Todo lector es un sabio en potencia
Se cumplen doscientos años del nacimiento de John Ruskin. Fundador del Gremio de San Jorge, enemigo jurado del Renacimiento y valedor de los prerrafaelitas, fue uno de los grandes críticos de arte de su siglo.
¿Necesita un pájaro teorizar sobre construir su nido? Toda buena obra de arte se hace esencialmente de esa manera, sin vacilación, sin dificultad, sin jactancia; y en los hacedores de lo mejor hay un poder interior e involuntario que se aproxima literalmente al instinto de un animal. Ruskin, Sésamo y lirios, III, 121
John Ruskin (1819-1900) fue el más prolífico de los escritores ingleses de su siglo. Recordado y admirado como crítico de arte, la crítica propiamente literaria se cuela con frecuencia en sus páginas, lo mismo que su propia economía política, a la cual le daba gran valor. Defensor de la Edad Media y enemigo jurado del Renacimiento, sucesor de Vitruvio como gran teórico de la arquitectura, supremo italianizante que actualizó la fama de Venecia y recorrió la Toscana entera demostrando sus habilidades de dibujante y admirador de monumentos, este romántico –a quien Harold Bloom acusó de llevar a la ruina al propio romanticismo- fue también un poeta fracasado, y por ello prosista inigualable, aunque amigo de los enigmas al grado de que un par de sus libros llevan títulos, para empezar, de trabajoso desciframiento como Munera pulveris (1863) y Fors clavigera. Letters for the workmen and labours of Great Britain (1871-1884). Los escribió para esparcimiento de la clase obrera, habiendo sido Ruskin un conservador de angustiadas preocupaciones sociales, antimoderno que puede ser leído, en el siglo XXI, en compañía de Iván Illich. Su propia época no lo comprendió muy bien, anota Tim Hilton, su gran biógrafo, ocupada en erigir los monumentos -arquitectónicos y políticos– de la democracia liberal.
Victoriano eminente, Ruskin parece haber sido, en su alcoba, un monstruo, como dice Hilton. Su matrimonio fue anulado en virtud de que nunca se consumó. El motivo –la pretendida impotencia del crítico– fue desmentido por la numerosa prole de su mujer tras sus segundas nupcias. Una indiscreción, además, de su exesposa sugiere que solo se masturbaba frente a ella.
Muy probablemente, Ruskin fue un pederasta activo a quien sus contemporáneos toleraban en una época –la de Alicia en el país de las maravillas y las fotos de niñas que tomaba su autor, conocido como Lewis Carroll– empeñada, de manera inconsciente, en deserotizar la infancia a conveniencia de respetables caballeros que hoy tendrían que enfrentar a los tribunales. Ya viejo, Ruskin se enamoró de una fanática religiosa mucho menor que él, Rose La Touche, que rechazó su petición de matrimonio y condenó el infinito amor del crítico por el paganismo, tan legible en The Queen of the Air. A study of the Greek myths of cloud and storm (1869). Para Ruskin, Rose era nada menos que una encarnación de la adormilada mártir santa Úrsula pintada por Carpaccio.
Heredó de su padre, John James, la amistad de Joseph M. W. Turner, su modelo de clásico moderno. Desde muy joven, Italia le entró por los ojos gracias a un grabado turneriano –Childe Harold’s pilgrimage: Italy– y tan pronto como en 1836 Ruskin ya se batía en la prensa en defensa de Turner. Durante años se tuvo a Ruskin por un hipócrita gazmoño por vanagloriarse de haber sido el responsable de la quema de los dibujos, acuarelas, borradores y sketches eróticos y hasta pornográficos de Turner. La incineración había tenido lugar en la National Gallery, en diciembre de 1858, bajo su supervisión, pero apenas en 2005, Ian Warrell, curador del legado de Turner en la Tate Britain, encontró el material supuestamente echado al fuego.
Devotos de los Alpes –una respetable afición que concluyó con Leslie Stephen, el padre de Virginia Woolf–, los Ruskin los cruzaron en numerosas ocasiones, a pesar de que estaban lejos de ser una familia muy rica (John James salía de apuros revendiendo a precio de oro los cuadros que Turner le daba rebajados). Su ruta preferida era por la Via Mala desde la cual se mira el lago de Como.
El joven Ruskin regresó a Londres enamorado de la hija del industrioso bodeguero Pedro Domecq y afanoso en componer versos, imitaciones de Walter Scott, a quien tuvo, sin ninguna duda y ajeno a cualquier refutación, como el gran escritor de su siglo. Dubitaba entre las artes –magnífico dibujante desde niño– y la geología –llegó a ser algo más que un simple aficionado de esa ciencia– pues era lector puntilloso de los Voyages dans les Alpes (1779-1796) del suizo Horace-Bénédict de Saussure. Los dibujos y acuarelas de Ruskin son notables y serían la envidia de no pocos artistas reputados. Fue Ruskin, en opinión de Hilton, “la mitad de un verdadero creador”, porque operó en él la profunda reserva propia del temperamento crítico, que lo alejó del Arte con mayúscula.
Pleno en intereses tan propios como precoces, Ruskin se convirtió, de mala gana, en gentleman-commoner, formando parte de los privilegiados alumnos de la Christ Church de Oxford; preferiría la liberalidad del King’s College, más apta para quien sería autor de Modern painters, la sublime serie que inició en 1843. Esa primera Inglaterra victoriana, democratizada por el Acta de Reforma, permitía al hijo de un comerciante con suerte, como Ruskin, convivir con la aristocracia más linajuda. Aspiraron el aroma del dinero y lo trataron con cierta deferencia. En buena medida desclasado, Ruskin nunca perderá interés por la entonces llamada “cuestión social”. La Cámara de los Comunes, gracias a ese triunfo de los whigs de 1832, admitía en su seno a los representantes de las grandes ciudades recién industrializadas, pasando de quinientos mil a ochocientos mil los súbditos habilitados para votar. Según Stefan Collini, en Public moralists (1991), el autoritarismo sentimental de Thomas Carlyle o de Ruskin, aunque escandalizaba a los tories, tuvo mayor proyección que el liberalismo clásico o sus derivas radicales nacidas de aquella reforma.
En Oxford, empero, según cuenta Ruskin en Praeterita (1885-1889), una autobiografía notabilísima entre otras cosas por sus mentiras y omisiones, deploró las obras de Sófocles, Virgilio y Milton, hallándolas parasitarias y retóricas. Nadie podía estar por encima de Platón, pensaba el autor de The poetry of architecture (1837), que después desarrollaría como The seven lamps of architecture (1849). Pero lo esencial habría de ocurrir el 22 de junio de 1840, cuando le presentaron a Turner, “el pintor y el poeta de nuestra época”.
Era, recordó Ruskin, un caballero gruñón pero en nada parecido al hombre vulgar e inculto caricaturizado ya por sus numerosos enemigos. Gracias a los amigos de Turner (y de su padre), Ruskin obtuvo carte blanche para familiarizarse con las colecciones turnerianas del vecindario, a lo que siguió un nuevo viaje a Italia, esta vez pasando por Francia. Desaprobó Nápoles y Roma, esta última –dijo– una ciudad dominada por la sombra de la muerte, que penetraba todas las cosas.
Padre e hijo visitaron, desde luego, la tumba de John Keats en el cementerio protestante de la “falsa” ciudad santa, donde en la actualidad también reposan los restos del comunista Antonio Gramsci. Papá Ruskin notó que su hijo, como el poeta, estaba hecho para “las cosas más severas”: vio en él los síntomas de la melancolía. Durante esa estancia romana, Ruskin empezó a padecer esos vaporosos extravíos mentales que acabarían por inutilizarlo durante la última década de su vida, reduciéndolo a la imbecilidad, según nos recuerda Mario Praz en una conmovedora viñeta.
Pero a sus veintiún años aquellos malestares quedaron atrás cuando entró a Venecia, su verdadera ciudad santa, a la cual dedicaría The stones of Venice (1851-1853), uno de los bestsellers del siglo XIX. Los turistas viajaban con la guía Baedeker, los entendidos con el par de tomos de Ruskin. Después de Casanova, antes de Gabriele d’Annunzio, el mito de Venecia le debe casi todo a Ruskin.
Aunque su estado de ánimo requirió, otra vez, de tratamiento en un spa (la palabra viene o de una ciudad belga o de las siglas de la expresión italiana “salute per l’acqua”), al regreso de Italia, Ruskin ya estaba preparado para empezar a escribir Modern painters, que a diferencia de otras obras estéticas no era solo el resultado de la academia, de las grandes galerías o de las bibliotecas. Fue escrito, dice el biógrafo Hilton, a raíz de una experiencia personal; en el Londres suburbano, en Denmark Hill, después del casamiento de la reina Victoria con el príncipe Alberto y durante los primeros tiempos del matrimonio de Ruskin con Effie Gray. Modern painters es una verdadera conversación con el arte, sin otra escuela que la del genio individual y la empatía (y la cercanía de Turner, no se olvide, del cual el joven crítico se convirtió en ávido coleccionista). Ruskin, como los escasos grandes críticos de la historia, siempre confundió su vida personal con la historia del arte. En cierto momento, defendió a Turner, su “antiguo”, contra Whistler, su sucesor y rival. Le hizo mucho daño al “moderno”. Lo arruinó.
Ruskin hubo de conciliar su indeclinable predilección por el partido de los Antiguos con la modernidad. Para él, todo había terminado con “el odioso” Rafael Sanzio y el amaneramiento renacentista, en el cual más que arte veía técnica, una capaz de convertir a la virgen María en una vulgar madre italiana.
A pesar de que Effie, una vez anulado su matrimonio, se casó felizmente con el pintor John Everett Millais en 1855, la relación de los prerrafaelitas con Ruskin, su crítico de cabecera –autor, en 1851, de Pre-Raphaelitism–, no se rompió. Los respaldó por oponerse a la indolencia, a la frivolidad y a la sensualidad renacentista. En su medievalismo, curiosamente, Ruskin encontraba algo distinto a la mera nostalgia o al espíritu del anticuario. Eran ellos, no los renacentistas ortodoxos, los que al someterse al imperio de la realidad seguían a los primeros “científicos” de los siglos xiii y xiv. Lo cual contradecía la crudeza “naturalista” hallada por él en Rafael y compañía.
En mayo de 1845, Ruskin sufrió aquello que Stendhal había calificado en 1817 como “el síndrome de Florencia” –estado nervioso provocado por la insoportable (y siniestra) belleza de esa ciudad– con jornadas de trabajo en las iglesias que empezaban a las cinco de la mañana. Desde esa hora Ruskin dibujaba. Y escribía sin cesar con una de las caligrafías más veloces que recuerde la grafología. Más que un escribidor, era un taquígrafo. Se había apoderado de Fra Angélico y Fra Filippo Lippi. En esos días estaba sin la compañía de sus providentes padres y la servidumbre hubo de advertirles a los señores que el joven investigador debía regresar a Suiza, al menos.
Como Descartes y algunos pocos otros genios, Ruskin no fue hombre de muchas lecturas. Le bastó con un conocimiento profundo de Shakespeare y Dante: con la excepción del clásico de Sismondi (Histoire des républiques italiennes du moyen âge, 1838), su medievalismo, en cuanto a literatura, se nutría del par de gigantes que leía y, desde luego, de lo descubierto cotidianamente en los frescos italianos. El resto eran libros de trabajo o geológicos. En septiembre de 1845, en carta a su padre dio por concluida su educación artística italiana con el descubrimiento veneciano de Tintoretto en la Scuola di San Rocco. Nadie pudo convencerlo nunca de la contrastada grandeza de Tiziano, opinión que habrían suscrito modernos-modernos, como Jean-Paul Sartre, asombrados por el “expresionismo” terreno de Tintoretto, con sus crucificados borrosos y sus ángeles-meteoros.
A sus veinticinco años, Ruskin ya estaba formado en lo esencial. Hay una clara correspondencia entre la impostada inocencia nazarena de los prerrafaelitas y el realismo escasamente eclesiástico de Tintoretto, gustos estéticos de los cuales se desprende su “política”, a veces tan contradictoria, como suele ocurrir con los modernos-antimodernos. En un libro fechado hace un siglo (Les idées sociales de Ruskin, 1913), Joseph Danel lo describe como un inglés triste pero práctico, quien confesó haber amado a sus padres solo como simples fuerzas de la naturaleza, al igual que al sol y a la luna. En materia religiosa se concebía como un caballero cristiano cuyo sentido de superioridad intelectual lo obligaba a ver por los menesterosos. Sin embargo, tuvo una crisis de incredulidad tardía y pasajera en 1858, en la que dudó no solo de la Biblia sino de la fe evangélica en la que fue educado. Su combinación, inverosímil de imaginarse, entre la Grecia clásica y la Edad Media piadosa, le salió perfecta.
Más un entusiasta de las virtudes recién descubiertas de la higiene que un ecologista avant la lettre, a Ruskin lo horrorizó la sociedad industria y la “deshumanización” que traía consigo, arruinando el paisaje natural y humano de su vieja Inglaterra de 1750. Condenó la economía manchesteriana. No se enteró, al parecer, de la existencia de Karl Marx, más interesado en la botánica que en los movimientos revolucionarios, pero fue enemigo lo mismo de Adam Smith que de David Ricardo o de John Stuart Mill. Antiliberal, al igual que su maestro Thomas Carlyle, en libros como Unto this last (1860-1862) y Munera pulveris, alentó el primitivismo. Enemigo de “una industria sin moral” y de “una religión que había perdido el imperio de los corazones”, según Danel, su lector francés, transitó Ruskin de la crítica de arte a lo que él entendía por economía política: aquello que regía a las antiguas comunidades basadas en el trabajo manual tal cual ocurría desde los tiempos de Platón y Jenofonte.
Dada la laxitud que entonces tenía el término “socialismo”, a Ruskin se le consideraba como un célebre socialista cristiano creyente en la santidad de la vida obrera, que había influido lo mismo en Tolstói, Gandhi o los fabianos. Descreía de la riqueza, que debería satisfacer solo las necesidades más honestas, y el gobierno, según él, había de ser ejercido por los pequeños propietarios de tierras. Adversario de lo que hoy llamamos “globalización”, le satisfacía que los turistas deambularan sin conocer la lengua de los nativos, aunque su italiano debió de ser magnífico. El trabajo tenía que ser una obra de arte como aquellas que él admiró en su juventud en la Toscana y, por tanto, ajeno a la manufactura desprovista de alma.
Simpatizaba Ruskin con los viejos luditas, destructores de máquinas, y en 1871 pasó a la práctica, fundando el Gremio de San Jorge, cuyos objetivos fueron planteados en Fors clavigera. Se trataba de una comunidad rural, antiindustrial, dedicada a las artes tradicionales, que buscaba inspirar a los obreros, alejándolos de las ciudades tupidas de hollín, con la creación de objetos notables por su belleza. Su rechazo de la mecanización venía de sus teorías arquitectónicas que vindicaban el gótico como la expresión material de la cristiandad, a través del sacrificio, la verdad, el poder, la belleza, la vida, la memoria y la belleza. Aunque Ruskin compró tierras por aquí y por allá para extender su sociedad utópica conocida como el gremio, aquella corporación no dejó otra cosa que una memorable colección de arte, minerales, libros, monedas y manuscritos medievales hoy conservados en la Millennium Gallery de Sheffield. Pese al fracaso del gremio, la influencia internacional de Ruskin como educador fue enorme y en México tuvo en el José Vasconcelos de los años veinte a uno de sus por fuerza eclécticos seguidores. ¿Por qué? Vasconcelos encarna a la perfección al “sabio práctico”, de aquellos que, más allá de los contemplativos y de los religiosos, Ruskin anunciaba como protagonistas del futuro, como ya lo habían sido en el tiempo de las catedrales.
Los libros más famosos de Ruskin fueron Sésamo y lirios (1865) y La Biblia de Amiens (1880-1885) –ambos traducidos al francés por el joven Marcel Proust con la ayuda de su madre– que son, a la vez, un homenaje al arte de la lectura y la descripción de la más honesta de las catedrales góticas. Ambos libros, como siempre ocurre con la prosa de Ruskin –la última hija de la retórica antigua en cuanto hallaba compatible a la educación con la alegoría–, son de lectura difícil, lo cual torna más conmovedor y actual su magisterio –cuanto se pretende degradar el arte en beneficio del entrenamiento del público o el deseo de fanatizar al pueblo–. Fantasioso acaso, Ruskin nunca rebajó –antes al contrario– el nivel de sus ideas ni la complejidad de su cultura para unos lectores a los cuales tenía, en el peor de los casos, como sabios en potencia. Así, Sésamo y lirios es, al mismo tiempo, un arte de la lectura y una invitación a que las mujeres leyesen porque –en su victorianismo– John Ruskin apostaba por una sociedad virtuosa, donde los varones mandaran para que las damas gobernasen. Quería, si queremos burlarnos un poco de él, que cada mujer inglesa fuese la reina Victoria, su estricta contemporánea. Y en la descripción de Amiens y su catedral, legó su idea, medieval, sin duda alguna, de que aquel monumento encarnaba la perfección, no solo por su simplicidad cristiana sino por ser obra de aquellos maestros albañiles que tenía por los más grandes entre los sabios prácticos. ~
Christopher Domínguez Michael: Historiador y ensayista, es uno de los más conocidos críticos literarios hispanoamericanos.