Tecnocracia: ¿Hay algún médico en la sala?
Todos y cada uno de nosotros, sin excepción, hemos dedicado una larga sobremesa a deliberar con parientes o amigos acerca de la implementación del sistema burocrático weberiano y la racionalización de la administración pública española y su nivel jerárquico. O lo que es lo mismo, sobre si el ministro de educación tiene que ser un profesor o el de sanidad un médico.
Este es un tema bastante discutido que genera acalorados debates entre los que se inclinan por dejar la gestión pública en manos de políticos electos y los apasionados defensores de aquello que llaman tecnocracia o “gobierno de expertos”. Lo cierto es que la apuesta por esta última opción gana adeptos y ¿por qué no lo haría? Los argumentos dados por los “tecnófilos” son bastante convincentes y parecieran no atentar contra el sagrado principio del sentido común. ¿Quién conocerá mejor los problemas del sistema sanitario que un médico? o ¿quién resolverá mejor los problemas económicos de un país: un economista o un ingeniero?
No parece fácil encontrar argumentos razonables para defender que la mejor opción para encabezar el Ministerio de Sanidad es la anterior Ministra de Empleo, licenciada en Derecho y Ciencias Económicas. Siendo la discusión en estos términos, hay poco espacio para la réplica, porque no andan carentes de razón. El problema es que todo este debate se estructura en torno a un error inicial de planteamiento que vicia el resto de la argumentación.
La política consiste principalmente en la gestión de dos recursos limitados; el tiempo y el dinero. El tiempo que un equipo de gobierno tiene para poner en marcha sus medidas se encuentra limitado por la confianza ciudadana y las veces que esta sea otorgada en las urnas. Por otro lado, el presupuesto público es el mayor dolor de cabeza de toda administración. Limita las opciones, rebaja las expectativas y dan al traste con las esperanzas e ilusiones de los nuevos representantes electos. Si un gobierno tuviese todo el tiempo deseado para el desarrollo de políticas públicas y todo el dinero necesario para su implementación no harían falta políticos. Se atajarían todos los problemas existentes poniendo en practica todas las soluciones imaginables. Pero la realidad dista de dar estas oportunidades. Hay recursos limitados y por lo tanto hay que jerarquizar, priorizar y tomar decisiones.
Es en la naturaleza de estas decisiones donde se produce el error de planteamiento antes mencionado. Las decisiones que debe tomar un gobernante son decisiones políticas, no técnicas. Si fueran decisiones técnicas, no sería necesario salir de casa un domingo para depositar una papeleta en una urna, simplemente elegiríamos nuestros representantes según pruebas objetivas de mérito y capacidad y los mejores técnicos estarían al frente del gobierno.
Pero, ¿por qué son decisiones políticas y no técnicas? ¿Por qué ser profesor no dará las claves para la solución de los problemas de la educación pública?
Bien, todo parte del principio mencionado anteriormente: la gestión de recursos limitados. Hay que priorizar entre distintos problemas, ya que no gozamos del suficiente presupuesto para todo. El problema es que no hay ningún dato o conocimiento técnico que nos ayude a elegir entre todas las propuestas dadas por los expertos. Ningún conocimiento técnico puede asegurarnos que una decisión es la correcta y otra la errónea. No existe ningún criterio que pueda determinar que un programa de vacunación infantil es mejor que un plan de detección temprana del cáncer de mama. Los conocimientos que puede tener un técnico superior de urbanismo no serán determinantes a la hora de decidir si es una mejor opción convertir un terreno en zona residencial o dedicarlo a la explotación de los deportes de montaña.
He aquí donde radica el problema. Se confunde el conocimiento experto con los fines, cuando solo puede formar parte de los medios. Todas estas decisiones son decisiones políticas no técnicas y por ello deben contar con el apoyo legitimador de la mayoría de la ciudadanía, porque se está eligiendo entre opciones igualmente valiosas.
Ahora bien, explicado este principio teórico, es cierto que he de hacer algunas matizaciones e incluso concesiones.
Estos debates suelen venir como consecuencia de la mala gestión pública. Tener malos políticos es una de las peores enfermedades de las que puede adolecer un país. Ante la gestión de los malos políticos, aparecen los defensores de la tecnócratas que solucionarán los problemas generados por la incompetencia. Esto es un error, la mala política se debe combatir solo y exclusivamente con buena política y la solución a los malos políticos es buenos políticos.
En palabras del profesor Pablo Simón, lo que tenemos que pedir a un político es que escuche, tenga cierta capacidad de empatía, se deje asesorar y busque el bien de la mayoría. Solo esto podrá guiarle a la hora de elegir entre opciones igualmente válidas. Por supuesto, podrá tomar mejores decisiones aquel que este familiarizado con el ámbito sobre el que se discute y que tenga un conocimiento sobre las deficiencias del sistema (no es cuestión de elegir la propuesta final lanzando una moneda). Pero el criterio para tomar la decisión no vendrá de su mayor o menor conocimiento técnico sobre la materia sino de su condición de mejor o peor político. Es la naturaleza subjetiva de los criterios que llevan a la toma de decisiones la que explican toda la lógica del carácter político del dirigente.
Sin menoscabo de lo anterior, hay que establecer una línea divisoria entre los dirigentes y el funcionariado. De igual forma que los funcionarios o técnicos no deben interferir en la toma de decisiones, tampoco el político debe formar parte de la elaboración técnica de las propuestas. Las distintas opciones que se le presentarán al representante serán propuestas técnicamente perfectas realizadas por expertos elegidos según méritos y capacidad (oposición) de entre las que este deberá elegir y en su elaboración no tiene cabida la legitimidad popular.
Como concesión final a los “tecnófilos” debo hacer mención a la figura de los directores generales. Estos cargos administrativos aúnan esta doble naturaleza tan deseada. Son funcionarios, expertos en el ámbito de actuación pero que ostentan el cargo por confianza del superior jerárquico y que actúan de intermediarios entre el nivel direccional y el operativo. El director general actúa de primer filtro ante las propuestas técnicas y presenta las mejores opciones políticas al ministro que será quien tome la decisión final. Es en este cargo donde reside gran parte del éxito de una política pública y donde podemos dar parte de razón a los defensores del “gobierno de los expertos”.
No espero que la exposición de estos argumentos consiga convencer a ningún acérrimo defensor de los “Montis” o gobiernos a la canadiense (mal llamado tecnócrata), pero al menos la siguiente sobremesa será más animada.
@fschamizo
*Agradecimiento especial D. Manuel Zafra Víctor, profesor de la Universidad de Granada, por dar valor al estudio y ejercicio de la buena política.