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The New Yorker: Después de cien años, ¿qué ha aprendido el Partido Comunista de China?

Pekín vuelve a creer que la paranoia y la sospecha son las mejores políticas.

No hace mucho tiempo, el Partido Comunista de China -que celebra su centenario esta semana- creía en el poder de las influencias eclécticas. En 1980, los jefes de propaganda del Partido aprobaron la primera emisión de una serie de televisión estadounidense en la República Popular China: «El hombre de la Atlántida», que presentaba a Patrick Duffy, con manos y pies palmeados y vestido con un bañador amarillo, como el único superviviente de una civilización submarina. En Estados Unidos, la serie había sido cancelada después de una temporada -el Washington Post la tachó de «más tenue que el agua«-, pero los comunistas de Pekín se habían embarcado en una política de experimentación de «puertas abiertas». Sabían que el caos político de la Revolución Cultural había dejado a China empobrecida y débil -era más pobre que Corea del Norte- y estaban adquiriendo toda la cultura extranjera que pudieran permitirse, para cerrar la brecha con el resto del mundo. Después de «El hombre de la Atlántida», los televidentes chinos vieron «Mi marciano favorito» (aunque la pista de risas se perdió en el proceso de doblaje, por lo que hubo largas y desconcertantes pausas) y las telenovelas capitalistas «Falcon Crest», «Dallas» y «Dinastía».

Durante años, las importaciones siguieron llegando. Los censores recortaron las referencias a los principales tabúes políticos (como la represión en la plaza de Tiananmen, en 1989), pero la apertura a la cultura extranjera fue lo suficientemente amplia como para que los noticiarios chinos incluyeran segmentos de la CNN. Sin embargo, el apetito por la programación internacional no duró. Alcanzó su punto álgido en torno a 2008, cuando Pekín recibió una oleada de atención con motivo de los Juegos Olímpicos de Verano. En los años siguientes, el Partido se movilizó para protegerse de los desafíos que planteaban la disidencia y la tecnología, y volvió a dirigir sus sospechas hacia la influencia estadounidense. Cuando Xi Jinping se convirtió en Secretario General del Partido, en 2012, se enfrentó a un terreno preocupante: las redes sociales creadas en Silicon Valley, y aplaudidas por Washington, habían contribuido a derribar a gobernantes autoritarios en Egipto y Libia, y los líderes chinos que competían por el poder y el dinero habían permitido que las disputas internas se hicieran públicas, reavivando un temor congénito, profundamente arraigado en un partido nacido de la revolución, de que todo pudiera acabar en un colapso. La flamante corrupción estaba alimentando el abierto resentimiento público hacia el Partido. En un discurso, Xi advirtió que los comunistas soviéticos habían perdido el control «porque todos podían decir y hacer lo que querían«. Advirtió: «¿Qué clase de partido político era ese? Era sencillamente una chusma».

Para construir unidad, el gobierno de Xi invocó el espectro de la Guerra Fría; la televisión estatal retransmitió películas de las tropas chinas luchando contra los estadounidenses en Corea durante los años cincuenta, un período en el que los espías estadounidenses también se infiltraron en China para intentar derrocar al Partido. John Delury, autor del libro de próxima aparición «Agents of Subversion» (Agentes subversivos), una historia del espionaje y la sospecha en las relaciones entre Estados Unidos y China, me dijo: «Incluso después de la ‘normalización’ en la década de 1970, Estados Unidos pasó esencialmente a una nueva propuesta subversiva, la esperanza de que la prosperidad [en China] conduciría a la democracia. Pero, en contra de los deseos de Estados Unidos, la riqueza condujo al poder, no a la democracia».

Xi volvió a comprometer al Partido con el «trabajo ideológico» y la necesidad de suprimir las «opiniones erróneas«. Se detuvo a populares comentaristas de las redes sociales; Charles Xue, un bloguero chino-estadounidense afincado en Pekín, que tenía más de doce millones de seguidores, desfiló en televisión esposado y confesó haber hecho comentarios «irresponsables». El Partido invocó el temor al separatismo en la región de Xinjiang para crear una vasta red de instalaciones carcelarias y de vigilancia y, en Hong Kong, actuó rápidamente para eliminar la autonomía y la disidencia política. Xi adoptó un lenguaje de amenaza existencial. En 2014, dijo que China se enfrentaba a «los factores internos y externos más complicados de su historia.» Jude Blanchette, especialista en China del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales, escribió en Foreign Affairs que «aunque esto era claramente una hipérbole -la guerra con Estados Unidos en Corea y la hambruna nacional de finales de los años 50 eran más complicadas- el mensaje de Xi al sistema político era claro: el partido enfrenta una nueva era de riesgo e incertidumbre.»

En la maquinaria de un Estado unipartidista, en la que las palabras de un líder supremo se amplifican a medida que se mueven por sus engranajes, las oscuras advertencias de Xi crearon un próspero culto a la paranoia. En los alrededores de Pekín, se colocaron carteles advirtiendo a la gente que tuviera cuidado con los espías extranjeros, que podrían intentar seducir a las mujeres chinas para acceder a los secretos de Estado. En las zonas rurales, el Partido advirtió de las «revoluciones de colores» respaldadas por Occidente y de la «infiltración cristiana». Una universidad de Pekín planeaba exponer una copia de la Carta Magna, que frenaba los poderes de un rey inglés en el siglo XIII, hasta que los funcionarios se pusieron nerviosos; fue enviada a la residencia del embajador británico. En 2016, los reguladores de los medios de comunicación estatales que en su día introdujeron «Dallas» emitieron nuevas directivas con un talante muy diferente; prohibieron los programas de televisión que bromeaban sobre las tradiciones chinas o mostraban «una admiración manifiesta por los estilos de vida occidentales.»

Este verano, en preparación del centenario del Partido, el 1 de julio, los funcionarios lanzaron una campaña de propaganda que habría parecido retro si no fuera porque es realmente resurgente. En la televisión, en las vallas publicitarias y en todo el Internet chino, el Partido ensalzó la sabiduría de Xi («El líder del pueblo«), que se ha liberado de los límites en sus mandatos, y exhortó al público a tener cuidado con las oscuras «fuerzas hostiles» de dentro y de fuera, así como con la corrupción, la lasitud ideológica y la tentación democrática. En los días previos a la celebración, se aconsejó a los padres de alumnos de primaria de una escuela de la provincia de Shandong que «realizaran una búsqueda exhaustiva de libros religiosos, libros reaccionarios, reimpresiones o fotocopias de libros publicados en el extranjero, y de cualquier libro o contenido de audio y video que no fuera impreso y distribuido oficialmente por la librería Xinhua». El 28 de junio, en un mitin al aire libre celebrado en el estadio «Nido de Pájaro» (Bird’s Nest) que se construyó para las Olimpiadas, el Partido ofreció una muestra de felicitación, selectiva, de su historial: glorificó la Larga Marcha de los años treinta, omitió la hambruna y la agitación de los años cincuenta y sesenta, y aplaudió los avances económicos y tecnológicos de China, que culminaron con su rápida recuperación de la pandemia del covid-19. Tres días después, en la plaza de Tiananmen, ante una multitud de setenta mil personas, Xi lanzó una contundente advertencia al mundo exterior. «El pueblo chino nunca permitirá que fuerzas extranjeras nos intimiden, opriman o esclavicen», dijo. «Quien albergue ilusiones de hacerlo se romperá la cabeza y derramará sangre sobre la Gran Muralla de acero construida con la carne y la sangre de 1.400 millones de chinos».

Un siglo después de que el Partido fuera fundado por un joven Mao Zedong y otros estudiantes del marxismo-leninismo, la organización aspira a alcanzar el sueño último de la política autoritaria: una conciencia abarcadora de todo lo que hay en su ámbito; capacidad de prevenir las amenazas incluso antes de que se materialicen del todo, una fuerza de anticipación y control impulsada por las nuevas tecnologías; y una influencia económica que le permita reescribir las reglas internacionales a su gusto.

El giro autoritario del Partido ha repercutido más allá de China. A medida que Xi ha tratado de erradicar rivales extranjeros y políticos, sus esfuerzos han despertado la desconfianza en Washington. Desde enero, Estados Unidos ha calificado las detenciones masivas y la represión de uigures y kazajos en Xinjiang por parte de China como «genocidio y crímenes contra la humanidad». El mes pasado, en Europa, el presidente Biden reclutó a sus aliados en un llamamiento conjunto para realizar un estudio transparente de los orígenes de la pandemia, y para apoyar un impulso de infraestructuras que podría competir con la iniciativa china Belt and Road en los países en desarrollo. «Creo que estamos en una competición. No con China en sí, sino con los autócratas», dijo Biden a los periodistas. Lo que está en juego, dijo, es «si las democracias pueden o no competir con ellos en un siglo XXI que cambia rápidamente.»

Más allá de los ámbitos de la geoestrategia y la diplomacia, la guerra partidista en Washington ha gravitado hacia el tema de China, reflejando la paranoia y el nativismo de Pekín sobre los espías y la subversión extranjera. En 2018, Donald Trump, mientras discutía sobre China con una reunión de directivos de empresas, supuestamente dijo: «Casi todos los estudiantes que vienen a este país son espías.» (Se calcula que hubo unos trescientos setenta mil estudiantes chinos en Estados Unidos durante el curso escolar 2018-19). Entre los partidarios de Trump, China se convirtió en un peligro central en su panteón de amenazas, junto con la ley Sharia, el estado profundo y las «caravanas» de migrantes mexicanos. Durante la campaña presidencial de 2020, las banderas y las camisetas denunciaban a «Beijing Biden» y lo acusaban de querer «hacer grande de nuevo a China.» Tras la toma de posesión de Biden, un popular meme de la derecha promovió una teoría conspirativa racista según la cual David Cho, un condecorado agente del Servicio Secreto que es coreano-americano, era el «controlador chino» de Biden. Los ataques violentos por motivos raciales contra asiáticos aumentaron en todo Estados Unidos y, en marzo, un hombre armado mató a ocho personas, entre ellas seis mujeres asiáticas, en spas y salones de masaje de la zona de Atlanta.

A medida que el Partido Comunista de China entra en su segundo siglo, su mezcla de confianza y paranoia -orgullo de sus logros y miedo al exterior- refleja la incertidumbre fundamental de su proyecto. Los comunistas chinos ya han gobernado su país durante más tiempo que los soviéticos en el suyo, pero es una distinción que genera tanto satisfacción como ansiedad. Ningún gobierno comunista ha llegado a celebrar su segundo centenario. Durante la Administración Trump, la incompetencia y las luchas internas de la política estadounidense proporcionaron una valiosa herramienta de propaganda para el gobierno de Xi, que bien puede perdurar en las próximas décadas. Pero los estadounidenses acabaron con la presidencia de Trump tras un único mandato, gracias a una característica de la gobernanza que se hace cada vez más difícil de mantener en un Estado unipartidista gobernado por un hombre fuerte: el poder de autocorrección.

 

Traducción: Marcos Villasmil

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NOTA ORIGINAL:

The New Yorker

After a Hundred Years, What Has China’s Communist Party Learned?

Beijing reverts to a belief that paranoia and suspicion are the best policies.

Evan Osnos 

Not so long ago, the Communist Party of China—which celebrates its hundredth anniversary this week—believed in the power of eclectic influences. In 1980, the Party’s propaganda chiefs approved the first broadcast of an American television series in the People’s Republic of China: “Man from Atlantis,” which featured Patrick Duffy, with webbed hands and feet and clad in yellow swimming trunks, as the lone survivor of an undersea civilization. In the United States, the show had been cancelled after one season—the Washington Post panned it as “thinner than water”—but the Communists in Beijing had embarked on an “open door” policy of experimentation. They knew that the political chaos of the Cultural Revolution had left China impoverished and weak—it was poorer than North Korea—and were acquiring whatever foreign culture they could afford, in order to close the gap with the rest of the world. After “Man from Atlantis,” Chinese television viewers were shown “My Favorite Martian” (though the laugh track was lost in the dubbing process, so there were long, puzzling pauses) and the capitalist soap operas “Falcon Crest,” “Dallas,” and “Dynasty.”

For years, the imports kept coming. The censors cut out references to major political taboos (such as the crackdown at Tiananmen Square, in 1989), but the aperture to foreign culture was wide enough that Chinese news broadcasts featured segments from CNN. Yet the appetite for international programming did not last. It peaked around 2008, when Beijing welcomed a surge of attention for the Summer Olympics. In the years after that, the Party moved to protect itself against the challenges posed by dissent and technology, and turned its suspicions again on American influence. When Xi Jinping became General Secretary of the Party, in 2012, he faced a worrying terrain: social media created in Silicon Valley, and cheered by Washington, had helped bring down authoritarian rulers in Egypt and Libya, and Chinese leaders jockeying for power and money had allowed internal feuds to tumble into public, reviving a congenital fear, deeply rooted in a party born of revolution, that it could all end in collapse. Flamboyant corruption was fuelling overt public resentment of the Party. In a speech, Xi warned that the Soviet Communists had lost control “because everyone could say and do what they wanted.” He warned, “What kind of political party was that? It was just a rabble.”

To build unity, Xi’s government invoked the spectre of the Cold War; state television rebroadcast films of Chinese troops battling Americans in Korea during the nineteen-fifties, a period in which American spies also infiltrated China in efforts to overthrow the Party. John Delury, the author of the forthcoming book “Agents of Subversion,” a history of espionage and suspicion in U.S.-China relations, told me, “Even after ‘normalization’ in the 1970s, the US essentially moved on to a new subversive proposition, the hope that prosperity [in China] would lead to democracy. But contrary to America’s wishes, wealth led to power, not democracy.”

Xi recommitted the Party to “ideological work” and the need to suppress “mistaken opinions.” Popular social-media commentators were arrested; Charles Xue, a Chinese-American blogger based in Beijing, who had more than twelve million followers, was paraded on television in handcuffs, and confessed to making “irresponsible” comments. The Party cited fears of separatism in the Xinjiang region to create a vast network of prisonlike facilities and surveillance, and, in Hong Kong, it moved swiftly to eliminate autonomy and political dissent. Xi adopted a language of existential threat. In 2014, he said that China faced “the most complicated internal and external factors in its history.” Jude Blanchette, a China specialist at the Center for Strategic and International Studies, wrote in Foreign Affairs that “although this was clearly hyperbole—war with the United States in Korea and the nationwide famine of the late 1950s were more complicated—Xi’s message to the political system was clear: a new era of risk and uncertainty confronts the party.”

In the machinery of a one-party state, in which the words of a paramount leader amplify as they move through its cogs, Xi’s dark warnings created a thriving cult of paranoia. Around Beijing, posters went up, warning people to watch out for foreign spies, who might try to seduce Chinese women in order to gain access to state secrets. In rural backwaters, the Party warned of Western-backed “color revolutions” and “Christian infiltration.” A university in Beijing planned to display a copy of the Magna Carta, which curbed the powers of an English king in the thirteenth century, until officials got nervous; it was sent to the residence of the British Ambassador. In 2016, the state-media regulators who had once introduced “Dallas” issued new directives with a very different cast of mind; they barred television programs that joked about Chinese traditions or showcased “overt admiration for Western life styles.”

This summer, in preparation for the Party’s hundredth birthday, on July 1st, officials launched a propaganda campaign that would have looked retro were it not resurgent. On television, billboards, and across the Chinese Internet, the Party extolled the wisdom of Xi (“The People’s Leader”), who has liberated himself from term limits; it rallied the public to watch out for shadowy “hostile forces” within and without, as well as for corruption, ideological lassitude, and democratic temptation. In the days leading up to the celebration, primary-school parents at a school in Shandong Province were advised to “conduct a thorough search for religious books, reactionary books, homegrown reprints or photocopies of books published overseas, and for any books or audio and video content not officially printed and distributed by Xinhua Bookstore.” On June 28th, at an outdoor rally held in the Bird’s Nest stadium that was built for the Olympics, the Party offered a congratulatory, and selective, reading of its record: it glorified the Long March of the nineteen-thirties, skipped over the famine and turmoil of the fifties and sixties, and cheered China’s economic and technological advances, culminating in its rapid recovery from the covid-19 pandemic. Three days later, in Tiananmen Square, before a crowd of seventy thousand, Xi delivered a blunt warning to the outside world. “The Chinese people will never allow foreign forces to bully, oppress, or enslave us,” he said. “Whoever nurses delusions of doing that will crack their heads and spill blood on the Great Wall of steel built from the flesh and blood of 1.4 billion Chinese people.”

A century after the Party was founded by a young Mao Zedong and other students of Marxism-Leninism, it aspires to achieve the ultimate dream of authoritarian politics: an encompassing awareness of everything in its realm; the ability to prevent threats even before they are fully realized, a force of anticipation and control powered by new technology; and economic influence that allows it to rewrite international rules to its liking.

The Party’s authoritarian turn has reverberated far beyond China. As Xi has sought to root out foreign and political challengers, his efforts have sparked mistrust in Washington. Since January, the U.S. has described China’s mass arrests and repression of Uyghurs and Kazakhs in Xinjiang as “genocide and crimes against humanity.” Last month, in Europe, President Biden recruited allies in a joint call for a transparent study of the origins of the pandemic, and for support of an infrastructure push that could compete with China’s Belt and Road Initiative in developing countries. “I think we’re in a contest. Not with China per se, but a contest with autocrats,” Biden told reporters. At stake, he said, was “whether or not democracies can compete with them in a rapidly changing twenty-first century.”

Beyond the realms of geostrategy and diplomacy, partisan warfare in Washington has gravitated toward the subject of China, mirroring Beijing’s paranoia and nativism about spies and foreign subversion. In 2018, Donald Trump, while discussing China with a gathering of C.E.O.s, reportedly said, “Almost every student that comes over to this country is a spy.” (There were an estimated three hundred and seventy thousand Chinese students in America during the 2018-19 school year.) Among Trump’s supporters, China became a central danger in their pantheon of threats, alongside Sharia law, the deep state, and “caravans” of Mexican migrants. During the 2020 Presidential campaign, flags and T-shirts denounced “Beijing Biden” and accused him of seeking to “Make China Great Again.” After Biden was inaugurated, a popular right-wing meme promoted a racist conspiracy theory that David Cho, a decorated Secret Service agent who is Korean-American, was Biden’s “Chinese handler.” Violent, racially motivated attacks on Asians increased across the U.S., and, in March, a gunman killed eight people, including six Asian women, at spas and massage parlors in the Atlanta area.

As China’s Communist Party enters its second century, its mix of confidence and paranoia—pride in its achievements and fear of the outside—reflects the fundamental uncertainty of its project. Chinese Communists have already ruled their country longer than the Soviets ruled theirs, but that’s a distinction that breeds both satisfaction and anxiety. No Communist government has ever made it to its second centennial celebration. During the Trump Administration, the incompetence and infighting of American politics provided a valuable propaganda tool for Xi’s government, which may well endure in the decades ahead. But Americans ended Trump’s Presidency after a single term, thanks to a feature of governance that becomes ever harder to maintain in a one-party state ruled by a strongman: the power of self-correction.

 

 

 

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