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Thierry Ways: «Al gratín»

Deberíamos proscribir la palabra ‘gratis’ del vocabulario político.

Detesto la frase ‘al gratín’, ese coloquialismo colombiano para decir ‘gratis’. No odio la expresión en sí, sino la forma como suele ser pronunciada: en un tonito jactancioso que busca acentuar el aprovechamiento y la ‘viveza’ de quien se cree merecedor de algo a cambio de nada; un frotar de manos que, ética y estéticamente, es pariente cercano del gusto por el dinero fácil y de la cultura traqueta.

Además, no hay nada realmente gratis; todo tiene un precio. Las redes sociales como Facebook e Instagram, por ejemplo, prestan sus plataformas tecnológicas al usuario sin cobrarle un peso, pero le succionan su información personal, uno de los activos más rentables en la economía moderna. No hay nada gratuito en la transacción: es un acto mercantil como comprar un pan en una tienda, solo que pagado en una moneda distinta a la acostumbrada.

El pasado Domingo de Ramos leí con interés, como todas las semanas, la columna del escritor Héctor Abad en El Espectador, que, esta vez, se llamaba ‘Bibliotecas comunistas’. En ella, Abad defiende la gratuidad de cosas como el aire, el agua y las bibliotecas del título. Yo no me opongo a que ciertos bienes y servicios sean provistos por el Estado, como pide el columnista. Pero el texto me hizo pensar en lo extendida que está la noción de gratuidad en el discurso público y lo confusa y perversa que resulta para la democracia.

Todo derecho –salud, justicia, etc.– es, en la práctica, un servicio: un servicio que cuesta dinero.

Usaré uno de los ejemplos de la columna: el agua. Tal vez si viviéramos en el estado de la naturaleza, y para conseguir agua bastara con bajar a buscarla a la quebrada, podríamos hablar de agua ‘gratuita’. Pero no vivimos en el estado de la naturaleza, sino en casas y edificios a los que hay que bombearles el líquido desde la fuente, con suficiente presión para cubrir toda una ciudad, lo que requiere válvulas, motores, tubos, etc., además de electricidad y mano de obra para hacer funcionar las máquinas. Y, luego, el agua servida debe ser tratada antes de devolverla a su fuente original. En otras palabras, ni algo tan elemental como el agua puede obtenerse gratis. Siempre hay (muchos) costos de por medio.

La educación es otra cosa que todos quieren ‘gratis’. Pero para que haya educación hay que construir escuelas y universidades, comprar libros y computadores y pagarles a profesores y administradores. No creo que quienes exigen ‘educación gratuita para todos’ pretendan que los educadores trabajen sin salario.

Y, sí, esto –que todo tiene un precio– es una obviedad, pero una obviedad que apartamos con ligereza siempre que describimos lo público como ‘gratuito’ y no como ‘pagado de nuestros bolsillos’, que, convendrá el lector, es algo muy distinto.

No digo que Abad ignore lo anterior; de hecho, su columna deja claro que no es así. Más bien me valgo de ella como trampolín para lanzar la idea, que me ronda hace rato, de que deberíamos proscribir la palabra ‘gratis’ del vocabulario político. Y que siempre que un político la use, deberíamos interrumpirlo y exigirle que sincere su lenguaje.

Se obtendrían al menos dos victorias importantes. Primero, se le haría mella a la perniciosa visión del Estado como proveedor de ‘derechos’ que no se pagan y todos nos hemos ganado por el solo hecho de haber nacido. Quedaría más claro que todo derecho –salud, justicia, etc.– es, en la práctica, un servicio: un servicio que cuesta dinero. Y que, por tanto, más que lanzarle hurras a la Constitución por la cantidad de derechos que promete, debemos hacerle barra al enriquecimiento material de la sociedad, que es lo que permite financiarlos y hacerlos efectivos.

Segundo, ganaríamos un round contra el populismo. Erradicado el falaz vocablo ‘gratis’ de su diccionario, el populista latinoamericano se queda casi sin discurso. Quizá enmudezca del todo.

@tways / tde@thierryw.net

 

 

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