Todos somos Errejón: contra el totalitarismo feminista
Las denuncias anónimas e inseguridad jurídica que afectan ahora a Errejón las podría sufrir mañana cualquiera
Ilustración de Alejandra Svriz.
Por más que el caso Errejón no sea más que la mascarada de una operación política de fondo para devolver a la vida al cadáver de Podemos (nunca este Gobierno mereció tanto el apelativo de Frankenstein), sí proyecta ciertas irradiaciones que resultan sumamente interesante para comprender el estado al que hemos devenido como sociedad que se presupone democrática. La interpretación que el diario El País, a través de su editorialista, ha hecho del caso es que éste supone una prueba irrefutable del avance imparable del feminismo. ¿Qué otra cosa iban a decir? ¿Que significa más bien un torpedo en la línea de flotación de la conciencia de superioridad moral de nuestra izquierda, incluyendo, por supuesto, a la autoproclamada prensa feminista, que sabía y que calló?
La propia periodista, por llamarla de algún modo, que comenzó a difundir mediante insinuaciones las denuncias anónimas que apuntaban al político, ha declarado que «estamos modificando entre todas qué es la violencia sexual». Al día siguiente anunció la presentación de su libro. No obstante, quien más claro ha dibujado el trasfondo literalmente totalitario que hay detrás de todo esto ha sido la concejal del Ayuntamiento de Madrid Rita Maestre, cuya celebridad no podrá desprenderse nunca del hecho de haber nacido de sacarse los pechos en un lugar de culto. Según Rita, durante cinco años cándida novia del político rijoso, el gran logro del feminismo ha consistido en «que haya caído un político de primera línea sin que nadie intente taparlo y sin que nadie ponga excusas ni se hable de la presunción de inocencia». No hay más preguntas, señoría.
Sea como fuere, hay que reconocer que, en efecto, el triunfo del feminismo totalitario está siendo concluyente. El mero hecho de que pueda existir sin escándalo público un vehículo destinado a acumular denuncias anónimas que, llegado el caso, puedan servir para destruir con total impunidad la vida de cualquier ciudadano, nos habla más que nada del grado de descomposición democrática y abyección moral al que hemos llegado como sociedad, máxime cuando, según podemos ver, en determinados medios se le otorga a la delatora principal una condición poco menos que de heroína cívica. No obstante, existen también quienes, desde los círculos oficiales de la progresía, sostienen que las denuncias anónimas no son sino el síntoma de un fracaso, toda vez que serían consecuencia de que (copio y pego la retahíla paradigmática de una de sus periodistas) «los obstáculos son muchos: miedo a no ser creída, presión social en contra, estigmatización, un sistema hostil, etc.».
Por supuesto, cualquier mujer sabe que todo esto no son sino paparruchas que sólo se repiten a título de inventario: existen los juzgados específicamente de género, policías femeninas que recogen las denuncias y no hay hoy día un solo juez que sea capaz de poner en riesgo su carrera enfrentándose a la presión social del movimiento feminista. Por ello, lo que las denuncias anónimas vendrían a poner de manifiesto sería más bien la proliferación de un tipo de mujer infantilizada que aspira a ser creída incondicionalmente sin tener que afrontar la responsabilidad y las dificultades que supone sostener cualquier denuncia en los juzgados. Es precisamente el tipo de mujer, asentada en un permanente estado de minoría de edad y necesitada, por tanto, de protección, que le vine muy bien al feminismo y, por extensión, a sus patrimonializadores masculinos en los partidos de la izquierda.
Pero hay muchas más evidencias de que, en efecto, la sociedad ha asumido prácticamente sin matices el «Hermana, yo te creo». Incluso los partidos de la derecha, que tendrían que haber aprovechado el revuelo de este caso para levantar la bandera de la presunción de inocencia y el Estado de derecho, han entrado al trapo de un linchamiento general a partir de una serie de relatos a cada cual más infantiloide y mojigato. La propia actriz, que ha sustanciado la única denuncia ante la justicia, plagada, por otra parte, toda ella de contradicciones y aspectos moralmente discutibles, confiesa que «estaba ilusionada con Íñigo, pero lo único que quería era tocar mi cuerpo y meterme la lengua». De nuevo, no hay más preguntas, señoría.
«Más allá de las actitudes soeces del político, tendríamos que ser conscientes de que en este momento Errejón somos todos los hombres»
Lo más preocupante, sin embargo, no es tanto el ruido y la furia que levantan estos casos, cuanto la suma efectividad con la que operan como reafirmaciones de un sistema de valores y creencias que, en términos de salud democrática, resultan profundamente perversos. O lo que es lo mismo, contribuyen a asentar una serie de dogmas morales, incluso entre los que se muestran en contra. ¿No hemos podido ver, por ejemplo, cómo hasta los que se han escudado en el expediente de la justicia poética para alegrarse de la caída de Errejón, han tenido que asumir previamente, aunque sea de modo inconsciente, llamar acoso a lo que el feminismo imperante ha designado como tal y violencia psicológica a cualquier cosa que la presunta víctima, en virtud de sus percepciones personales e independientemente de los hechos objetivos, considere que entra dentro de dicha denominación? Según nos enseña la historia, las purgas en la izquierda (y estamos ante una purga en toda regla) han tenido siempre el objetivo de eliminar, en primer lugar, a los enemigos internos (esto lo saben muy bien tanto Pablo Iglesias como el presidente del Gobierno), pero, más allá de ello, aspiran a reforzar un determinado sistema de creencias en la sociedad y a blindarlo mediante el miedo contra las críticas.
Afirma Arcadi Espada en un excelente artículo sobre el tema que el comportamiento de Errejón ha sido el clásico de un cobarde, y, desde luego, no puede decirse que la actitud del político se haya caracterizado por su valor y su sentido del honor, cosas por lo demás que entrarían en contradicción con la naturaleza y la trayectoria del personaje. No obstante, hay que contemplar también (y esto es precisamente lo que disfrutan los valedores de la justicia poética) que, como el mismo Errejón reconoce en sus declaraciones, ha caído víctima de sus propias contradicciones: al asumir el papel de Savonarola feminista, estaba colocando ya los leños de la hoguera en la que habrían de ajusticiarlo. Ahora bien, no debiéramos dejar que estas ramas podridas nos impidan ver el resto del bosque: más allá de las actitudes torpes y soeces del político, tendríamos que ser conscientes de que en este momento Errejón somos todos los hombres. El quebradizo hielo de denuncias anónimas e inseguridad jurídica que por el que ahora él se desliza es exactamente el mismo por el que algún día podría deslizarse cualquiera de nosotros.
Resulta, por tanto, imperativo, empezar a plantarse con toda determinación frente a este tipo de discursos y sus inseparables prácticas totalitarias, si es que no queremos seguir asistiendo e, incluso, contribuyendo al constante estrechamiento en los márgenes de nuestras libertades. Ello significa también que sólo te creeremos, hermana, si existen pruebas evidentes de delito o verosimilitudes incontestables en tus acusaciones, y de que éstas, además, se sustancien en tiempo y forma a través de los cauces legales. Por supuesto, tampoco participaremos en linchamientos mediático-sociales ni mucho menos secundaremos las insidias que intentan señalar a jueces y policías como agentes intrínsecamente perversos al servicio del heteropatriarcado. Sabemos que Íñigo Errejón es sólo un pretexto, pero debemos estar agradecidos por habernos mostrado las vergüenzas de unas ideologías de las que asombrosamente participan incluso nuestras claudicantes derechas.
Manuel Ruiz Zamora es historiador del arte y filósofo. Codirige la revista ‘Fedro’ y colabora habitualmente en medios periodísticos
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