Susan Sontag en persona
El primer encuentro entre Sontag y Levine estuvo marcado por una pregunta sobre las preferencias sexuales de Manuel Puig. A pesar de la incomodidad, esa conversación marcó el inicio de una amistad que deja ver uno de los lados más humanos de la autora de La enfermedad y sus metáforas.
a Jorge Lebedev, gran amigo
La primera vez que Manuel Puig se fijó en Susan Sontag fue a fines de los años cincuenta en París. Él se había dado cita con su amigo Néstor Almendros en el legendario Café de Flore, y allí, en una mesa, estaba sentada Susan con una joven. Según comentó Manuel con Néstor, ninguna de las dos mujeres le pareció atractiva. Supongo que, desde su perspectiva femenina o cinéfila, las encontró demasiado masculinas. Las opiniones de Manuel a menudo me sorprendían, y este es un buen ejemplo: Susan, a quien tantos han celebrado, era muy guapa, especialmente de joven, pero comprendo que no era su tipo. Tal cual Manuel apuntó una vez, para él las grandes bellezas fueron las legendarias actrices de Hollywood como Greta Garbo, Hedy Lamarr, Lana Turner, Vivien Leigh; todo ello desapareció en 1950 con el adiós de Gloria Swanson en Sunset boulevard.
Cuando vi a Susan Sontag por primera vez, estaba recostada en una ventana con sus largas piernas cruzadas apoyadas casualmente sobre el alféizar. Llevaba su clásico cuello de tortuga negro y jeans, el espeso cabello negro con el famoso mechón blanco como de mapache, y me sentí intimidada. Temía acercarme, pues sabía que había sobrevivido recientemente a la batalla contra el cáncer de mama, y me preocupaba parecerle frívola. Siempre he sonreído mucho –a diferencia de los usuales académicos y escritores de rostro impasible cuya actitud presupone gravedad– y tal aparente liviandad ha sido a veces malinterpretada en los círculos tradicionales. Pero finalmente me acerqué, cuando la vi junto a la mesa en que estaba desplegada una espléndida variedad de bagels, salmón ahumado, quesos y ensaladas.
La ocasión fue un brunch en los años setenta, en el departamento del editor Mark Mirsky, en el East Village neoyorquino, para celebrar su boda con Inger, una artista noruega. Era uno de esos departamentos, en un cuarto piso sin ascensor, con la bañera en la cocina. El ambiente lucía festivo y la mayoría de nosotros bebía champán. Me presenté yo misma, posponiendo el deseo de prepararme un bagel con salmón, queso crema y otras delicias. Ella parecía saber quién era yo, o al menos que había traducido a Manuel Puig, pues lo primero que hizo fue preguntarme: “¿Es Puig queer?”
Susan no era una persona que se anduviera con rodeos, pero tal brusquedad me tomó desprevenida. Me parece que solo alcancé a responder parcamente “por supuesto” con mi habitual sonrisa, amistosa aunque neutra, intentando parecer imperturbable. Pero ella esperaba una respuesta más elaborada viniendo de una supuesta traductora de autores radicalmente innovadores. Su pregunta me paró en seco porque quería, aunque no me atreví, complementarla con algunas de las mías:
La primera habría sido: ¿no era ella queer?
Seguida de: ¿cómo no iba ella a saber que él era homosexual?
Y ¿por qué en vez de gay usó el término queer, que para entonces aún tenía connotaciones despectivas?
O, y esto tiene más sentido pero de nuevo no pude preguntar, ¿estaba indagando, en clave, si yo era queer? ¿O quizás estaba, también en clave, tratando de averiguar si yo me había acostado con Manuel Puig? Si esta era su manera de ponerme en evidencia, no caí en la trampa.
A partir de los años ochenta, el término queer se transformó en una categoría radical que aludía no solo a una estética sino a una gama más amplia de la sexualidad humana, pasando además a ser un pilar de las políticas culturales. Pero, en la época en que conocí a Susan, queer todavía sonaba a insulto, aunque menos descarnado que “marica”. Ahora me gustaría creer que fui testigo de primera mano de la Susan Sontag creadora de nuevas tendencias –reinventando queer como atractivo, desafiantemente válido, radical, ajeno a las definiciones fáciles con respecto a la orientación sexual y la identidad social– y que el resto del mundo pronto seguiría su ejemplo.
En diciembre de 2004 el cáncer, contra el cual tan heroicamente había luchado por décadas, tristemente ganó por fin la guerra y murió apenas cumplidos los 71 años. Casi tres años después, en 2007, sus logros y libros de toda una vida fueron objeto de un ataque mezquino en un destacado artículo de la New York Review of Books, la misma revista donde por tantos lustros ella había sido una de las principales colaboradoras. No cabe duda de que el autor del artículo estaba ventilando sus propias frustraciones, envidioso quizá de la posición de Susan como “celebridad de la crítica literaria”. Sentí que era importante para el lector compartir lo que yo sabía tanto del crítico resentido como de ella, y por eso escribí (y publiqué en la sección “Cartas” de la NYRB) una encendida respuesta buscando reivindicarla. Lo critiqué porque estaba menospreciando a una mujer notable y porque yo, como otras mujeres en las artes y en la academia, era muy sensible a tales injusticias bajo el patriarcado.
Ciertamente, Susan tenía sus fallas, sobre todo como novelista y cineasta, y pecaba a veces de ingenua, dado su incondicional entusiasmo por escritores, cineastas y artistas de todos los medios; pero para mí, huelga decirlo, su ilimitada energía para abarcar con tanta amplitud la cultura la encontré siempre admirable: era audaz, brillante y con frecuencia daba en el clavo tanto en su ética como en su estética. Además, Susan era una mujer que desafió la opresión de las mujeres al no hacer del feminismo –sobre todo de la política de la identidad– su bandera. Simplemente, Susan no quería que su escritura quedara encasillada a causa de su género.
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Tras aquel brunch en el East Village, imagino que porque me fui de Nueva York en los ochenta, no tuve otro encuentro con Susan hasta 1991, cuando me escribió una carta donde me comentaba cuánto le gustó The subversive scribe (que se publicó en el Fondo de Cultura Económica en 1998 con el título Escriba subversiva), mi estudio sobre la traducción, que ella describió así: “un libro vital en todo momento, ampliamente generoso y lleno de resonancias; un relato tan vívido y justo de cuán complejo es el proceso de la buena escritura”. Esta vez, en Santa Bárbara, pasamos una velada juntas. Yo ya vivía en la costa oeste y daba clases en la Universidad de California. Fue el 18 de abril. Lo sé porque escribí en mi diario: “Una noche mágica.” En aquel momento su llegada a Santa Bárbara fue un salvavidas lanzado desde Nueva York por alguien que me levantó el ánimo (lo cual no era frecuente en ella), pues me sentía profundamente aislada, envuelta por un estado mental ajeno que se llamaba California.
Ella había venido a la universidad invitada por el Centro de Humanidades para dar una charla sobre uno de sus novelistas preferidos, y también uno de los míos, el brasileño Machado de Assis. Como ella cobraba mucho dinero, el organizador estaba un poco molesto, no porque no fuera una presentación estimulante sobre el narrador latinoamericano posiblemente más importante del siglo XIX, sino porque su ensayo acababa de ser publicado en The New Yorker. En aquellos días, se veía poco decoroso ser invitada y dar una conferencia sobre material ya publicado. Tras su charla, me ofrecí a llevarla a cenar y recorrer la hermosa Santa Bárbara. Los profesores anfitriones parecían aliviados (y hasta cierto punto intimidados), así que supuse que les estaba haciendo un favor.
En aquel entonces, y aún ahora, como más disfruto Santa Bárbara es mostrándosela a los visitantes. Mientras íbamos en mi auto por la ciudad, poco antes de llegar al restaurante ella observó algo que yo, recién llegada a esta tierra del loto, apenas había notado y que me había parecido insignificante: la escritura estilizada de los letreros de las calles. Ahí me preguntó si los nombres estaban escritos con caligrafía china, es decir, si fueron hechos por los obreros chinos que emplearon en California como mano de obra barata para colocar las vías del tren desde finales del siglo XIX hasta principios del xx. Lo hallé interesante, pero desconocía la respuesta. Cuando le pregunté, otro día, a un conocedor de Santa Bárbara si eso era cierto, me dijo que la hipótesis de Susan le resultaba fantasiosa. Así mi primera impresión acerca de esos floridos letreros –que no eran más que un adorno típico de esta ciudad tan ornamentada– era más próxima a la verdad, pero de todos modos me intrigó la teoría de Susan.
Esa noche, mientras cenábamos, le hablé de mi deseo de dedicarme a la “auténtica” escritura en lugar de la académica, tal como había empezado a intentar con The subversive scribe. “Tienes que escribir. Nunca abandones tu sueño”, me enfatizó. Y sin pausa agregó: “Te ves fantástica. Debes estar haciendo algo bien.” Me contó de sus conquistas y compartimos historias sobre “nuestras amantes cubanas”, ya que su primera relación significativa con una mujer había sido con la dramaturga María Irene Fornés, a quien conocí una vez cuando asistí a una de sus obras en un teatro experimental –al final oeste de la calle 42– con la pintora cubana Lydia Rubio, mi primera compañera romántica.
En un momento dado, Susan aludió al poeta ruso Joseph Brodsky como la gran pasión de su vida, el amante estelar, y exclamó que yo había tenido mucha suerte al estar tan cerca de Manuel Puig. “Escribe sobre tus aventuras con ellos”, dijo. “Los hombres son horrorosos, fríos”, afirmó enfática, “pero las mujeres son devastadoras”. Para entonces, Annie Leibovitz era su nueva pareja, y Susan notó, con un cierto énfasis, que “cuando todo se acaba con tu primer amante, el segundo affaire es triste pues no lo tuviste cuando lo necesitabas; por eso la segunda vez llega siempre demasiado tarde”. Lo que me confió hacia el final de nuestra velada fue lo que más me conmovió. Afirmó que escribía ensayos cuando sentía “temor de fracasar” con su escritura, es decir, con lo que realmente quería escribir.
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En el otoño de 2003, estando de sabático en Nueva York y debido a una tentadora oferta de trabajo, por poco decido mudarme otra vez allí. Recuerdo un almuerzo en el restaurante japonés favorito de Susan debajo de la famosa librería St. Mark’s. Ella, como era de esperar, comía un erizo de mar vivo y todavía removiéndose en el plato y yo había pedido mi acostumbrado rollito de pepino, sopa miso y ensalada de algas marinas. Enseguida ella observó: “¿no vas a comer sushi?”, como si me preguntara: “¿eres una filistea?”, dado lo cual no tuve más remedio que replicarle que yo no era una gran fanática del pescado crudo, pero lo peor fue la vergüenza que sentí por haberme acobardado. Traté de salir del atasco mencionándole el consejo de mi cuñado, un médico que no comía pescado crudo por contener bacterias y mercurio. Susan se burló de tanta cautela.
De cualquier modo era difícil decirle que no a Susan cuando me invitaba a salir. Como la vez que me propuso acompañarla a la Brooklyn Academy of Music. ¿Cómo iba a renunciar a tal invitación? Así que fui a recogerla a su palacio en Chelsea y bajamos hasta Chinatown para cenar (estoy segura de que pidió comida demasiado picante), y de allí fuimos hasta Brooklyn, para mi alivio, en taxi. Este gesto generoso me encantó, especialmente porque temía el tedioso viaje en metro. Como verdadera neoyorquina, he viajado en metro desde los cinco años, así que en mi caso estas incomodidades no eran ninguna novedad. De hecho, el trayecto en metro era la principal razón, aunque no la única, por la cual nunca me acercaba a Brooklyn. Confieso que tenía el prejuicio tan tonto de que la auténtica Nueva York empieza y termina en Manhattan.
Desde mi perspectiva, la árida obra maestra de teatro alemán contemporáneo que nos sentamos a ver en aquellos asientos tan duros, ella con intensa concentración, fue una experiencia sumamente pesada. Intenté ocultar mi desencanto (qué poco sofisticada yo, pensaba) pues ella estaba encantada y además era una experta en el autor de la pieza, por no hablar de su amistad con los actores principales. Durante el intermedio algunos conocidos entre el público se acercaron para hablarle o simplemente saludarla. ¡Qué alivio!
Quizás el episodio más placentero con Susan lo viví durante la época en que yo me quedaba por el West Village, cuando ella insistió en presentarme a Rick, su simpático y très gay peluquero, quien había trabajado en el exclusivo mundo de la moda. Así que nos citamos en su ameno salón retro, Snip N Sip, ubicado en Waverly Place cerca de la calle 10. Susan y yo nos sentamos frente al espejo en aquellas sillas giratorias, como dos amigas compartiendo un momento entrañable, charlando de todo y tomando té mientras Rick, el experto, cortaba, teñía y lavaba el cabello canoso de Susan. Me gustó que no le importara verse desarreglada, por así decirlo, con el pelo mojado y envuelta en una bata poco atractiva. Me encantó que compartiéramos aquel momento tan casual y singular.
En los años siguientes a la partida de Susan, cuando viajaba a Nueva York solía volver al salón de Rick. Mientras hacía gala de su habilidad como peluquero, disfrutábamos recordándola. Creo que el mejor consejo que me dio ella fueron sus palabras de despedida (en la esquina de la 7ª avenida con la calle 11, tras una visita a Snip N Sip) mientras nos abrazábamos (y ahora me doy cuenta) por última vez. “Vuelve a Nueva York, Jill. No te quedes en California. Deja que la ciudad te absorba completamente.” Y la vi alejarse, aquella consumada guerrera, encaminándose hacia el oeste por la calle 11 rumbo a su próxima cita. El semáforo cambió y yo crucé la avenida. ~
Traducción del inglés de Alejandro Varderi.
Copyright © 2021 de Suzanne Jill Levine.
Reproducido con permiso de la autora y sus agentes, Harold Schmidt Literary Agency.