Sudacas roba empleo
Este artículo arranca en un bar en la Cava Baja y termina en un bar en las Mercedes. De por medio hay dos países, dos continentes y muchas buenas personas atrapadas en una espiral de sacrificios y sin sentidos. Una espiral que llamamos emigración y que, por momentos, parece demasiado retorcida y dolorosa para quedar amarrada al papel con esos alfileres diminutos que son las letras. Pero haremos el intento.
Hace unos días un amigo madrileño me preguntaba entre cañas “¿Por qué todos los venezolanos tenéis trabajo aquí en España? ¡Joder con el desempleo que hay y todos los que conozco de tus paisanos están currando!” Así una noche de copas se convirtió rápidamente en una semana de dudas y remembranzas.
Recuerdo que ese día le contesté escuetamente a mi amigo: “No todos. Lamentablemente no todos los venezolanos tienen trabajo. Hay muchos que la están pasando aún muy mal… pero comparativamente con los españoles… es verdad que el índice de desempleo aparente, ese que saca uno a ojo de buen cubero, parece menor. Supongo que es así porque los inmigrantes venezolanos no son la inmigración normal que viene de Latinoamérica. Conseguimos trabajo porque estamos dispuestos a todo”.
Esa respuesta, atropellada entre una pinta de Guinness y media patata brava, encerraba varias ideas poderosas que mi amigo, castizo hasta el tuétano, simplificó en un mantra: Los panchitos de Venezuela vienen dispuestos a dejarse humillar por unas pelas.
Una poderosa noción que invoca el fantasma de los sudacas roba-empleos, pero que aun sin llegar a ser completamente cierta, tampoco es del todo falsa. Y precisamente en entender esa media verdad radica la clave para que el español promedio logre comprender el fenómeno de la inmigración venezolana.
Los venezolanos SI SOMOS sudacas roba-empleo. Y si Dios nos ayuda, lo seguiremos siendo durante años, a mucha honra. Porque los venezolanos venimos a España a trabajar, a reventarnos el lomo para ganarnos nuestro lugar en la sociedad en española, para forjarnos una nueva vida. Venimos para quedarnos.
Un inmigrante latinoamericano, por norma general, viene a España por razones económicas. Viene con un pie en la otra orilla, con un plan para el retorno. Los colombianos, peruanos y ecuatorianos – por nombrar solo tres pueblos hermanos- vienen con la idea de hacer un ahorro en divisas y luego retornar a sus naciones de origen con dinero suficiente para emprender sus negocios y comprarse una casa.
Para muchos latinos, España es un período transitorio en su vida, una experiencia laboral, un buen negocio, es “hacer la Europa”. Para el venezolano no, para el venezolano es la oportunidad de volver a una vida normal, de tener una familia y un futuro. Y eso se sabe rápido cuando en una reunión le preguntas a un compatriota “¿Te regresas?” y te responde “No chamo ¿Pa qué? Ahí para mí ya no hay más nada”.
Y es que el venezolano no viene solamente por razones económicas. Si el dinero fuera el único problema, muchos no habríamos salido de Venezuela. No amigo lector, para dejar una vida atrás hace falta mucho más que unas monedas. El venezolano viene porque su forma de vida se ha roto por completo.
Viene huyendo del hampa, de la tragedia hospitalaria, de la pobreza extrema, de la violencia policial, de la violencia política, del estado de indefensión jurídica, de la ineptitud gubernamental, de la dieta eléctrica, del fantasma incontrolable de la escasez y el hambre. El venezolano viene, y así lo siente, huyendo de un cataclismo. De un apocalipsis social, económico y político, que hace imposible su regreso porque en su cabeza, Venezuela ha sido convertida en tierra inhabitable, en Cartago salado, en desierto yermo. El venezolano cuando llega a España hace igual que Cortés en México, quema las naves.
Con ese telón sentimental de fondo, cuando el venezolano aterriza en el Reino de España, aterriza con la claridad de que “necesario es vencer” porque la derrota se le quedó en Maiquetía, tirada sobre el mural de Cruz-Diez que en los últimos años tantas veces ha sido regado con lágrimas. Lágrimas de los que se van y lágrimas de los que se quedan. El venezolano se juega mucho y cuando tu cerebro está programado para no rendirte –eventualmente y por muy duro que sea- terminas si no venciendo, al menos sobreviviendo.
Arquitectos y periodistas de la UCV lavan platos y sirven cañas en bares de cuatro mesas en Gran Vía, ingenieros de la UCAB reparten volantes de Subway mientras Tenientes Coroneles retirados le echan bola a “marchas forzadas” por las calles de Hortaleza pescando clientes para una hamburguesería.
Profesionales muchos, trabajadores todos. Los venezolanos no dicen que no a nada, porque cualquier cosa es mejor que fracasar. Desde médicos paseando perritos, hasta criminólogos aprendiendo a batir la coctelera. Hay hambre, hay ganas, hay miedo a tener que regresar con la cabeza baja a un país que ya no reconocen y en el que, en la mayoría de los casos, ya no les es posible retornar ni que lo quisieran, pues han vendido casas, coches y abandonado trabajos, familia y amigos, en un sacrificio casi bíblico para cruzar el Atlántico.
Y esa es solo la primera parte de la respuesta a por que muchos venezolanos han conseguido trabajo. La segunda es que estamos muy bien preparados. Así de sencillo. Así de escueto. Eventualmente ese ingeniero que reparte volantes recibe una llamada de una oferta que metió por Infojobs, o un amigo del periodista le da un teléfono de una empresa que busca personal. Y entonces se produce la magia. Ese venezolano recibe una oportunidad en su oficio, en su profesión ¡Agárrese todo el mundo!
Ese hombre o esa mujer hace horas extra a destajo, no tiene miedo en agarrar los peores proyectos, en luchar con los recortes de presupuesto y de salario, no se molesta si le mandan trabajo para el fin de semana, si le pide reubicarse dentro o fuera de su ciudad, o en la luna si fuera necesario. ¿Qué importan dos horas más o tres o cuatro en una oficina sentado cómodamente frente a un computador, para una persona que era abogado en un bufete de La Castellana – la criolla no la ibérica- y que tuvo que aprender a aguantar de rodillas mientras fregaba retretes cagados en un MacDonald en Sol después de una jornada de 13 o 14 horas?
El venezolano viene de un país destruido y de unos primeros años –algunos afortunados lo lograron en meses- en lo más bajo de la escala social española. Viene de la guerra, de Verdún, de Vietnam, de Las Termópilas. El Venezolano es currante y emprendedor y es imposible que no surjan las comparaciones laborales. A los ojos de los empleadores iberos, el venezolano se come a los compañeros de trabajo.
Trabaja el doble, el triple, sin miedo, sin pedir vacaciones, sin mencionar las pagas extra. Trabaja porque ya perdió un país y no quiere perder otro. Tiene miedo, como dicen aquí “más miedo que vergüenza” y eso es bueno, eso lo hace fuerte, lo hace ágil, lo hace despiadado. Inclusive cruel a veces. Y los colegas de oficina españoles, acostumbrados al estatus quo, no entienden por qué el panchito criollo tiene ese afán por “hacer la pelota”, por qué su falta de “compañerismo” para pedir más “días de puente”.
Es cierto, lo reconozco, a veces no somos buenos “coleguis”, porque el venezolano es como un león hambriento entre gacelas gordas. Es Leónidas revivido y “no creen en nadie”. Y pensando sobre esto recordé ese momento en Las Mercedes, cuatro años atrás y seis Soleras de por medio, cuando yo también puse mi cerebro en esa onda espartana y me uní a los 300 Criollos.
¿Y si no consigues trabajo de periodista?
Le echo bola a lo que sea… a lo que sea mi pana… Me dijeron que en Galicia están reclutando gente para los barcos de pesca. Es buena paga. Y estadísticamente… más peligroso es Petare.