The New Yorker: ¿Cuán desagradable era Nerón, realmente?
El notorio emperador parece haber sido objeto de una campaña de desprestigio.
Nerón, que fue entronizado en Roma en el año 54 d.C., a la edad de dieciséis años, y gobernó durante casi una década y media, desarrolló una reputación de tiranía, crueldad asesina y decadencia que ha sobrevivido durante casi dos mil años. Según varios historiadores romanos, encargó el asesinato de Agripina la Joven, su madre y amante ocasional. Intentó envenenarla, luego hacer que la aplastara un techo cayéndose o que se ahogara en una barca que se hundiera, antes de hacer que su asesinato se disfrazara de suicidio. Nerón fue prometido a los once años y se casó a los quince con su hermanastra adoptiva, Claudia Octavia, hija del emperador Claudio. A los veinticuatro años Nerón se divorció de ella, la desterró, ordenó que la ataran con las muñecas cortadas y la asfixiaran en un baño de vapor. Finalmente recibió su cabeza decapitada. También asesinó a su segunda esposa, la noble Popea Sabina, dándole una patada en el vientre mientras estaba embarazada.
El derroche de Nerón fue más allá de la matanza de sus allegados. Gastó una fortuna en la construcción de un ornamentado palacio, sólo para que ardiera, junto con el resto de la ciudad de Roma, en una conflagración que duró más de una semana. Nerón observó la destrucción desde una elevación segura, cantando la aniquilación de Troya. Era famoso por nunca vestir la misma prenda dos veces. Buscaba emociones sexuales como un cerdo que busca trufas. Hizo castrar a un liberto favorecido, Esporo, y luego se casó con él en una ceremonia en la que Esporo se vistió con el traje tradicional de una novia y Nerón hizo de novio. Más tarde, Nerón repitió la ceremonia con otro de sus libertos haciendo de novio mientras él tenía el papel de novia, sin la castración; las pseudobodas se consumaron en un sofá a la vista de los invitados a un banquete. Buscaba la atención, era petulante y arbitrario. Hizo asesinar al senador Publio Clodio Fraseo Paeto, usando como excusa que sus expresiones eran excesivamente melancólicas.
No es de extrañar que el nombre de Nerón se haya convertido en sinónimo de degeneración. «Que no entre nunca / el alma de Nerón en este firme seno», se dice Hamlet al alistarse para enfrentarse a Gertrudis por su matrimonio con Claudio, resolviendo «hablarle con puñales pero no usar ninguno». En el siglo XX, Nerón fue conmemorado por la escabrosa interpretación de Peter Ustinov, nominada al Oscar, en la epopeya de Hollywood de 1951 «Quo Vadis», en la que Ustinov vestía túnicas púrpuras, daba patadas a los sirvientes a su antojo e insistía plumíferamente en que Séneca, su tutor convertido en consejero, reconociera su omnipotencia. En una representación popular más reciente, un telefilme dirigido por el difunto Paul Marcus, Nerón es representado como un príncipe guapo traumatizado por haber presenciado el asesinato de su padre a manos del emperador Calígula; Nerón comienza su reinado con buenas intenciones antes de embarcarse en su propio programa de excesos «modelo Calígula». Su reputación popular aparece incluso en ese amplio catálogo de la humanidad que es «Los Simpson», en un episodio en el que Homer lleva a su vecino evangélico, Ned Flanders, a Las Vegas para un experimento de depravación. Tras una noche de borrachera en las mesas, se despiertan y descubren que cada uno se ha casado con una camarera del hotel casino donde se alojan: Nero’s Palace.
Todo esto, según algunos estudiosos recientes, es, en el mejor de los casos, una exageración y, en el peor, una invención: una narración derivada de historias sesgadas, escritas décadas después de la muerte de Nerón, basadas en fuentes dudosas. Nerón fue el último de los emperadores Julio-Claudios, y estos relatos póstumos estaban calculados en parte para atacar esta línea dinástica y pulir la reputación de sus sucesores. Las descripciones de Nerón están «basadas en fuentes que son sesgadas», me dijo recientemente Thorsten Opper, conservador de la división griega y romana del Museo Británico. El museo acaba de inaugurar una exposición que, si bien no pretende rehabilitar a Nerón, cuestiona su grotesca reputación. «Todo lo que se cree saber sobre Nerón se basa en manipulaciones y mentiras que tienen dos mil años de antigüedad», afirma Opper, el comisario principal de la muestra. De hecho, algunas de las historias que se cuentan sobre Nerón, como el dicho de que «tocó el violín mientras ardía Roma», son claramente absurdas: los violines no se inventaron hasta el siglo XVI.
La mayor parte de lo que se ha transmitido sobre Nerón procede de tres historiadores: Tácito, que lo retrata como «contaminado por todas las indulgencias lícitas o ilícitas»; Casio Dio, que describe a Nerón merodeando de incógnito por Roma de noche mientras «insulta a las mujeres», «practica la lascivia con los muchachos» y «golpea, hiere y asesina» a otros; y Suetonio, que afirma que Nerón, tras recorrer la lista habitual de vicios, inventó una perversión propia en los juegos públicos que organizaba, en los que se ponía una piel de animal y «asaltaba con violencia las partes íntimas tanto de hombres como de mujeres, mientras estaban atados a estacas.»
Los estudiosos modernos han determinado que muchos de los tropos utilizados para caracterizar las depravaciones de Nerón guardan una notable similitud con los relatos literarios de acontecimientos míticos. Según Opper, «todo se basa en técnicas literarias que se enseñaban en las escuelas romanas de retórica». Los relatos de Tácito y Dio sobre el Gran Incendio de Roma, en el año 64 d.C., en sus detalladas evocaciones de los lamentos de los ciudadanos y de las madres agarrando a sus hijos, se hacen eco de relatos previos de ataques a ciudades, especialmente el asedio de Troya. Nerón ni siquiera estaba en Roma cuando comenzó el incendio. Además, gran parte de lo que se destruyó eran viviendas precarias construidas por terratenientes explotadores. Durante el incendio, Nerón «dirigió el esfuerzo de socorro», en palabras de Opper, y después instituyó un nuevo código de construcción.
Las descripciones de Nerón como desquiciado y licencioso pertenecen a una tradición retórica de ataque personal que floreció en la corte romana. Opper destaca que «Tenían un término para ello -vituperatio, o ‘vituperación’, que significaba que podías decir cualquier cosa sobre tu oponente. Se podía inventar todo tipo de cosas para difamar. Y ese es exactamente el tipo de lenguaje y de estereotipos que encontramos en los relatos de las fuentes». El erudito Kirk Freudenburg, que escribe en «The Cambridge Companion to the Age of Nero» (2017), sostiene que el escabroso relato del barco que se hunde -se dice que Nerón despidió a Agripina con una gran muestra de afecto, solo para que su complot se frustrara cuando ella nadó hasta ponerse a salvo- «puede ser tomado como apócrifo, un artilugio del propio diseño de los historiadores». La historia de la antigua Roma de Casio Dio sugiere que Nerón se inspiró para construir una embarcación trucada después de ver una obra de teatro en la que un barco de utilería se abría de repente, pero Opper argumenta que el propio historiador probablemente tomó prestada la idea de la obra. Del mismo modo, cuando Tácito escribe que el último gesto de Agripina fue ofrecer su vientre a la cuchilla de un asesino, sus palabras reflejan un pasaje de «Edipo» de Séneca, en el que Yocasta busca ser apuñalada en el vientre «que dio a luz a mi marido y a mis hijos». Séneca escribió la obra en la época de Nerón, y es posible que su versión de la historia mítica se inspirara en la forma real de la muerte de Agripina. Pero es más probable que Séneca se dedicara a una invención dramática, y que, como sugiere Opper, coloreara el relato posterior de Tácito sobre cómo murió Agripina.
Parte del revisionismo actual puede parecer tendencioso. En el libro de 2019 «Nerón: Emperador y Corte», el clasicista británico John F. Drinkwater aborda la aún más atroz muerte de Popea. Acepta las fuentes históricas que describen una discusión entre Nerón y su esposa -Suetonio dice que ella se enfadó con él por llegar tarde a casa tras las carreras de cuadrigas-, pero propone que el golpe en el vientre de Popea pudo ser simplemente el clímax de una «discusión matrimonial que se le fue de las manos», y añade: «Si es así, Nerón fue, en el peor de los casos, culpable de homicidio involuntario.» Opper no ve la necesidad de restar importancia a los abusos domésticos, sino que sostiene que el relato general de la discusión matrimonial se ajusta a un patrón establecido en las historias anteriores de líderes poderosos. Para un tirano, «matar a su mujer embarazada es un topos», me dijo. «Se aplica en la historia romana y griega. Es un acto tan malvado… ¿cuánto peor puede ser alguien?». Opper destaca que Nerón estaba profundamente enamorado de Popea, y desesperado por tener un heredero; el único otro hijo de la pareja, una hija, había muerto recientemente. En la antigua Roma, el embarazo era un asunto peligroso, y podía resultar fatal incluso sin un asalto. Para Opper: «No se puede probar de ninguna manera, pero la evidencia, creo, no es en absoluto sólida para decir que él fue el culpable de ello».
El Museo Británico trata de construir un relato menos sensacionalista de Nerón a través de la colocación y elucidación de objetos: estatuas, bustos, monedas, inscripciones, grafiti. Surge el retrato de un líder joven y sin experiencia al frente de un imperio difícil de manejar y sometido a una enorme presión. El tenor de la exposición queda establecido por el primer objeto expuesto: una estatua de Nerón cuando era un niño de doce o trece años. La estatua, cedida por el Louvre, representa a Nerón en la cúspide de la madurez, su estatus indicado por lo que en la época habría sido símbolos legibles: una bulla, un amuleto que se lleva como un relicario, confirma que es un niño nacido libre que aún no ha alcanzado la mayoría de edad. El motivo de la fabricación de la estatua podría haber sido el matrimonio de la madre de Nerón con su tío abuelo Claudio, entonces emperador, en el año 49 d.C., ocho años después de la muerte del padre de Nerón, Gneo Domicio Ahenobarbo. Lo más probable es que el objeto conmemore la adopción por parte de Claudio de Nerón como su heredero en el 50 d.C., el año en que Nerón cumplió trece años. La estatua se exponía originalmente sobre un zócalo alto, pero en el museo se presenta a ras de suelo, de modo que el espectador se encuentra frente a frente con un niño. El diseño de la iluminación proyecta una larga sombra: un gigante imperial se avecina.
Cuando Nerón se convirtió en emperador, en el año 54 d.C., el control del imperio se estaba debilitando desde hacía tiempo, y las clases senatoriales y caballerescas de Roma desafiaban a menudo la autoridad del emperador, que sólo era el princeps -el miembro más importante de su clase- en lugar de un gobernante hereditario. Desde este punto de vista, la construcción de la Domus Aurea por parte de Nerón -un fastuoso palacio que construyó tras el Gran Incendio, con trescientas habitaciones decoradas con frescos y pan de oro- puede verse menos como la expresión de un apetito lujoso que como una inversión necesaria para el entretenimiento perpetuo de senadores y caballeros. (Dicho esto, la Domus era un poco exagerada; según Suetonio, los techos del edificio tenían compartimentos secretos desde los que se soltaban pétalos de flores o gotas de ungüentos perfumados sobre las cabezas de los invitados).
La evidencia material presente en la exposición indican que, cuando Nerón subió al trono, obtuvo inicialmente el apoyo del Senado. Claudio había acuñado monedas en las que su retrato estaba emparejado con una imagen del cuartel de la Guardia Pretoriana, una muestra intimidatoria de dominio militar. Nerón reafirmó su legitimidad inscribiendo en las monedas acuñadas con motivo de su ascenso la imagen de una corona de roble, que tradicionalmente era otorgada como un honor por el Senado.
Uno de los aspectos más llamativos de los primeros tiempos de Nerón fue el elevado papel de su madre, Agripina. Las monedas de oro emitidas poco después de que Nerón se convirtiera en emperador lo muestran de perfil, nariz con nariz, con su madre, cuyos títulos se dan: «Esposa del deificado Claudio, madre de Nerón César». En un gran relieve de mármol que se creó después de la elevación de Nerón, Agripina aparece colocando una corona en la cabeza de Nerón, como si fuera la responsable de su ascenso. Al año siguiente de su ascensión, se acuñó una moneda de oro que representaba a madre e hijo en paralelo. Para los historiadores conservadores que posteriormente dieron cuenta de este periodo, la prominencia de Agripina subrayaba la calidad antinatural del reinado de Nerón. Tácito despreció a Nerón por estar «gobernado por una mujer». El presunto incesto entre madre e hijo era, en este relato, parte del esfuerzo desesperado de Agripina por conservar el poder tras la muerte de su marido. Tácito escribe que, estando Nerón «exaltado e intoxicado por el vino y la fiesta», Agripina «se presentó atractivamente vestida y le ofreció su persona».
En el catálogo del museo, Opper escribe que «parece que hay pocas razones para tomar en serio todo esto, más allá de lo que revela sobre los autores implicados». En la presentación del Museo Británico, la obtención del poder por parte de Agripina se presenta como una prueba de su inteligencia y de sus notables habilidades políticas, sobre todo teniendo en cuenta las limitaciones de una sociedad patriarcal. Las monedas del reinado de Nerón también documentan su eclipse. Pocos años después de su llegada, Nerón es representado solo. En el año 59 d.C. Agripina estaba muerta, a la edad de cuarenta y tres años, y aunque su desaparición probablemente no implicó el hundimiento de los barcos en el mar, parece que Nerón fue el responsable de que la mataran a puñaladas. Según Opper, Nerón parece haberla «sacrificado» para apaciguar a la élite senatorial de Roma, que estaba resentida por sus intervenciones en los asuntos públicos. Aunque el matricidio era generalmente considerado un crimen terrible por los antiguos romanos, Opper señala que otras mujeres incómodas de la época también tuvieron un duro destino: Julia, la única hija del emperador Augusto, fue desterrada por su padre y murió en el exilio. «Es evidente que las madres tienen un estatus especial, pero, para Opper, es un error mirar a Nerón de forma aislada». «Se pierden de vista los patrones del pasado, y lo que nos dicen sobre los valores de esta extraña sociedad».
La reputación demoníaca de Nerón también choca con la evidencia de que era querido por el pueblo romano. Junto a los retratos oficiales del emperador -los bustos y las estatuas-, el Museo Británico incluye una reproducción digitalizada de un grafito grabado en un edificio de la colina del Palatino. La imagen, que coincide con las representaciones de Nerón en las monedas que se conservan, lo muestra con barba y el rostro lleno, con una amplia papada y un atisbo de sonrisa en los labios fruncidos. Opper considera que el retrato es admirativo, más que satírico, y señala que ningún eslogan grafiado sugiere lo contrario. El público romano consideraba a Nerón joven y vigoroso. Suetonio señala que Nerón, después de convertirse en emperador, permitía que los miembros del público le vieran hacer ejercicio, demostrando una destreza física que contrastaba con la de Claudio, enfermo y frágil.
Nerón promulgó reformas fiscales y monetarias, medidas que pueden haber sido impopulares para los ricos, pero que fueron bien recibidas por la población. Se dice que el emperador Trajano, que llegó al poder treinta años después de la muerte de Nerón, habló del «quinquennium Neronis», los cinco años buenos del gobierno de catorce años de Nerón. Trajano no citó un periodo concreto, pero como emperador Nerón adoptó varias medidas que fueron aprobadas y, curiosamente, conservadas o ampliadas por los dirigentes posteriores. Erigió un nuevo mercado y un espectacular complejo de baños públicos, que permitía a los ciudadanos de a pie disfrutar de los placeres ablucionarios antes reservados a los ricos. A finales del siglo I, el poeta satírico Marcial bromeó: «¿Quién ha sido peor que Nerón? ¿Y qué puede ser mejor que los baños calientes de Nerón?».
El público romano también admiraba un aspecto del carácter de Nerón que fue muy criticado por sus jueces posteriores: su amor por la teatralidad, las artes y el espectáculo. A Nerón le gustaba cantar, y Suetonio escribe que «con frecuencia declamaba en público y recitaba versos de su propia autoría, no sólo en casa, sino en el teatro». Estas actuaciones eran «tan disfrutadas por la gente» que «los versos que habían sido leídos públicamente, después de ser escritos en letras de oro, fueron consagrados a Júpiter Capitolino.» La provisión por parte de Nerón de juegos públicos y otros entretenimientos contribuyó aún más a su popularidad. La exposición del Museo Británico presenta una estatuilla de terracota que muestra a dos gladiadores en combate, del tipo que se producía en masa como recuerdo. En las contiendas, la violencia se desbordaba a veces fuera de la arena. Durante un combate de gladiadores en Pompeya, en el año 59 d.C., se produjeron peleas entre los partidarios de los combatientes rivales, lo que provocó tales disturbios que el Senado romano prohibió este tipo de eventos durante diez años. Nerón intervino para que se redujera la prohibición, lo que seguramente aumentó su apoyo público.
Sin embargo, la defensa de Nerón de la diversión y los juegos no fue suficiente para asegurar su posición en la cima de la sociedad romana, especialmente después del Gran Incendio. «Roma arde», un libro reciente del clasicista Anthony A. Barrett, sostiene que los ciudadanos ricos se vieron perjudicados por la insuficiencia de los servicios contra incendios durante la conflagración, y se enfadaron cuando Nerón intentó construir sus terrenos palaciegos sobre las ruinas de sus propiedades devastadas. Sin embargo, Opper señala que la antipatía de los miembros de la élite por Nerón era anterior. Un levantamiento en Bretaña amenazó tanto el poder romano que Nerón tuvo que reforzar las tropas en dicha provincia; aunque la insurrección fue derrotada, el tumulto generado debilitó su reputación. Las familias aristocráticas que durante generaciones habían alimentado sus propias aspiraciones al control imperial sostenían que Nerón no estaba a la altura del cargo, e intentaron asesinarlo. (Cuando los conspiradores fueron atrapados, muchos se vieron obligados a suicidarse).
La exposición del museo destaca que Nerón luchaba por mantener unido un imperio que se extendía desde Gran Bretaña hasta Armenia. Entre los objetos más llamativos de la exposición se encuentra una cabeza de bronce de Nerón, que fue descubierta en el río Alde, en Suffolk, Inglaterra, hace poco más de un siglo. Hay una abolladura en el lado izquierdo del cuello de la figura, que algunos estudiosos han interpretado como un gesto de desprecio: al parecer, alguien decidió golpear la obra de arte con un instrumento pesado. Está claro que Nerón «necesitaba acercarse» a los electores que venían de los lejanos puestos del imperio, sugiere Opper, pero algunos senadores romanos se comportaban como si siguieran dirigiendo una ciudad-estado. Estalló una rebelión en la Galia, seguida de un desafío más serio al poder de Nerón por parte de Servio Sulpicio Galba, el gobernador romano de España. El Senado se volvió contra Nerón, que huyó a una finca y se suicidó, a la edad de treinta años. Galba fue prontamente declarado emperador.
A pesar de la caída de Nerón, no todo el mundo estaba desencantado con él. La muestra del Museo Británico recuerda las apariciones ocasionales, en las décadas siguientes, de «falsos Nerones» en la parte oriental del imperio. Estos pretendientes al trono imperial -cuyo atractivo debía depender de un afecto duradero por Nerón- incluían a uno que tenía un notable parecido físico con él, e incluso compartía su predilección por la música.
Montar una exposición dedicada a revisar la reputación de uno de los gobernantes más infames de la historia es un gesto provocador en un momento en que los líderes mundiales han exhibido sus propios gestos neronianos. Mientras el personal del museo instalaba la exposición, los periódicos británicos se llenaron de relatos sobre el supuesto despilfarro del Primer Ministro Boris Johnson en la renovación del apartamento que comparte con su esposa, Carrie Symonds. Al parecer, los gastos se dispararon hasta los ciento veinticinco mil dólares, y un rico donante habría pagado la mayor parte de ellos. (Johnson insiste en que él cubrió todos los gastos). Según un titular del Daily Mail, la nueva decoración incluye «papel de pared dorado», lo que sugiere una Domus Aurea en Downing Street. En Estados Unidos, los gustos decadentes del ex presidente Donald Trump y su familia estuvieron a la vista durante cuatro años. Pasó todo el tiempo que pudo en sus doradas residencias privadas; en las raras ocasiones en que Melania Trump se puso dos veces el mismo traje, fue noticia. Incluso antes de que comenzara la presidencia de Trump, la publicación del dossier Steele difundió rumores de un comportamiento sexual tan teatralmente perverso que el propio Nerón podría haber inclinado su corona de roble en señal de respeto. La experiencia histórica reciente nos ha recordado que la popularidad política no tiene por qué estar reñida con un liderazgo ineficaz o incluso criminalmente negligente. En la primavera de 2020, con la crisis del covid-19 encendida, Trump retuiteó una fotografía suya tocando el violín, un acto de trolling neroniano.
El propósito de Opper no es pulir la reputación de Nerón, sino mostrar cómo se construyó y con qué fin. «¿Quién controla la narrativa?», me preguntó. «Es la gente que está en el poder. Si sólo te suscribes a una persona, y lees sus tuits, obtienes una historia muy unilateral». La historia de Nerón que se desprende de la reconsideración del Museo Británico es más compleja y menos lasciva que el relato conocido, aunque Opper reconoció: «No sé si era bueno. Desde luego, no era malo en la forma en que se le representaba. Era un joven aristócrata mimado. Pero no era un monstruo».
Era casi inevitable que la reputación de Nerón se rehiciera crudamente tras su muerte, ya que los que sustituyeron a la línea de Augusto necesitaban asegurar sus propias pretensiones de poder. La exposición incluye una escultura de una figura masculina que ilustra la despiadada lógica de la sucesión imperial. La escultura, excavada en Cartago, Túnez, evoca el boceto grafiteado de Nerón encontrado en el Palatino: la figura tiene los contornos familiares de la cara papada de Nerón y el pelo peinado hacia delante. Pero el rostro del hombre ha sido evidentemente alterado, con la adición de arrugas y pliegues, para transformarlo en el rostro de un hombre mucho mayor: Vespasiano, que llegó al poder en el 69 d.C., a la edad de sesenta años. Estableció su propia dinastía, los Flavios, que mantuvieron el poder durante las siguientes tres décadas antes de que ellos mismos sucumbieran. No es la última vez que la celebración de un nuevo emperador conlleva la desfiguración de Nerón.
Rebecca Mead se incorporó a The New Yorker como redactora en 1997. Vive en Londres y colabora frecuentemente con la columna Letter from the U.K. en newyorker.com.
Traducción: Marcos Villasmil
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NOTA ORIGINAL:
The New Yorker
How Nasty Was Nero, Really?
Rebecca Mead
The notorious emperor appears to have been the subject of a smear campaign.
Nero, who was enthroned in Rome in 54 A.D., at the age of sixteen, and went on to rule for nearly a decade and a half, developed a reputation for tyranny, murderous cruelty, and decadence that has survived for nearly two thousand years. According to various Roman historians, he commissioned the assassination of Agrippina the Younger—his mother and sometime lover. He sought to poison her, then to have her crushed by a falling ceiling or drowned in a self-sinking boat, before ultimately having her murder disguised as a suicide. Nero was betrothed at eleven and married at fifteen, to his adoptive stepsister, Claudia Octavia, the daughter of the emperor Claudius. At the age of twenty-four, Nero divorced her, banished her, ordered her bound with her wrists slit, and had her suffocated in a steam bath. He received her decapitated head when it was delivered to his court. He also murdered his second wife, the noblewoman Poppaea Sabina, by kicking her in the belly while she was pregnant.
Nero’s profligacy went beyond slaughtering his nearest and dearest. He spent a fortune building an ornate palace, only to have it burn down, along with the rest of the city of Rome, in a conflagration that lasted for more than a week. Nero watched the destruction from a safe elevation, singing of the decimation of Troy. He was famous for never wearing the same garment twice. He sought out sexual thrills like a hog snuffling for truffles. He had a favored freedman, Sporus, castrated, then married him in a ceremony in which Sporus was dressed in the traditional garb of a bride and Nero played the groom. Later, Nero repeated the ceremony with another of his freedmen playing the groom while he adopted the role of bride, sans castration; the pseudo-nuptials were consummated on a couch in full view of guests at a banquet. He was attention-seeking, petulant, arbitrary. He had the senator Publius Clodius Thrasea Paetus murdered on the ground that his expressions were overly melancholic.
No wonder Nero’s name became a byword for degeneracy. “Let not ever / The soul of Nero enter this firm bosom,” Hamlet reminds himself as he prepares to confront Gertrude over her marriage to Claudius, resolving to “speak daggers to her but use none.” In the twentieth century, Nero was memorialized by the lurid, Academy Award-nominated performance of Peter Ustinov in the 1951 Hollywood epic “Quo Vadis,” in which Ustinov wore purple robes, kicked servants at will, and plummily insisted that Seneca, his tutor turned adviser, acknowledge his omnipotence. In a more recent popular depiction, a TV movie directed by the late Paul Marcus, Nero is represented as a pretty-boy prince traumatized by having witnessed his father being murdered by the emperor Caligula; Nero starts his reign with good intentions before embarking upon his own program of Caligula-style excesses. His popular reputation even features in that comprehensive catalogue of humanity “The Simpsons,” in an episode in which Homer takes his evangelical neighbor, Ned Flanders, to Las Vegas for an experiment in depravity. After a night of boozing at the tables, they wake to find that each has married a cocktail waitress from the hotel casino where they are staying: Nero’s Palace.
All of this, according to some recent scholars, is at best an exaggeration and at worst a fabrication: a narrative derived from biased histories, written decades after Nero died, that relied on dubious sources. Nero was the last of the Julio-Claudian emperors, and these posthumous accounts were calculated in part to denigrate this dynastic line and burnish the reputations of its successors. Depictions of Nero as notorious are “based on a source narrative that is partisan,” Thorsten Opper, a curator in the Greek and Roman division of the British Museum, told me recently. The museum has just opened an exhibition that, if not quite aiming to rehabilitate Nero, challenges his grotesque reputation. “Anything you think you know about Nero is based on manipulation and lies that are two thousand years old,” Opper, the show’s lead curator, said. Indeed, some of the stories told about Nero, such as the saying that he “fiddled while Rome burned,” are patently absurd: violins weren’t invented until the sixteenth century.
Most of what has been passed down about Nero comes from three historians: Tacitus, who portrays him as having “polluted himself by every lawful or lawless indulgence”; Cassius Dio, who describes Nero skulking incognito through Rome at night while “insulting women,” “practicing lewdness on boys,” and “beating, wounding, and murdering” others; and Suetonius, who claims that Nero, having run through the usual roster of vices, invented a perversion of his own at public games that he hosted, in which he would put on an animal skin and “assail with violence the private parts both of men and women, while they were bound to stakes.”
Modern scholars have determined that many of the tropes used to characterize Nero’s depravities bear a remarkable similarity to literary accounts of mythical events. Opper said, “The whole thing is based on literary techniques that were taught in Roman rhetorical schools.” Tacitus’ and Dio’s accounts of the Great Fire of Rome, in 64 A.D., in their detailed evocations of citizens wailing and mothers grabbing their children, closely echo earlier accounts of attacks on cities, especially the siege of Troy. Nero wasn’t even in Rome when the fire started. Moreover, much of what was destroyed was slum housing constructed by exploitative landlords. During the fire, Nero “led the relief effort,” in Opper’s words, and afterward instituted a new building code.
Descriptions of Nero as unhinged and licentious belong to a rhetorical tradition of personal attack that flourished in the Roman courtroom. Opper told me, “They had a term for it—vituperatio, or ‘vituperation,’ which meant that you could say anything about your opponent. You can really invent all manner of things just to malign that character. And that is exactly the kind of language and stereotypes we find in the source accounts.” The scholar Kirk Freudenburg, writing in “The Cambridge Companion to the Age of Nero” (2017), argues that the lurid account of the collapsing ship—Nero is said to have sent Agrippina off with a grand display of affection, only to have his plot foiled when she swam to safety—“begs to be taken as apocryphal, a contraption of the historians’ own clever design.” Cassius Dio’s history of ancient Rome suggests that Nero was inspired to build a trick vessel after seeing a play in which a prop boat suddenly opened up, but Opper argues that the historian himself likely borrowed the idea from the play. Similarly, when Tacitus writes that Agrippina’s final gesture was to offer her womb up to an assassin’s blade, his words mirror a passage from Seneca’s “Oedipus” in which Jocasta seeks to be stabbed in the womb “which bore my husband and my sons.” Seneca wrote the play around the time of Nero’s rule, and it’s possible that his retelling of the mythic story was inspired by the actual manner of Agrippina’s death. But it’s more probable that Seneca engaged in a dramatic invention, and that, as Opper suggests, it colored Tacitus’ later account of how Agrippina died.
Some of the current revisionism can seem tendentious. In the 2019 book “Nero: Emperor and Court,” the British classicist John F. Drinkwater addresses the even more heinous death of Poppaea. He accepts the historical sources that describe an argument between Nero and his wife—Suetonius says that she was angry with him for coming home late from chariot racing—but proposes that the blow to Poppaea’s belly may have been merely the climax of a “matrimonial row that got out of hand,” adding, “If so Nero was at worst guilty of manslaughter.” Opper sees no need to downplay domestic abuse; rather, he contends that the over-all account of the marital argument conforms to an established pattern in earlier histories of powerful leaders. For a tyrant, “killing your pregnant wife is a topos,” he told me. “It’s applied in Roman and Greek history. It’s just such an evil deed—how much worse can someone be?” Opper said that Nero was deeply in love with Poppaea, and desperate for an heir; the couple’s only other child, a daughter, had died recently. In ancient Rome, pregnancy was a hazardous affair, and could prove fatal even without an assault. Opper told me, “You can’t prove it either way, but the evidence, I think, isn’t at all strong to say that he was to blame for it.”
The British Museum seeks to build a less sensationalist account of Nero through the placement and elucidation of objects: statues, busts, coins, inscriptions, graffiti. A portrait emerges of a young, untested leader at the helm of an unwieldy empire that is under enormous stress. The show’s tenor is established by the first object on display: a statue of Nero as a boy of twelve or thirteen. The statue, on loan from the Louvre, depicts Nero on the cusp of manhood, his status indicated by what would at the time have been legible symbols: a bulla, an amulet worn like a locket, confirms that he is a freeborn boy who has not yet come of age. The occasion for the statue’s manufacture might have been the marriage of Nero’s mother to his granduncle Claudius, then the emperor, in 49 A.D., eight years after the death of Nero’s father, Gnaeus Domitius Ahenobarbus. More likely, the object commemorates Claudius’ adoption of Nero as his heir in 50 A.D., the year Nero turned thirteen. The statue would originally have been displayed on a high plinth, but at the museum it is presented at ground level, so that the viewer is eye to eye with a child. The lighting design casts a long shadow: an imperial giant looms.
By the time Nero became emperor, in 54 A.D., the empire’s grip had long been weakening, and the senatorial and knightly classes of Rome often challenged the authority of the emperor, who was only the princeps—the leading member of their class—rather than a hereditary ruler. In this light, Nero’s construction of the Domus Aurea—a lavish palace that he built after the Great Fire, with three hundred rooms decorated with frescoes and gold leaf—can be seen less as the expression of a luxurious appetite than as a necessary investment in the perpetual entertainment of senators and knights. (That said, the Domus was a bit much; according to Suetonius, the building’s ceilings had secret compartments from which flower petals or drops of scented unguents were released onto guests’ heads.)
Material evidence in the exhibition indicates that when Nero ascended the throne he initially garnered the support of the Senate. Claudius had minted coins in which his portrait was paired with an image of the Praetorian Guard’s barracks—a daunting display of military domination. Nero asserted his legitimacy by inscribing the coins made for his accession with images of an oak wreath, which was traditionally bestowed as an honor by the Senate.
One of the most striking aspects of Nero’s early rule was the elevated role of his mother, Agrippina. Gold coins issued shortly after Nero became emperor show him in profile, nose to nose, with his mother, whose titles are given: “Wife of the Deified Claudius, Mother of Nero Caesar.” On a large marble relief that was created after Nero’s elevation, Agrippina is shown placing a crown on Nero’s head, as if she were responsible for his ascent. In the year after his accession, a gold coin was minted depicting mother and son in parallel. To the conservative historians who later gave accounts of this period, Agrippina’s prominence underscored the unnatural quality of Nero’s reign. Tacitus scorned Nero for being “ruled by a woman.” The alleged incest between mother and son was, in this telling, part of Agrippina’s desperate effort to retain power after her husband’s death. Tacitus writes that, when Nero was “flushed with wine and feasting,” Agrippina “presented herself attractively attired to her half intoxicated son and offered him her person.”
In the museum’s catalogue, Opper writes that “there seems little reason now to take any of this seriously, beyond what it reveals about the authors involved.” In the British Museum’s presentation, Agrippina’s securing of power is portrayed as evidence of her intelligence and her remarkable political abilities, particularly given the constraints of a patriarchal society. The coinage from Nero’s reign also documents her eclipse. A few years after his accession, Nero is depicted alone. By 59 A.D. Agrippina was dead, at the age of forty-three, and though her demise probably did not involve self-sinking vessels at sea, Nero does seem to have been responsible for having her stabbed to death. Opper suggests that Nero appears to have “sacrificed” her to appease Rome’s senatorial élite, who resented her interventions in public affairs. Although matricide was generally regarded as a terrible crime by the ancient Romans, Opper points out that other inconvenient women of the period also met harsh fates: Julia, the only child of the emperor Augustus, was banished by her father and died in exile. “Mothers obviously have a special status, but it is a mistake to look at Nero in isolation,” Opper told me. “You lose sight of the past patterns, and what they tell us about the values of this strange society.”
Nero’s demonic reputation also clashes with evidence that he was beloved by the Roman people. Alongside official portraits of the Emperor—the busts and statues—the British Museum includes a digitized reproduction of a graffito scratched into a building on the Palatine Hill. The image, which matches depictions of Nero on surviving coinage, shows him bearded and full-faced, with an ample double chin, and a hint of a smile on pursed lips. Opper takes the portrait to be admiring, rather than satirical, noting that no graffitied slogan suggests otherwise. Nero, he reports, was widely seen by the Roman public as youthful and vigorous. Suetonius notes that Nero, after becoming emperor, permitted members of the public to watch him exercise, demonstrating a physical prowess that was in marked contrast to Claudius, who had been ill and frail.
Nero enacted tax and currency reforms, steps that may have been unpopular with the wealthy but were welcomed by the broader public. The emperor Trajan, who came to power thirty years after Nero died, is said to have spoken of the “quinquennium Neronis”—the five good years of Nero’s fourteen-year rule. Trajan did not cite a specific period, but as emperor Nero took various measures that were approved of and, tellingly, retained or built on by later leaders. He erected a new marketplace and a spectacular complex of public baths, which allowed ordinary citizens to indulge ablutionary pleasures previously reserved for the wealthy. At the end of the first century, the satirical poet Martial quipped, “Who was ever worse than Nero? Yet what can be better than Nero’s warm baths?”
The Roman public also admired an aspect of Nero’s character that was much criticized by his later judges: his love of theatricality, the arts, and spectacle. Nero enjoyed singing, and Suetonius writes that he “frequently declaimed in public, and recited verses of his own composing, not only at home, but in the theatre.” These performances were “so much to the joy of all the people” that “the verses which had been publicly read, were, after being written in gold letters, consecrated to Jupiter Capitolinus.” Nero’s provision of public games and other entertainments further contributed to his popularity. The British Museum’s show features a terra-cotta figurine showing two gladiators in combat, of the sort that were mass-produced as souvenirs. At the contests, violence sometimes spilled out of the arena. During one gladiatorial match in Pompeii, in 59 A.D., fighting broke out among supporters of rival combatants, resulting in such a disturbance that the Roman Senate placed a ten-year ban on such events. Nero intervened to have the ban reduced, which surely added to his public support.
Nero’s championing of fun and games, however, was insufficient to secure his position at the top of Roman society, especially after the Great Fire. “Rome Is Burning,” a recent book by the classicist Anthony A. Barrett, argues that wealthy citizens were adversely affected by the inadequacy of fire services during the conflagration, and angered when Nero attempted to build his palatial grounds over the ruins of their ravaged properties. But Opper points out that members of the élite had already come to dislike Nero. An uprising in Britain so threatened Roman power that Nero had to reinforce troops in the province; though the insurrection was defeated, the tumult weakened his reputation. Aristocratic families who had for generations nurtured their own aspirations to imperial control maintained that Nero wasn’t up to the job, and tried to assassinate him. (When the plotters were caught, many were forced to commit suicide.)
The museum’s exhibit emphasizes that Nero was struggling to hold together an empire that extended from Britain to Armenia. Among the most arresting items in the exhibition is a bronze head of Nero, which was discovered in the River Alde, in Suffolk, England, just over a century ago. There is a dent on the left side of the figure’s neck, which some scholars have read as a gesture of contempt: someone apparently decided to batter the art work with a heavy implement. Nero clearly “needed to reach out” to constituents who came from the empire’s distant outposts, Opper suggests, but certain Roman senators behaved as if they were still running a city-state. A rebellion broke out in Gaul, followed by a more serious challenge to Nero’s power from Servius Sulpicius Galba, the Roman governor of Spain. The Senate turned against Nero, who fled to a country estate and killed himself, at the age of thirty. Galba was soon declared emperor.
Despite Nero’s downfall, not everyone was disenchanted with him. The show at the British Museum reminds visitors of occasional appearances, in the coming decades, of “false Neros” in the eastern part of the empire. These pretenders to the imperial throne—whose appeal must have depended on an enduring affection for Nero—included one who bore a remarkable physical resemblance to him, and even shared his predilection for music.
Mounting a museum show dedicated to revising the reputation of one of history’s most infamous rulers is a provocative gesture at a time when world leaders have been exhibiting Neronian gestures of their own. While the museum’s staff was installing the exhibition, the British newspapers were filled with accounts of the alleged profligacy of Prime Minister Boris Johnson in renovating the apartment that he shares with his wife, Carrie Symonds. The expenses reportedly soared to a hundred and twenty-five thousand dollars, and a wealthy donor allegedly covered most of them. (Johnson insists that he has paid for the work himself.) According to a headline in the Daily Mail, the new décor includes “gold wallpaper,” suggesting a Domus Aurea on Downing Street. In the United States, the decadent tastes of former President Donald Trump and his family were on display for four years. He spent as much time as he could at his gilded private residences; on the rare occasions that Melania Trump wore the same outfit twice, it made headlines. Even before Trump’s Presidency began, the publication of the Steele dossier spread rumors of sexual behavior so theatrically perverse that Nero himself might have tipped his oak wreath in respect. Recent historical experience has reminded us that political popularity need not be at odds with ineffective or even criminally negligent leadership. In the spring of 2020, with the covid-19 crisis igniting, Trump retweeted a photograph of himself playing the fiddle—an act of Neronian trolling.
Opper’s purpose is not to burnish Nero’s reputation but to show how it was constructed, and to what end. “Who controls the narrative?” he asked me. “It’s the people in power. If you only subscribe to one person, and read their tweets, you get a very one-sided story.” The story of Nero that emerges in the British Museum’s reconsideration is more complex and less salacious than the familiar narrative, though Opper acknowledged, “I don’t know if he was good. He certainly wasn’t bad in the ways that he was depicted. He was a spoiled young aristocrat. But he wasn’t a monster.”
It was almost inevitable that Nero’s reputation was crudely remade after his death, since those who replaced the Augustan line needed to secure their own claims to power. The exhibition includes a sculpture of a male figure that illustrates the ruthless logic of imperial succession. The sculpture, excavated in Carthage, Tunisia, evokes the graffitied sketch of Nero found on the Palatine Hill: the figure has the familiar contours of Nero’s jowly face and forward-brushed hair. But the man’s face has evidently been altered, with the addition of wrinkles and creases, to transform it into the face of a much older man: Vespasian, who came to power in 69 A.D., at the age of sixty. He established his own dynasty, the Flavians, who held power for the next three decades before themselves succumbing. Not for the last time, the celebration of a new emperor entailed the disfiguring of Nero.
Rebecca Mead joined The New Yorker as a staff writer in 1997. She lives in London and is a frequent contributor to the Letter from the U.K. column at newyorker.com.