Suniaga: Robert Kaufman no sabía
Venezuela era ejemplo de estabilidad política y, desde la aplicación del programa económico del presidente Pérez en 1989, de buen manejo de la economía. Los sismos comenzaron con “El Caracazo” y el 4 de febrero de 1992. Donde hacía mi maestría, se organizó un foro. Al final, el profesor Robert Kaufman emitió un juicio lapidario: Con profundo pesar en la voz y el semblante, afirmó que algo muy malo ocurría en Venezuela si sus estudiantes universitarios, por lo menos aquellos a quienes había escuchado ahí, justificaban un golpe militar contra un gobierno elegido en elecciones indiscutiblemente democráticas. El país que tanto admiraba se lanzó a un abismo, y todavía no ha llegado al fondo.
Siempre que se busca en el pasado las causas de un episodio del presente, hay que recurrir a la arbitrariedad para no terminar la búsqueda en el Big Bang universal. Dada entonces esa necesidad analítica, la tragedia venezolana actual se puede ubicar en la catastrófica confrontación que se generó entre Carlos Andrés Pérez y Jaime Lusinchi, a mediados de la década de los ochenta del siglo pasado. Fue una pelea entre titanes políticos y, como suele ocurrir en esos bouts, ambos terminaron destruidos. Peor aún, en su destrucción mutua, arrastraron a Acción Democrática, al resto del sistema político y a Venezuela.
Como es historia, CAP fue el aparente ganador. Desde la calle, se hizo con la mayoría del partido y derrotó a Octavio Lepage, apoyado por Lusinchi, en las elecciones internas de 1987. No había dudas de que CAP, en su mejor versión, era de lejos el más grande líder del país y aseguraba una victoria arrolladora para el partido. Así quedó demostrado en las presidenciales de 1988, donde derrotó de manera clara a Eduardo Fernández, candidato de Copei.
La reelección o su intento, y había suficiente evidencia en el Continente, era una fórmula probadamente nefasta en América Latina. Por muchas razones, grandes desastres políticos en el Continente habían estado precedidos por la pretensión de un líder o partido de reelegirse. Al final de esos empeños, además, siempre terminó estableciéndose una dictadura militar. En Venezuela, la reelección de Pérez, seguida de la de Rafael Caldera, aun considerando el lapso constitucional que debía mediar entre sus gobiernos, explica en buena medida lo ocurrido aquí. Algunas voces advirtieron el peligro en 1983, en el primer intento de Caldera por reelegirse, y en 1988, cuando lo intentó Pérez, pero esas voces no fueron escuchadas. Los dioses no solo ciegan a quienes van a perder, también los vuelven sordos.
Los sismos comenzaron en 1989, con “El Caracazo” y el 4 de febrero de 1992, con el golpe militar del teniente coronel Hugo Chávez. Cuando ocurrió el último, hacía mi maestría en Columbia, en SIPA, su Escuela de Asuntos Internacionales, y recuerdo que alumnos y profesores no salían de su asombro. Mayor entre los especialistas en América Latina porque Venezuela era el ejemplo de estabilidad política y, desde la aplicación del programa económico del presidente Pérez en 1989, de buen manejo de la economía. Un caso de estudio que demostraba cómo, superadas las primeras durezas de un programa de ajustes, los beneficios del mismo comenzaban a hacerse evidentes.
Pasadas unas semanas del golpe, que fue cruento (aunque nunca se publicó un informe que definiera el número de víctimas. “Pasan de 200” fue el titular de Últimas Noticias, aquellos días), se organizó en SIPA un foro donde se discutió el tema de Venezuela y el 4F. Para mi estupor, los estudiantes venezolanos que formaron parte del panel y quienes tomaron la palabra defendieron el golpe y manifestaron su preocupación por la violación de los Derechos Humanos de los golpistas. Asimismo, lo hicieron algunos estadounidenses interesados en la política de América Latina.
En mi caso, dije lo que he creído desde el infausto día en que apareció Hugo Chávez: Defendí con denuedo la democracia venezolana y condené a los militares que se levantaron contra ella. Exalté el comportamiento valiente y decidido de Carlos Andrés Pérez, cuyo accionar derrotó a los golpistas, pero confieso que nunca me sentí tan solo en una causa. Al final, sin embargo, me quedó la satisfacción de que el profesor Robert Kaufman, gran latinoamericanista y prolijo autor sobre la región, quien moderaba el evento, lo concluyera emitiendo un juicio lapidario. Con profundo pesar en la voz y el semblante, afirmó que algo muy malo ocurría en Venezuela si sus estudiantes universitarios, por lo menos aquellos a quienes había escuchado ahí, justificaban un golpe militar contra un gobierno elegido en elecciones indiscutiblemente democráticas.
Juicio que emitió sin haber visto las pintas dándole vivas a Chávez que aparecieron desde el 4F en los recintos universitarios venezolanos. Ni haber leído lo que opinaban algunos de nuestros académicos y venerados intelectuales de izquierda y de derecha, ni los reportajes de prensa o editoriales de los medios que exaltaban a los golpistas, sin haber visto las colas de profesionales universitarios para visitar a los comandantes presos, ni escuchar lo que decía nuestra clase media, egresada de las universidades, en las tertulias de los cafés del este de Caracas y sin haber escuchado o leído el discurso de Caldera en la sesión conjunta donde se debatía la solicitud de suspensión de garantías hecha por el gobierno de Pérez, antes de votar en contra.
Quizás tampoco llegaría a saber que con toda esa atmósfera favorable generada por la intelligentsia criolla, se estaba gestando otro golpe militar, en noviembre de ese año; el perdón de los golpistas por un presidente democráticamente electo apenas en marzo de 1993, la destitución y encarcelamiento de Pérez ese mismo año, vaya paradoja. Tal vez el profesor Kaufman tampoco siquiera llegó a imaginar que en 1998, esa Venezuela que tanto admiraba se lanzó a un abismo, siguiendo al coronel golpista de 1992, y todavía no ha llegado al fondo.
Al profesor Robert Kaufman nunca más volví a verlo, ojala viva, y ojalá tampoco sepa que aquel juicio suyo resultó trágicamente cierto, en efecto aquí ocurría y se estaba gestando algo muy malo.