Svetlana Alexiévich: «Soy una persona del oído»
La mañana del jueves 8, mirando de reojo el diario antes de prepararme el desayuno, grande fue mi primera impresión, y de alegría, al ver una foto de Astrid Lindgren ¡en la portada! ¡¡y a tres columnas!!; verla y pensar que le habían dado el Nobel con carácter póstumo fue todo uno. Cerré los ojos y me dije que no, que era jueves y recién al mediodía sabríamos quién lo ganó este año. Abrí los ojos y leí el pie de la foto. Se refería a la publicación de los diarios íntimos que la creadora de Pippi Calzaslargas llevó a partir del 1.9.1939, el día en que comenzó la Segunda Guerra Mundial, hasta las Navidades del 45, pasada ya la hecatombe:
http://www.theguardian.com/books/2015/may/13/astrid-lindgren-second-world-war-diaries
Entrada ya la tarde de ese jueves, Svetlana Alexievich era un nombre agazapado en el email de la redacción de Nexos que me esperaba en mi estafeta. Y con toda certeza debo de haber leído ese nombre alguna vez, posiblemente cuando le concedieron el Premio de la Paz de los Libreros Alemanes, en el 2013, y hasta es posible que también haya leído los fragmentos de su discurso que los diarios suelen incluir en la crónica de la entrega del Premio. Pero eso sería todo lo que sabría de ella, y con esos mimbres no podía tejer ningún cesto. Me encontraba en la misma situación que cuando le dieron el Nobel a Herta Müller. Luego del Nobel fue que la leí y me fascinó, como me pasó con Wislawa Szymborska, o sea, que algo bueno sí tienen estos Premios; a veces nos descubren ínsulas literarias espléndidas, y desconocidas.
Pero por la noche, un gusano me seguía royendo, y me puse a estudiar la lista de los ganadores del Premio de la Paz de los Libreros Alemanes. Es uno de los más importantes que se conceden en este país, y se entrega puntualmente el domingo de la semana cuando se celebra en Fráncfort del Meno la Buchmesse, la feria del libro más importante del mundo. Y no se entrega en cualquier lugar funcional moderno sino en uno de los recintos más nobles de la historia de Alemania, en la iglesia de San Pablo, motejada por los feuilletonistas como “la cuna de las libertades alemanas”: ella fue en 1848 la sede del primer Parlamento elegido por el pueblo en este país, y en ella se redactó el texto para la Constitución de una Alemania unida, fracasado a causa de las presiones de Prusia. El edificio quedó casi completamente destruido por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, y es tanto su carisma que fue el primero que se reconstruyó pasada la guerra, 1945, hasta el punto de poder ser reinaugurado en su centenario, 1948.
En ese lugar cargado de historia y de símbolos se entrega desde 1950 el Premio de la Paz del gremio librero alemán, un galardón en cuyo palmarés no figuran sólo literatos sino que también brillan los nombres de Romano Guardini, Martin Buber, Karl Jaspers (cuyaLaudatio corrió a cargo de Hannah Arendt), Gabriel Marcel, The Club of Rome, Frère Roger (el único que aceptó el Premio a condición de que no hubiera Laudatio), y además, ¡ah! ¡¡Astrid Lindgren!!, Yehudi Menuhin, Jürgen Habermas, Anselm Kiefer… es decir, algo así como aquello que Agustín Lara llamaba «la crema de la intelectualidad».
Pero el gusano que me roía tenía que ver con el Nobel, porque alguna vez, en la Buchmesse, oí un comentario frívolo acerca de que ese Premio de la Paz era, respecto del Nobel de Literatura, lo que los Golden Globes respecto del Oscar. Y yo sabía que eso no era cierto, pero que hay un hilo sutil que los une. Ya el segundo de los Premios fue para Albert Schweitzer, Nobel, sí, pero de la Paz, y el sexto, en 1955, para Hermann Hesse, Nobel, sí, pero desde 1946.
La “conexión Golden Globes” —por así llamarla— se produce en 1965: la galardonada es Nelly Sachs, quien al año siguiente recibiría el Nobel ex aequo con Samuel Agnon. Son premiados luego, en 1968 Léopold Sédar Senghor, y en 1976 Max Frisch, dos candidatos al Nobel tan fijos como Borges. Pero la siguiente diana doble le estaba reservada a Octavio Paz, premiado en Fráncfort 1984, y en Estocolmo 1990. Václav Havel (1989) y Amos Oz (1992) aumentan la lista de los eternos candidatos al Nobel, aunque una vez más la siguiente diana doble se queda en América Latina, con Mario Vargas Llosa, premiado en Fráncfort 1996, con el Nobel en el 2010.
Siguen de nuevo dos habituales candidatos al Nobel como lo eran Yaşar Kemal, en 1997, y Chinua Achebe, en el 2002.
[El caso de Yaşar Kemal es curioso por tres razones: a) su Laudatio la hizo Günter Grass, quien se alzaría con el santo y la limosna Nobel en 1999, dos años después; b) Yaşar Kemal parecía predestinado a ser el primer turco Nobel ya que, por si acaso su obra literaria fuese poco, su esposa era sueca; y c) la cuarta “conexión Golden Globes” fue la de su compatriota Orhan Pamuk, en el 2005 y el 2006, respectivamente].
Y Claudio Magris, Premio de la Paz 2009, sigue figurando en la lista de “nobelizables”, en la ilustre vecindad de Philip Roth, Ngũgĩ wa Thiong’o, Haruki Murakami y compañeros mártires, lista de la que acaba de desmarcarse Svetlana Alexiévich, la periodista bielorrusa que fue la ganadora del premio francofortiano hace dos años.
Así, el Nobel viene a refrendar por primera vez el hecho de que no hay diferencia entre el buen periodismo y la buena literatura, que se trata de una dicotomía impuesta por el complejo de superioridad de los literatos frente a los periodistas. Cito de memoria, pero recuerdo haber leído una vez en T.S. Eliot que no puede hacerse una distinción esencial entre periodismo y literatura, y que, de hecho, la motivación del periodista es incluso moralmente superior. Dicho sea sin ánimo de incordiar, la Academia Sueca ya podía haber dado este paso en vida de mi tocayo y amigo Ryszard Kapuściński, otro ninguneado por “el“ Premio.
Habrá que leer a Svetlana Alexiévich, sobre todo después de haberme leído —ahora sí, con plena consciencia y al completo— no nada más los fragmentos de la crónica de la entrega, sino el texto íntegro de su discurso de agradecimiento en Fráncfort el 13 de Octubre del 2013. Texto del que traduzo [de la traducción alemana] un párrafo que me impresionó fuertemente:
“He escrito cinco libros, pero en el fondo, desde hace casi cuarenta años, no escribo más que un solo libro. Una crónica ruso–soviética: Revolución, Gulag, guerra… Chernóbil… La caída del “Imperio Rojo”… He ido siguiendo la era soviética. Tras nosotros queda un mar de sangre y una inmensa fosa fraterna. En mis libros habla el “hombre pequeño”. El grano de arena de la Historia. A él no se le pregunta, desaparece sin dejar huellas, se lleva sus secretos a la tumba. Yo me acerco a quienes no tienen voz. Les presto atención, los oigo, los espío. La calle es para mí un coro, una sinfonía. Lástima inmensa cuánto es lo que se dice, se susurra, se grita para nada, sólo existe un breve instante. En los seres humanos y en la vida humana hay mucho de lo que el Arte no sólo nunca ha dicho nada, sino de lo que ni siquiera tiene idea. Todo ello relampaguea brevemente y desaparece, y hoy desaparece de manera bastante rápida. Nuestra vida se ha vuelto muy rápida. Flaubert decía de sí que él era “un hombre de pluma”. Yo puedo decir de mí: Soy una persona del oído”.
Ricardo Bada
Escritor y periodista, residente en Alemania desde 1963. Editor en ese país de la obra periodística de García Márquez y los libros de viaje de Cela, y autor de Don Enrique, la única antología integral en castellano de la obra de Heinrich Böll.