The New Yorker: Putin, Ucrania y la preservación del poder
Una vez más, el presidente ruso está preparado para invadir la nación. Sus armas incluyen material militar, cyberataques y propaganda.
Vladimir Putin se presenta ante sus ciudadanos y ante el mundo como el abanderado de una contrailustración moderna. Ha declarado que la democracia liberal es «obsoleta», un acuerdo político que ha «superado su propósito». Se dice que uno de sus modelos históricos es Alejandro III, un zar reaccionario de la dinastía Romanov que instituyó restricciones draconianas a la prensa, trató de «rusificar» su imperio multiétnico y se movilizó contra las amenazas internas y externas. Hace cuatro años, Putin expresó su profunda admiración por el zar mientras visitaba la península de Crimea, una parcela sustancial y claramente no amenazante de Ucrania que Rusia invadió en 2014 y ha ocupado desde entonces.
Una vez más, Putin está preparado para invadir Ucrania. Sus armas incluyen material militar, cyberataques y propaganda. La última vez que invadió, lo hizo con el máximo sigilo, empleando a los «hombrecillos verdes» de las fuerzas especiales como cobertura temporal en el tribunal de la opinión pública mientras se apoderaba de Simferopol, Yalta y Sebastopol. Ahora quiere que Occidente, distraído y desordenado, sepa que Donetsk, Kharkiv y Luhansk, en el este industrial, e incluso Kiev, la capital, están potencialmente en su punto de mira.
Durante semanas, los diputados y los medios de propaganda de Putin se han pronunciado de forma contradictoria, negando a la vez cualquier intención de invadir y amplificando su urgencia por hacer retroceder lo que él considera como las irritantes invasiones de Occidente desde el final de la Guerra Fría. «La OTAN es un cáncer: ¿Debemos curarlo?», titulaba la semana pasada un periódico pro-Kremlin, Argumenti i Fakty. En Literaturnaya Gazeta, Konstantin Sivkov, analista militar, decía: «Rusia debe tomar medidas no convencionales. Duras. Si no lo hacemos, nuestros «socios» podrían pensar que pueden limpiarse los pies en Rusia». Se preguntaba sobre la posible necesidad de crear ojivas que pudieran «golpear el parque de Yellowstone» o desencadenar un «tsunami mortal con olas de cientos de metros de altura que barrerían todo a su paso».
Pocos líderes han aprovechado la inescrutabilidad como lo ha hecho Putin. Sus propagandistas, sus aliados cleptómanos y sus servicios secretos nunca saben con precisión lo que hará a continuación. Pero su imperativo general es obvio: la conservación del poder. Como oficial entrenado del K.G.B., Putin percibe amenazas en innumerables rincones, y está instruido en la historia de los desafíos a la autoridad del Kremlin. Sabe, por ejemplo, que hacia el mediodía del 25 de agosto de 1968, cuatro días después de que el ejército soviético entrara en Checoslovaquia para aplastar el movimiento reformista conocido como la Primavera de Praga, ocho intelectuales moscovitas acudieron a la Plaza Roja y enarbolaron brevemente carteles con lemas como «¡Por su libertad y la nuestra!». La poetisa Natalia Gorbanevskaya metió la mano en un carrito de bebé y sacó una bandera checa. Este «estallido antisoviético», como lo describió un informe secreto al Comité Central del Partido Comunista, sólo duró lo que tardaron los guardias del K.G.B. en atacar a los manifestantes, golpearlos y arrestarlos.
Pero esa fugaz protesta tuvo profundas consecuencias. Vadim Delaunay, uno de los manifestantes de la Plaza Roja, dijo ante el tribunal que sus «cinco minutos de libertad» habían valido la pena de la paliza y la condena a prisión que seguramente le esperaba. No podía saber cuánta razón tenía. Fueron muchos los factores que llevaron a Mijaíl Gorbachov a proponer las reformas conocidas como glasnost y perestroika: el gasto del imperio, una economía interna marchita, el aislamiento intelectual y científico, y la indiferencia del público hacia la ideología comunista. El movimiento disidente que tomó como inspiración a los manifestantes de la Plaza Roja, aunque nunca fue numeroso, fue un poderoso generador de pensamiento libre y de posibilidades. A finales de los años ochenta, incluso Gorbachov, como Secretario General del Partido Comunista, rindió un incómodo homenaje al líder más eminente del movimiento, Andrei Sájarov.
Una y otra vez, Putin ha aprendido una singular lección: las multitudes rara vez acuden a la plaza pública exigiendo más autocracia. En el desfile del Primero de Mayo de 1990, grupos de ciudadanos marcharon frente a los dirigentes del Partido Comunista reunidos en la tumba de Lenin y expresaron sus quejas con lemas y carteles: «¡Abajo el Politburó! Dimisión». «¡Abajo el imperio y el fascismo rojo!» Un año y medio después, la Unión Soviética se disolvió, un acontecimiento que Putin ha declarado la «mayor catástrofe geopolítica» del siglo XX. Desde entonces, ha considerado las manifestaciones de la oposición -como las que se produjeron en Moscú, en la plaza Bolotnaya, en 2011, o en varios estados de la antigua «esfera de influencia» soviética, como Georgia, Ucrania, Bielorrusia y Kazajistán- como un indicio de mortalidad. Y así, cada vez más, se ha convertido en el filósofo y el ejecutor del régimen autoritario.
Putin es especialmente experto en explotar las vulnerabilidades, hipocresías y errores de sus oponentes. Juega una mano débil para obtener la máxima ventaja táctica y, en este momento, sus mejores cartas son la dependencia de Europa del gas natural ruso y la desestabilización de la democracia en el extranjero, especialmente en Estados Unidos. La presidencia de Donald Trump, la insurrección del 6 de enero y la retirada de Afganistán le resultan especialmente gratificantes. También lo es el hecho de que el supuesto faro de lo que solía llamarse «el mundo libre» tenga millones de ciudadanos que dicen creer que su actual presidente fue elevado mediante una votación amañada y que debería ser expulsado por la fuerza. Es mucho más fácil entablar una guerra de propaganda con un adversario dividido, desanimado y preocupado por conflictos civiles.
Ucrania es una nación soberana de más de cuarenta millones de personas. Lleva tres décadas siendo independiente del dominio de Moscú. El país sufre sus propias crisis internas -corrupción, división política-, pero los jóvenes ucranianos han nacido en una cultura política mucho menos autocrática que sus homólogos rusos. No es seguro que Putin invada Ucrania. Lo que sí es seguro es que cualquier intento de ocupar esa nación provocará resistencia y conducirá a un sangriento desastre. ♦
Traducción: Marcos Villasmil
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NOTA ORIGINAL:
The New Yorker
Putin, Ukraine, and the Preservation of Power