Susan Sontag, Sarajevo y Venezuela
“Si la gente quisiera ver sólo lo que puede entender, no tendría que ir al teatro, tendría que ir al baño”
Bertolt Brecht
Pocos intelectuales del siglo XX tienen una correspondencia tan estrecha entre su destacada talla intelectual y sus niveles de compromiso con el sufrimiento ajeno como Susan Sontag. Ella solía recordar con cierta frecuencia una frase adulterada de Gramsci: “el optimismo de la barbarie y el pesimismo de la inteligencia”. A eso puede que se resuman estas primeras décadas del siglo XXI (que tampoco es que haya sido tan diferente al anterior). Nadie con una pizca de lucidez y sensibilidad –ambas cosas no es tan común que vengan juntas– podría dejar de ver con horror el tránsito humano en estos tiempos de penuria general.
Además, la perspectiva de un venezolano es quizás de las más afinadas para vislumbrarlo, por una sensación de devastación general muy difícil de explicar. Nadie sabe qué es lo que sucede en Venezuela, nadie sabe quién gobierna realmente, nadie sabe cómo se llegó a estos niveles de desazón tan abrumadora. Un país agresivo, sin pan, sin medicinas, sin reglas de juego, sin protección para el ciudadano trabajador, sin expectativas para nadie decente y en medio de una permanente atmósfera hostil y violenta. Se trata de un caos absoluto o simplemente de una coyuntura trágica que, –¿por qué no?–, podría terminar siendo un punto de inflexión. Lo esencial es resistir.
Susan Sontag visitó Sarajevo dos veces en 1993, mientras la ciudad bosnia estaba sitiada por los serbios. Un día en Sarajevo, decía ella, equivalía a semanas en Nueva York. Todo le parecía tan impresionable, tan denso, repleto de tanta vivencia, que la sensación del transcurso del tiempo era muchísimo más lenta y se vivía muchísimo más en menos tiempo que en otros lugares. Al comprender la magnitud del conflicto y la indiferencia europea ante aquel caos, tuvo una idea: montar la famosa obra de Beckett Esperando a Godot en un breve auditorio del edificio de prensa del Diario de Sarajevo. Un edificio que había sido alcanzado varias veces por misiles serbios. Llevar a cabo este montaje teatral suponía, por supuesto, un acto de rebeldía contra la barbarie. Cultura, reflexión, representación, en suma, arte frente a las bombas. Esperando a Godot es una archiconocida pieza en la que se entremezclan el sinsentido, la sensación del absurdo, el humor y el extraño e imperioso deseo de continuar siempre hacia adelante. Tal vez en escenarios como ese es que una obra de este calibre puede alcanzar su cota más alta de sentido: esperar a Godot mientras caen los misiles. Godot no vendrá, pero seguiremos esperándolo. Y además lo haremos con entusiasmo, con fervor y hasta con humor porque el espíritu humano es capaz de sobreponerse a todo. Camus decía que la vida carecía de sentido, y que precisamente por ello es que valía la pena vivirla.
A Susan Sontag le dolía particularmente Sarajevo porque era una ciudad mucho más cultural y cosmopolita que Zagreb o Belgrado. Justamente por eso querían destruirla. Estaba atónita e indignada con la actitud de los gobiernos de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Alemania que no estaban dispuestos a intervenir. Sarajevo sería destruida y la civilización daría, una vez más, unos pasos hacia atrás. Las superpotencias se dedicarían a mirar desdeñosamente hacia otro lado y los bosnios esperarían a Godot en vano. Y cuando le preguntaron por los compromisos de la izquierda ¡en 1993! Sontag respondió: “Ya no hay izquierda. Es un chiste”.
Los crímenes abominables de esa guerra son indescriptibles, como lo son siempre en cualquier guerra. Pero esos niveles de atrocidad en el corazón de Europa a finales de siglo XX fue una calamidad imperdonable por anacrónica y absurda. Sontag vio en ese conflicto el símbolo definitivo del cierre del siglo: el archiduque y heredero del Imperio Austro-húngaro, Francisco Fernando, fue asesinado en Sarajevo en 1914 y esta acción terminaría siendo el desencadenante para que, semanas después, estallara el peor conflicto bélico –hasta ese momento– de la historia de la Humanidad. El círculo que había empezado en Sarajevo se cerraba en Sarajevo. Ya Churchill en una de sus más recordadas frases había dicho: “Los Balcanes tienen la tendencia a producir más historia de la que pueden consumir”. Al final, sucedió el desastre. Y Godot no apareció.
Empezaba el siglo XXI con más pesimismo del que era conveniente y seguimos en ese descenso convulso que no somos capaces de asimilar. El único antídoto es el arte: que tiene esa extraña cualidad de dar siempre en el clavo gracias a la sutileza, a la ambigüedad, a la indirección; capaz de acompañar siempre al dolor porque, como decía Camus, este nunca podrá ser indigno. En un sentido muy profundo y hasta oculto, el arte invita siempre a seguir adelante, precisamente por no saber bien para qué, por no tener motivos para hacerlo. A veces me pregunto si Venezuela tiene también esa tendencia a producir más historia de la que es capaz de consumir o asimilar. Continuaremos esperando a Godot, tal vez hasta con gracia, tratando de hacer vida normal. Eso se llama coraje. Y sin saber por qué ni para qué, seguir siempre hacia adelante.