. Cuando mis hijos estaban creciendo y veían cómo a su padre lo paraban extraños en la calle, se preguntaban por qué hablaba con esa gente si ni siquiera los conocía, por qué no estaba con ellos. Era muy duro estar en público. Miraba a mis hijos y no les gustaba. Esa ha sido la cara amarga.
¿Y desde un punto de vista creativo?
Mire, no soy el tipo de creador que diga: sufro por mi arte. No sufro por mi arte. Me deleito con él. Me entusiasma. Sencillamente, me da una nueva vida cuando estoy trabajando. Amo hacer películas. ¿Si me preocupo? Por supuesto. ¿Si me equivoco? A menudo. ¿Tengo inseguridades en el trabajo de cada día? Por supuesto. Pero eso para mí es combustible para encontrar caminos que me saquen del atolladero en el que me gusta colocarme. Porque cuanto más nervioso estoy como cineasta, más ideas me vienen para resolver los problemas que todos los cineastas encuentran para contar historias.
Y si pierde esa sensación, ¿se acabó?
No haría esto nunca más. El miedo es mi combustible. No me gusta sentirlo. Pero la inseguridad que provoca el miedo es esa cosa única que realmente me inspira con mejores ideas para contar historias de una forma distinta, lo adoro. Bueno, no lo adoro, no lo disfruto, pero trabajo mejor desde la ansiedad que desde un lugar de confianza.
El miedo, el terror, se encuentra muy presente en su filmografía. Y suele aparecer representado en forma de algo que persigue al protagonista: dinosaurios, una gran bola de piedra, un camión sin conductor, nazis; elementos que provocan una huida hacia delante y desencadenan la acción. En Tiburón, esa huida y ese terror también estuvieron presentes durante la filmación. Al poco de comenzar el rodaje, el muñeco mecánico del escualo se estropeó. La reparación llevó semanas, y provocó que el realizador buscara alternativas para no detener la producción. Decidió grabar parte de las escenas sin bicho. Y se sacó, del pánico que probablemente sentía, una solución que cambió el destino de la película: los protagonistas disparaban al tiburón unos arpones con un barril atado en el extremo. De modo que esas boyas surcando el agua eran, a ojos del público, el tiburón. Más cerca cuanto más se aceleraba la música. La mera sugerencia de la bestia resultaba incluso más amenazante. Sus películas no son biográficas, pero es posible intuir en ellas aspectos de su vida. Hay algo inconcreto que parece perseguirle desde la infancia. En ocasiones lo ha exteriorizado citando el divorcio de sus padres, que rompió el equilibrio familiar. Las obsesiones y los traumas a menudo se esconden en un rincón abandonado de la niñez. Y suelen configurar el motor de las personas creativas.
¿Tiene usted un primer recuerdo relacionado con lo que es hoy, con su oficio, una de esas imágenes que se comprenden años después, como un primer fogonazo que le indicara que se convertiría en cineasta?
Recuerdo lo bien que me sentía cuando alguien me leía. Un sentimiento cálido y hermoso de crianza. Lo experimentaba cuando mi abuela me leía un cuento a los dos o tres años, cuando mi padre me leía ciencia-ficción a los siete u ocho, cuando mi madre, a una edad temprana, me leía poesía. Me encantaba que me leyeran. Liberaba mi imaginación. Sus palabras disparaban imágenes en mi mente, me tocaba a mí rellenar los huecos, el aspecto de los monstruos y de los ángeles y del héroe y la heroína. Cuando empecé a ver películas, no quedaba sitio para la imaginación. En la mayoría de ellas, todos los huecos habían sido cubiertos por el cineasta. Aunque te atrapaban con una historia estupenda. Y, si era buena, me gustaba verla una y otra vez. Diría que el hecho de que me leyeran me ayudó a crear un lenguaje visual que luego me sirvió bien en mi carrera.
Según ha contado, le marcó Lawrence de Arabia, sobre todo ese instante cuando Peter O’Toole, ensangrentado, parece preguntarse: «¿Quién soy?». ¿Por qué hace usted cine? ¿Para entenderse mejor?
No lo observo desde un punto de vista intelectual. Me entiendo lo suficiente como para darme cuenta de que no me conozco nada. Y entonces creo que me comprendo y descubro que en absoluto. Si algún día descubro realmente quién soy, no me quedarán más historias que contar. Así que necesito mantener esa opción abierta, siempre.
¿Y no es esa la gran pregunta, quiénes somos?
Sí, quiénes somos, qué hacemos aquí. Pero su respuesta no nos corresponde. Nunca me ha detenido la búsqueda de esa pregunta sobre quiénes somos. Y, si fallo al encontrarla, quizá el siguiente proyecto me revele algo más. Pero tampoco es lo que me empuja a contar historias. No estoy buscando una guía sobre lo que me hace ser quien soy. Me aburro solo de pensarlo.
¿Por qué ve películas?
Porque me gusta perderme. Y perder el control. Y, cuanto mejor la película, más pierdo el control. Me convierto en un jugador en el escenario de otro, y lo amo. Si es lo suficientemente bueno, olvido quién soy y dónde estoy. Esa es mi definición de una gran historia.
Su cine suele mostrar una visión positiva de la vida: si algo se rompe, puedes arreglarlo; si quieres algo, puedes lograrlo. ¿Comparte esa visión de la raza humana?
Tengo una visión muy positiva. Incluso cuando las cosas parecen lo más oscuras, sé que habrá un amanecer. Siempre he estado convencido de ello. Soy más pragmático en la vida real, sé que las cosas no cambian de un día para otro. Lo que sí puedo hacer es que las cosas cambien de un día para otro en una película, y ese es el motivo por el que adoro contar historias, porque puedo manipular el hecho de que algo que lleva 40 años cambie entre el segundo y el tercer acto. Es una de las grandes ventajas de este oficio, y quizá el motivo por el que me dedico a ello: porque soy capaz de controlar el cambio, a mi ritmo.
Y lanzar un mensaje…
Trato de demostrar a la gente que hay una forma mejor de solucionar los problemas. Algunas de mis películas hacen eso.
Volviendo a su época de E.T., ¿cuánto queda en usted de ese niño, Elliot, que necesita ser sorprendido por lo extraordinario?
Creé esa película, con [la guionista] Melissa Mathison, así que estoy vivo dentro de Elliot, y él sigue medrando dentro de mí. Estará conmigo toda la vida. Me siento muy unido a él. Y sé lo que es sentirse el hijo de un divorcio. Y sé lo que se siente cuando uno trata de reemplazar a un padre ausente con una criatura o un alienígena. Yo reemplacé a mi familia rota con un montón de personajes rotos a través de los cuales podía contar mi propia historia. No todas mis películas, pero sí muchas, iban de cómo era ser el hijo de unos padres divorciados.
Y, a menudo, un niño corriente frente a lo extraordinario.
Me gusta lo extraordinario porque no sucede todos los días. Y me gusta contar historias que no suceden todos los días. No puedo hacer ese tipo de películas de Sundance, me encantan, y admiro el talento de quienes logran hacerlas. Pero yo necesito añadir algo que sea superior a lo que ocurre en la vida real.
Ahora tiene 71 años…
Los 71 son los nuevos 51.
Buena respuesta. ¿Y nietos?
Tengo cuatro.
¿Hay algo que considere esencial transmitirles, esa pista clave para la vida?
A mis nietos les digo siempre lo mismo: antes de hablar, párate y escucha al otro. Es lo que mi padre me decía. Y es lo que mi abuelo le decía a mi padre. Y eso ha estado en mi linaje y a lo largo de mi experiencia en este planeta. Es algo que he aprendido desde niño: has de escuchar, porque, si no, careces de raíces y de una base para hablar. Se lo digo todo el rato: ¡Eh! Escucha.