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Tolstói: excesivo o extraordinario

Tolstoi

Henri Toyat

Barcelona, Editorial Bruguera, 1984

Traducido por Lila de Mora y Araujo

283 págs.

La sonata a Kreutzer

Lev Tolstói

Madrid, Alianza Editorial, 2023

Traducción por Irene y Laura Andresco

144 págs.

¿De quién es la culpa?

Sofía Tolstaia

Zaragoza, Xordica Editorial, 2020

Traducción por Marta Rebón

176 págs.

Momentos estelares de la humanidad

Stefan Zweig

Madrid, Acantilado, 2002

Traducción de Berta Vias Mahou

312 págs.

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No existe demasiada discrepancia respecto a que Lev Nikoláievich Tolstói es uno de los más grandes escritores de la historia. El conocimiento verdadero de su obra requiere indagar en su vida, pues ambas, vida y obra, estuvieron particularmente relacionadas y presentan importantes paralelismos, sobre todo en lo que se refiere a su matrimonio con Sofía Andréievna Behrs, a la que familia y amigos se referían por el diminutivo de Sonia. El motivo es que Tolstói escribió sus obras maestras precisamente cuando su vida conyugal gozó de mayor estabilidad.

Para realizar este análisis, hay numerosas fuentes de información disponibles. Para un contexto general, he seguido y recomiendo la biografía de Henri Troyat (aprovecho para reclamar aquí su reedición en España). En su relación con Sofía, nos encontramos ante la circunstancia excepcional de que los dos cónyuges de un matrimonio de gran sensibilidad literaria (uno de ellos una figura colosal) llevaron un diario y, más llamativo, novelaron una fase de su relación. Esta coyuntura, poco habitual, nos aporta una perspectiva mucho más amplia de la vida de Tolstói y de su interrelación con su obra, pues en la inmensa mayoría de los casos se desconoce el testimonio de la parte femenina de la relación.

Tolstói nació en 1828 en el seno de una familia noble y acomodada. Su juventud se caracterizó por su abandono a una fuerza interior tan vehemente como impulsiva, una sobreabundancia de energía que se manifestaba desordenadamente. Calificar de disoluta esta etapa de su vida resulta eufemístico. Perdía de manera recurrente grandes sumas de dinero en las cartas y en otros juegos de azar; pero, sobre todo, era presa de una poderosa pulsión sexual que satisfacía de las formas menos sofisticadas: frecuentó prostíbulos y mantuvo relaciones con las campesinas que trabajaban sus tierras (con una de las cuales tuvo un hijo ilegítimo que se le parecía bastante).

Sin embargo, si algo debe destacarse de sus múltiples deslices es la absoluta ausencia de frivolidad. La inmensa mayoría de ellos iban seguidos de la más firme resolución de reconducir su ―a su juicio― reprobable comportamiento. Y con ello no me refiero simplemente a renunciar a esas conductas que estimaba poco edificantes, sino que se proponía adoptar una actitud en la que sólo tenían cabida las más altas y rectas virtudes. El ideal era tan ambicioso como inalcanzable, por lo que las recaídas eran inmediatas. En todo caso, Tolstói no se amparaba en el relativismo moral: tenía conciencia de estar obrando mal y creía saber dónde estaba el bien.

Ese carácter tan tendente al exceso (tanto a la hora de delimitar sus reglas morales como en la forma de saltárselas) tiene su reflejo, por un lado, en su relación con Turguénev (Padres e hijosHumo), que consistió en una ininterrumpida sucesión de agravios y reconciliaciones, y, por otro, en el hecho de que, en un arrebato de celos juvenil, empujase a una muchacha provocando ―involuntariamente― que se precipitase por un balcón. Afortunadamente, no hubo que lamentar ninguna desgracia: esa muchacha vivió lo suficiente como para convertirse en su suegra.

Y es que años más tarde, Tolstói acostumbraba a visitar cada cierto tiempo a su vieja amiga, a su marido el doctor Behrs y a sus cuatro hijas. A pesar de que el emparejamiento más natural habría sido con la primogénita (Lisa, la cual estaba deseosa de unir su futuro al del literato), no tardó en evidenciarse que el interés mutuo había surgido con la segunda de las hermanas: Sofía, una jovencita inteligente, sensible y con personalidad. Su afinidad, por tanto, fue lo suficientemente intensa como para hacer frente a los designios de la conveniencia.

Que ella no iba simplemente a someterse al temperamento impetuoso y arrollador de él quedó claro cuando le dio a leer una novela que acababa de escribir, en la que ellos mismos eran los protagonistas. Este detalle denota cierta valentía, ya que la descripción que Sofía hacía de Tolstói era amable en términos generales, pero no enteramente laudatoria. Al contrario, expresaba algunas reservas.

Él, por su parte, tras comprometerse y antes de casarse, sintió la necesidad de sincerarse con ella sobre su pasado y le dio a leer sus diarios, en los que se relataban sus nada ejemplares aventuras juveniles. Ese descubrimiento produjo en ella una profunda impresión, pero siguió adelante con la boda. Cuando se casaron, ella tenía dieciocho años y él treinta y cuatro.

La pareja funcionó bien los primeros años, sin que eso signifique la ausencia total de desencuentros. Seguramente no ayudó el acuerdo al que llegaron, en virtud del cual se concedieron acceso recíproco a sus respectivos diarios. Los escribían con la consciencia de que serían leídos, lo que, pese a cohibir en cierto sentido a los redactores, no impedía que se expresasen en el papel con una franqueza que el pudor de la oralidad dificulta.

Sin perjuicio de ello, su nuevo estado civil logró que Tolstói ordenase su conducta, y fue precisamente en ese momento cuando escribió sus dos obras cumbre: Guerra y paz (1863-1869) y Ana Karénina (1873-1877).

Es verdad que la celebridad literaria le había visitado a temprana edad. Sus escritos novelados ―y en gran medida autobiográficos― Infancia, adolescencia y juventud, publicados entre 1852 y 1856, disfrutaron de un éxito inmediato, lo mismo que sus Relatos de Sebastopol (1855), donde narra el sitio de la ciudad, suceso que había vivido en primera persona tras alistarse en el ejército.

Mi primer contacto con Tolstói fue justamente con Infancia, adolescencia y juventud. Quedé maravillado desde el primer instante. No sólo por la calidad literaria, sino porque sentía un grado de identificación superior al que podía tener con cualquier otro autor: sus reflexiones eran la conclusión de intuiciones que yo había tenido, expresadas con las palabras más exactas y bellas. Cuando leí Guerra y paz, un verano de segundo de carrera, la impresión inicial se descubrió equivocada, pero por defecto y no por exceso.

Ana Karénina es una novela que tengo en la más alta consideración, pero Guerra y paz es algo distinto. A pesar de que la muerte y las desgracias aparecen de forma mucho más explícita, de las dos historias es Guerra y paz la que se erige como un grandioso canto a la vida, una epopeya en la que las penalidades que padecen los personajes, en la medida en que están insertas en un cometido superior (triunfo del ejército ruso frente al invasor francés, la serenidad inspiradora de la vida conyugal honrada), sirven para convertirlos en auténticos héroes. El resultado es una obra optimista y vigorosa, portadora de un espíritu enérgico y poderoso. Leer Guerra y paz me produce la misma embriaguez que escuchar una sinfonía de Beethoven (en sus Diarios, Sofía aprecia similitudes en el carácter del compositor y de su marido).

En Ana Karénina, en cambio, sólo aparecen retazos de esa concepción tan vitalista, pues el relato está impregnado de una atmósfera enturbiada que tiene su culmen en un final que no voy a desvelar. Los sufrimientos carecen de un propósito elevado que los dignifique.

Para los estándares tolstoianos, esos años fueron los más normales de su vida. Él se dedicaba a escribir mientras que Sofía se ocupaba de los numerosos hijos, de la organización de la casa y de pasar a limpio las ilegibles notas y correcciones de los manuscritos de su marido, tarea que le agradaba especialmente.

Esta etapa finalizó alrededor de 1880, cuando Tolstói experimentó una suerte de epifanía que tendría profundas consecuencias en su obra y en su matrimonio.

En particular, Tolstói puso en el centro de su existencia, ahora sí, los excesivos ideales morales que ya había esbozado e incumplido en su juventud. Cuestiones que llevaban latentes años atrás (como la espiritualidad cristiana, la predisposición hacia los pobres ―especialmente hacia los mujiks― o el aborrecimiento de los lujos y la propiedad privada) estallaron con una contundencia de difícil asimilación en su entorno. A este respecto, las tesis de Tolstói siempre fueron extremas, lo que no quiere decir que se mantuviesen constantes. De modo ilustrativo, su espiritualidad transitó desde un fervor eclesial a una interpretación sui géneris de los Evangelios que lo llevó a la excomunión.

Este «renacer» tuvo su correspondiente plasmación en su obra y en su matrimonio. Sus novelas siempre habían tendido a moralizar. De hecho, una de las principales críticas que se le ha hecho a Guerra y paz ha sido la de que las disquisiciones filosóficas interrumpen innecesaria y reiterativamente el ritmo de la narración. Con todo, la proporción resulta perfectamente tolerable. A partir de 1880, ese equilibrio se perdió.

A pesar de contar con alguna honrosa excepción (significativamente, La muerte de Iván Ilich, de 1886), las narraciones posteriores a su conversión están más en la línea de La sonata a Kreutzer (1889). En esta novela corta, que transcurre en un viaje en tren, Pózdnyshev, alter ego de Tolstói, refiere a uno de los pasajeros la historia de las desavenencias que tuvo con su mujer, a la que acabó asesinando.

Como creación artística, se trata de una obra fallida, pues no dota de relieve a los personajes y la trama no resulta relevante. Todo está al servicio de un mensaje moral sobre la abstinencia, que es lo que interesaba realmente al autor. En ese proceso, Tolstói no sólo se aparta del idealismo de sus obras de la época anterior, sino que se desplaza hasta el otro extremo: la sordidez y la crudeza.

El matrimonio Tolstói con varios de sus hijos. Wikimedia

Son múltiples las sentencias en las que rezuma un virulento escepticismo en relación con la misma idea de amor («todo hombre experimenta lo que ustedes llaman amor por cualquier mujer bella», «la vida conyugal no es más que un engaño», «una mujer coqueta sabe perfectamente que todos los hombres mienten al hablar de sus nobles sentimientos y que lo único que necesitan es la carne», «en teoría el amor es una cosa ideal, sublime, mientras que en la práctica resulta una bajeza»). También incide en la perversa naturaleza de las relaciones sexuales, incluso dentro del matrimonio («la pasión carnal, por muy débil que sea, es un terrible mal contra el que se debe luchar, en lugar de fomentarlo, como hacemos nosotros»; «el viaje de novios […] no es más que una autorización para el libertinaje»; «la satisfacción sensual había agotado nuestro enamoramiento, y nuestras relaciones reales aparecieron ante nosotros: éramos dos egoístas, dos extraños que deseaban obtener el mayor placer el uno del otro»). Al mismo tiempo, no deja de señalar su propia naturaleza caída y depravada («era un auténtico animal, pero me imaginaba ser un ángel»; «¿en qué consistieron los primeros indicios de mi amor? En entregarme a los excesos animales sin avergonzarme en modo alguno»; «mi vida parecía la de un cerdo […]. Y lo peor del caso es que me imaginaba que, por no dejarme seducir por otras mujeres, llevaba una honrada vida familiar y que era un hombre de elevada moral», «me horrorizaba recordar la fiera que había en mí»).

Pese a titular la obra justamente a partir de una pieza de Beethoven, causa en otro tiempo de sentimientos gratos, la música aquí no es fuente de elevación, sino de corrupción: «Lo que más atormenta a un hombre celoso (en la vida en sociedad lo somos todos) es el hecho de que ciertas condiciones mundanas permiten una intimidad grande y peligrosa entre un hombre y una mujer. Uno sería el hazmerreír del mundo si tratase de impedir la intimidad que existe en los bailes, la de los doctores con sus enfermas y la que se crea entre los que se ocupan de las artes, de la pintura y, sobre todo, de la música». A ello añade que «nadie ignora que la mayor parte de los adulterios de nuestro medio se cometen gracias a esos pasatiempos y, sobre todo, a la música».

El libro es de un puritanismo tan extremo que, empleado como vara de medir, el juicio que hace Tolstói de sí mismo resulta llamativamente cruel. Se percibe como un animal, al albur de sus pulsiones sexuales, que ha conseguido justificar sus propósitos abyectos a través de medios e instituciones aceptados socialmente. Se considera un lascivo y, al igual que un alcohólico, la única solución posible es la abstinencia total.

Si la obra gozó de repercusión no fue tanto por su calidad literaria como por el hecho de que se tomó como una descripción de su relación con Sofía. En este sentido, algunos de los paralelismos son evidentes: el protagonista se casa pasada la treintena, tras una juventud libertina, le da a leer a su mujer sus diarios y, lo más importante, la razón fundamental de sus celos reside en la estrecha amistad de su esposa con un músico.

En efecto, Sofía mantuvo una relación cercana con el pianista Tanéyev, al que invitaba asiduamente a casa, para disgusto de Tolstói (que, aunque se enfadaba, no lo prohibía). Nunca llegaron a la infidelidad, al menos entendida en un sentido físico, aunque podría debatirse si una conexión emocional de intensidad elevada constituye una falta más o menos grave que un desliz nocturno aislado. En todo caso, el propio Tanéyev se percató de que su presencia no era demasiado bienvenida y sus visitas se fueron espaciando poco a poco hasta interrumpirse por completo.

La sonata a Kreutzer fue censurada inmediatamente por el gobierno zarista. Sofía, que se sintió ―con motivos― personalmente atacada en la obra, optó por una doble e inteligente solución. En primer lugar, acudió en persona a las autoridades para defender la legalización del libro (algo que consiguió, no como libro independiente, sino como parte de las obras completas). Pretendía dar a entender al público que no se había dado por aludida, que prefería la publicación del libro porque no se refería a ella, aunque para sus adentros sabía que no era así. En segundo lugar, y vinculado con lo anterior, escribió ella misma una novela en respuesta: ¿De quién es la culpa? (1892-93).

Nuevamente, la novela como tal carecería de interés si no se tratara de una refutación de La sonata a Kreutzer, pues los personajes y la trama están también subordinados a una idea superior en la que el elemento artístico no es el principal.

Sin perjuicio de que, en la Sonata, se aprecien trazos de la misoginia de Tolstói, no deja de ser cierto que la crítica más severa la realiza sobre sí mismo; esa descripción es más dura, incluso, que la que hace Sofía de él, que incide en los rasgos salaces y un ensimismamiento tal que desemboca en un desentendimiento egoísta de las labores más prosaicas del hogar.

En concreto, pone en boca de su marido las siguientes palabras cuando vio a su primogénito recién nacido: «No es de mi competencia. Cuando crezca, será diferente». Cuando su hijo se repone de una enfermedad, se alegra de que «la vida hubiera retomado su cauce habitual», mientras que cuando es su mujer la que pierde la salud «no podía conciliar el sueño por la noche ante la perspectiva de perder la comodidad de una mujer joven, bella y sana». En definitiva, a ojos de Sofía, a Tolstói sólo le interesan las desgracias de los demás en la medida en que podían perturbar su paz.

En el desdén que Tolstói profesa a su mundo interior insiste reiteradamente: «Ella lo esperaba para contarle todo lo que había pasado en su ausencia, lo implicaba de manera entusiasta en cada uno de sus intereses, engañada por la aprobación que él manifestaba, sin darse cuenta de que su admiración se debía únicamente a su aspecto y juventud».

Asimismo, llama la atención que se retrata a sí misma como un dechado de virtudes que no son debidamente apreciadas por su marido: «Pero al mismo tiempo se preguntaba [su marido] si esa magnífica criatura, a quien había acabado de conocer tan bien, con sus demandas de una vida poética y pura, su inclinación religiosa y sus nobles ideales, chocaría con su amor carnal y egoísta».

Su naturaleza inmaculada no se vería afectada por su acercamiento a otro hombre, un episodio del que su esposo sería el culpable: «cuando ocurre que una mujer casada ama a otro hombre, es casi siempre el marido quien tiene la culpa, pues no pudo satisfacer las exigencias poéticas de la naturaleza femenina joven y pura, las quebró, dándole a cambio únicamente el lado más trivial del matrimonio».

Los dos libros coinciden en que la ambigua amistad de Sofía con un tercero provoca unos celos enfermizos en su marido que le llevan a matarla (en la Sonata de forma premeditada y en ¿De quién fue la culpa? de manera más accidental). Por supuesto, toda esta parte es enteramente ficción.

A pesar de lo escabroso de ambos finales, el matrimonio en ese momento no estaba muerto, ni siquiera en un sentido alegórico, aunque la distancia entre los cónyuges se había ampliado. Tolstói proponía, de forma sobrevenida, un ideal moral que Sofía no tenía por qué comprender y asimilar. Ella disfrutaba de la mundanidad (sin excesos, con un ejercicio normal de la vida social) y trataba de procurar un porvenir económico holgado a su prole, aspectos que él rechazaba, por más que su propuesta alternativa no quedara del todo clara.

A ello debe añadirse que, en relación con los puntos de su teoría que sí habían quedado bien definidos, ni siquiera el propio Tolstói era del todo consecuente. Si bien organizó campañas solidarias en favor de los pobres (de especial relevancia la relativa a los afectados por una gran sequía) y benefició por defecto a los mujiks en su labor temporal como juez de paz, también preconizaba una renuncia a la propiedad privada y una liberación de los campesinos que no llegaba a materializar. Bastante ilustrativas resultan la cesión de su patrimonio completo a su mujer e hijos, de forma que dejó de cargar con la culpa de su titularidad mientras continuaba con su uso y disfrute; o su defensa de la castidad, al tiempo que tuvo trece hijos; o su voluntad de ceder sus derechos de autor al dominio público. Sofía trataba de hacerle ver, no sin razón, que ello redundaría en el lucro exclusivo de los editores, a los que no les hacía ninguna falta dicha liberalidad.

Esta última cuestión se zanjó con la renuncia exclusivamente de los derechos de las obras publicadas a partir de 1881, es decir, después de su conversión. Esa partición satisfizo a Sofía, que retenía bajo su control Guerra y paz y Ana Karénina, títulos que, además de haber triunfado en la lucha contra el tiempo, dotaron en su día a su autor de una fama y unos ingresos que a escasos autores les han sido concedidos. La celebridad que alcanzó Tolstói en el mundo entero (pero especialmente en Rusia) es difícil de exagerar. La comercialización de los libros exigió que Sofía montase una editorial, para lo que pidió consejo a la viuda de Dostoyevski, que había hecho lo propio.

La ruptura final de la pareja se produjo mucho después, en 1910, cuando Tolstói, a la edad de ochenta y dos años, decidió huir de casa. Esta historia fue incluida por Stefan Zweig en sus Momentos estelares de la humanidad (con un tono marcadamente maniqueo en favor de Tolstói y en detrimento de Sofía, dicho sea de paso).

Durante los últimos años, Tolstói se había alejado de su esposa en el ámbito creativo y se había rodeado de discípulos, que ocuparon el lugar que tradicionalmente le había correspondido a ella en las labores de corrección y edición. Entre sus adeptos, destaca Chertkov, un seguidor de la doctrina tolstoiana más intransigente que el propio maestro. Pronto se desataron las hostilidades entre el nuevo subalterno y Sofía, que alcanzaron su punto culminante en la custodia de los diarios del escritor.

Los sucesivos intentos por acceder a su contenido se tornaron en ataques de histeria, crisis nerviosas, coqueteos con la idea del suicidio (amenazas, intentos tibios, que denotaban esencialmente una voluntad de llamar la atención). Sofía comenzó a espiar a su marido y a hurgar en sus papeles, hasta el punto de que halló un segundo diario que este escondía (y que llevaba en secreto para desahogarse). Los cambios de humor y las reacciones melodramáticas se convirtieron en algo habitual y a Tolstói se le hacían difíciles de sobrellevar. En definitiva, el cambio espiritual de Tolstói distanció a los cónyuges, pero hizo falta este elemento adicional para que la pareja se rompiese. El escritor murió en plena huida, enfermo, en la estación de tren de Astápovo.

La obra de Tolstói, como es habitual en los escritores, estuvo profundamente condicionada por su vida. En su caso, se da la excepcional circunstancia de que disponemos de dos versiones de la historia, gracias a que Sofía plasmó su testimonio en sus diarios y en su novela ¿De quién es la culpa?

Del análisis de estas valiosas fuentes de información se extrae la conclusión de que Tolstói, a lo largo de su vida, se dejó dominar por los excesos, de libertinaje en su juventud y de puritanismo en su senectud. Fue en su madurez cuando encontró unos años más templados (1863-1880), coincidentes con la etapa más feliz de su matrimonio, en los que produjo sus obras más memorables.

Frente a la noción romántica de genio, contraria al orden y a la serenidad, Tolstói escribió sus cumbres literarias cuando se aburguesó. Y es que Tolstói fue excesivo y extraordinario, pero cuanto menos excesivo más extraordinario.

Alfonso Gomá es abogado, ha publicado en diferentes revistas literarias y codirige La Tenada, revista online de próxima aparición.

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