The New Yorker: El secreto del éxito de la reina
No se superan los setenta años de excelente comportamiento, en el trono, sin sentido del humor; de hecho, puede ser lo único que le hiciera seguir adelante.
Paren todos los relojes. La Reina Elizabeth II murió en Balmoral, Escocia, el 8 de septiembre, a cuatro años de su centenario: una sorpresa y una melancólica conmoción, ya que a menudo parecía que iba a ser eterna. Intentar comprender lo que le apasionaba no es tarea fácil, pero un lugar útil para empezar sería «The Queen: Elizabeth II and the Monarchy«, una juiciosa biografía del historiador Ben Pimlott. El índice tiene una entrada dedicada a los intereses de la soberana. «Perros» recibe nueve menciones; «Caballos», siete; «Carreras», seis; «Tiro», cinco; «Colección de arte», cuatro; «Lectura», tres; «Política», unas míseras dos; y «Rompecabezas, Scrabble y televisión», una.
Y así es como se vive hasta los noventa y seis años. Permanece al aire libre tanto como sea posible. Guarda algunos libros y juegos para los días de lluvia. Disfruta de la compañía de los cuadrúpedos. Y espera que nadie del gobierno venga a tomar el té. Elizabeth II, por la Gracia de Dios, del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y de sus otros Reinos y Territorios, Reina, Jefa de la Commonwealth, Defensora de la Fe -o, como solía llamarla la revista Private Eye, Brenda- era una campesina de corazón. Es decir, era sana, sagaz, constitucionalmente estoica y estaba acostumbrada a creer que el tiempo que se dedica a la autocrítica emocional o a la inquietud intelectual es tiempo perdido. Cuando las películas y los programas de televisión la describen como una persona introspectiva, se equivocan; su mirada está dirigida hacia el exterior, no hacia su alma. A pesar de su enorme riqueza y del esplendor público que adornaba su reinado, la Reina tenía la prudencia instintiva de una generación criada en tiempos de guerra. Termina la comida en tu plato. Por muy fuertes que sean tus sentimientos, guárdalos a buen recaudo, como el dinero en la cartera. No los agites como si fueran banderas. Aunque era la mujer más famosa del mundo, en su exposición permanente nadie podía acusarla de ser una fanfarrona.
Elizabeth II riéndose al lado del Duque de Edimburgo, que lleva el uniforme de la Guardia de Granaderos, incluyendo el sombrero de piel de oso.
En medio de los hosannas que se han pronunciado en homenaje a la Reina, una nota particular destaca. Según Barack y Michelle Obama, «aportó su considerable humor y encanto a los momentos de gran pompa y circunstancia». Los presidentes Biden y Bush hablaron de su ingenio. A diferencia de su tatarabuela, la reina Victoria, Elizabeth se divertía; de hecho, rara vez no se divertía. La fotografía más reveladora que se ha tomado de ella no es un retrato formal, vestida con solemnidad, sino una imagen de ella riéndose al lado del Duque de Edimburgo, que lleva el uniforme de la Guardia de Granaderos, con sombrero de piel de oso. No se pasa de los setenta años de excelente comportamiento en el trono, sin sentido del humor; de hecho, puede que sea lo único que le hiciera seguir adelante. Durante la gira de la Commonwealth que comenzó tras la coronación, en 1953, y que duró cinco meses y medio, la Reina dijo a un ayudante: «Tengo el tipo de cara que si no estoy sonriendo, parezco enfadada. Pero no estoy enfadada».
Elizabeth II y Duke Ellington
Esta alegría podía dar notables frutos. En 1958, la joven Reina, en lugar de mezclarse con la habitual pandilla de sangre azul, tuvo el honor de ser presentada a un auténtico aristócrata, de corbata blanca y frac: Duke Ellington, [el gran músico de jazz], que actuaba en un festival en Yorkshire. Elllington recordó: «Me preguntó cuándo fue mi primera vez en Inglaterra. Le dije, oh, mi primera vez en Inglaterra fue en 1933, mucho antes de que usted naciera». (Su nacimiento fue, en realidad, en 1926). «Me lanzó una mirada muy norteamericana; muy fría, lo que me pareció demasiado«. Más tarde, esa misma noche, cuenta la historia, Ellington volvió a su hotel y empezó a componer lo que acabaría siendo «The Queen’s Suite», en seis partes. Sólo se imprimió una copia de la grabación. Se envió a Su Majestad; la pieza no fue escuchada por el público hasta después del fallecimiento del músico. Otra anécdota sobre lo bueno y lo grande.
Dos días antes de su muerte, la Reina recibió a otra Elizabeth -Liz Truss, la decimoquinta y última Primera Ministra que ejerció durante el segundo reinado isabelino. (Winston Churchill fue quien inició la lista de Primeros Ministros.) Los cínicos se preguntaron si esa reunión podría haber sido la gota que colmó el vaso, pero, en realidad, el sentido de la oportunidad real fue exacto. Si la Reina hubiera fallecido una semana antes, habría sido el predecesor de Truss, Boris Johnson, quien hubiera encabezado el luto de la nación. No es precisamente la persona que se quiere para el duelo. La revelación de que se había celebrado una fiesta en el número 10 de Downing Street en la víspera del funeral del príncipe Felipe, en abril de 2021, fue una prueba concluyente, si es que se necesitaba alguna, de que Johnson hacía oídos sordos al estado de ánimo imperante. En cambio la Reina, no hace falta decirlo, sí estaba sintonizada. Se sentó sola en el funeral, con una máscara negra, abandonada, porque comprendió que durante el encierro, esa triste soledad era el destino de sus súbditos. Simplemente haciendo lo que todos los demás tenían que hacer, y sin decir nada, avergonzó la laxitud de su Primer Ministro, y probablemente deletreó su final.
Elizabeth II, sola, en el funeral de su marido.
El país que deja atrás apenas está a gusto consigo mismo, y está abierto a debate si se puede esperar que algún gobierno, dirigido por Truss o por cualquier otro, restablezca la armonía. La inflación crece como una pústula. El malestar industrial está en marcha. El aumento de los costes energéticos es tan alarmante que la perspectiva del invierno llena de temor a muchas familias. Por debajo de todo esto se esconde un temor mayor: ¿cuánto falta para que el Reino Unido se convierta en una contradicción? Uno de los innumerables deberes de la Reina era el de actuar como unificadora en jefe, y, con la retirada de su mano guía, las divisiones sólo pueden profundizarse. Aunque murió en Balmoral, que amaba, ¿encontrará ahora un nuevo impulso la campaña por la independencia de Escocia? ¿Qué pasa con la eterna cuestión irlandesa? ¿Y Gales? ¿Podría ser que lo que una vez fue un imperio, y luego una mancomunidad, se reduzca a un solo país, y luego, por fin, a un tranquilo pueblo de Gloucestershire, con una iglesia vacía y una próspera oferta de mermeladas?
Elizabeth I
«Aunque después de mi muerte tengan muchas madrastras, nunca tendrán una madre más natural que la que yo quiero ser para todos ustedes«. Así hablaba la homónima de la Reina, Elizabeth I -el viejo chiste es que, a pesar del derecho divino de los reyes, son las reinas británicas las que han mantenido el rumbo, definido sus tiempos y ganado la aclamación. Si Elizabeth II fue, quizás, una madre más natural para la nación que para sus propios hijos, eso sólo sugiere lo amplio y convulso que puede resultar el duelo. La mayoría de los británicos no han conocido a ningún otro monarca. Incluso los más leales, a los que se les pide que no canten «God save our gracious Queen» sino «God save our gracious King», tendrán dificultades para hacer el cambio. Lo que suceda a continuación no será simplemente una cuestión de cambiar un jefe de Estado por otro, o de ver un nuevo perfil en los sellos de correos y las monedas. Levantarse por la mañana sin la presencia de la Reina, siempre distante pero siempre presente, será como vivir bajo un cielo diferente. Quizá sea, como diría Duke Ellington, demasiado.
Traducción: Marcos Villasmil
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NOTA ORIGINAL:
The New Yorker
ANTHONY LANE
The Secret to the Queen’s Success
Stop all the clocks. Queen Elizabeth II died at Balmoral, Scotland, on September 8th, four years short of her centenary: a surprise as well as a melancholy shock, for it often seemed that she would run forever. Trying to grasp what made her tick is no easy task, but a useful place to start would be “The Queen: Elizabeth II and the Monarchy,” a judicious biography by the historian Ben Pimlott. The index has an entry devoted to the sovereign’s interests. “Dogs” gets nine mentions; “Horses,” seven; “Racing,” six; “Shooting,” five; “Art collection,” four; “Reading,” three; “Politics,” a paltry two; and “Jigsaw puzzles, Scrabble, and television,” one.
And that is how you live to be ninety-six. Stay outdoors as much as possible. Keep a few books and games for rainy days. Enjoy the company of quadrupeds. And hope that nobody from the government drops in for tea. Elizabeth II, by the Grace of God, of the United Kingdom of Great Britain and Northern Ireland and of Her other Realms and Territories Queen, Head of the Commonwealth, Defender of the Faith—or, as Private Eye used to call her, Brenda—was a countrywoman at heart. That is to say, she was hale, sane, shrewd, constitutionally stoic, and schooled to believe that time spent on emotional self-perusal or intellectual fretting is time wasted. When films and TV dramas portrayed her as introspective, they got her quite wrong; her gaze was trained steadily outward, not into her soul. Despite her vast wealth and the public splendor that adorned her reign, the Queen had the instinctive prudence of a generation raised in a time of war. Finish the food on your plate. However strong your feelings, keep them safe, like money in a purse. Don’t wave them around like flags. Although she was the most famous woman in the world, on permanent show, no one could ever accuse her of being a showoff.
Amid the hosannas that have been delivered, in tribute to the Queen, a particular note has been struck. According to Barack and Michelle Obama, “She brought her considerable humor and charm to moments of great pomp and circumstance.” Presidents Biden and Bush both spoke of her wit. Unlike her great-great-grandmother Queen Victoria, Elizabeth was amused—seldom, in fact, not amused. The most telling photograph ever taken of her is not a formal portrait, robed in solemnity, but a shot of her cracking up beside the Duke of Edinburgh, who is in Grenadier Guards uniform, complete with bearskin hat. You don’t get through seventy years of best behavior, on the throne, without a sense of humor; indeed, it may be the one thing that keeps you going. During the Commonwealth tour that began after the coronation, in 1953, and lasted five and a half months, the Queen said to an aide, “I’ve got the kind of face that if I’m not smiling, I look cross. But I’m not cross.”
This cheerfulness could bear remarkable fruit. In 1958, the youthful Queen, instead of mixing with the usual blue-blooded gang, had the honor of being presented to a real aristocrat, in white tie and tails—Duke Ellington, who was performing at a festival in Yorkshire. He recalled, “She asked me when was your first time in England? Oh, I said, oh my first time in England was in 1933, way before you were born.” (Her birth was actually in 1926.) “She gave me a real American look; very cool man, which I thought was too much.” Later that night, the story goes, Ellington went back to his hotel and began composing what would wind up as “The Queen’s Suite,” in six parts. Only one copy of the recording was pressed. It was sent to Her Majesty; the piece was not heard by the public until after Duke passed away. Talk about the good and the great.
Two days before she died, the Queen received another Elizabeth—Liz Truss, the fifteenth and last Prime Minister to have served during the second Elizabethan reign. (The first was Winston Churchill.) Cynics wondered whether that meeting might have been the final straw, but, in truth, the sense of royal timing was exact. Had the Queen expired a week earlier, it would have been Truss’s predecessor, Boris Johnson, leading the nation in mourning. He is not the man you want for grief. The revelation that parties had been held at 10 Downing Street on the eve of Prince Philip’s funeral, in April, 2021, was conclusive proof, if any were required, that Johnson was deaf to the prevailing mood. The Queen, needless to say, was tuned in. She sat alone at the funeral, black-masked and marooned, because she understood that, during lockdown, such sad solitude was the lot of her subjects. Simply by doing what everyone else was having to do, and by saying nothing, she shamed the laxity of her Prime Minister, and probably spelled his end.
The country that she leaves behind is scarcely at ease with itself, and whether any government, helmed by Truss or anyone else, can be expected to restore harmony is open to debate. Inflation is swelling like a pustule. Industrial unrest is afoot. So alarming is the rise in energy costs that the prospect of winter fills many families with dread. Below it all lurks a larger fear: how soon before the United Kingdom becomes a contradiction in terms? Not the least of the Queen’s innumerable duties was to act as a unifier-in-chief, and, with the removal of her guiding hand, divisions can only deepen. Though she died at Balmoral, which she loved, will the campaign for Scottish independence now find fresh impetus? What of the perennial Irish question? How about Wales? Could it be that what was once an empire, and then a commonwealth, will shrink to a single country, and then at last to one quiet village in Gloucestershire, with an empty church and a thriving line in marmalade?
“Though after my death you may have many stepdames, yet shall you never have a more natural mother than I mean to be unto you all.” Thus spake the Queen’s namesake, Elizabeth I—the age-old joke being that, notwithstanding the divine right of kings, it is British queens who have stayed the course, defined their times, and earned the acclamation. If Elizabeth II was, perhaps, a more natural mother to the nation than she was to her own children, that suggests only how wide, and how convulsive, the bereavement may turn out to be. Most Britons have known no other monarch. Even the ardently loyal, asked to sing not “God save our gracious Queen” but “God save our gracious King,” will struggle to make the switch. What happens next will not merely be a matter of trading one head of state for another, or of seeing a new profile on postage stamps and coins. To get up in the morning without the Queen being around, always distant but ever present, will be like living beneath a different sky. It is all, as Duke Ellington would say, too much.