Trump y el colapso cultural
Donald Trump ha llegado más lejos de lo que nadie esperaba en su carrera hacia la presidencia. Su éxito obedece a una crisis cultural que ha debilitado la credibilidad de instituciones y autoridades.
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Ningún periodista, comentarista político o historiador respetado predijo un modesto éxito político para Donald J. Trump: es algo que resulta asombroso. El propio Trump siempre ha alardeado de sus ambiciones presidenciales, del mismo modo que se jactaba de su riqueza. Ha pensado en temas vinculados a la Casa Blanca desde la década de los ochenta. Pero nadie lo tomó en serio.
Incluso después de que empezasen las elecciones primarias republicanas y de que la imponente escala de sus victorias resultara obvia, todo el mundo estaba de acuerdo en que sus éxitos solo eran una moda, y en que la nominación republicana sería finalmente para un republicano y no para Donald Trump, el intruso.
Los líderes y los sabios republicanos fueron igual de ciegos. Un extraordinario grupo de republicanos, Jeb Bush y todos los demás, ofrecieron sus candidaturas: dieciséis personas, en total, muchas de ellas visiblemente talentosas, entrenadas por curtidos veteranos del partido, cuyas experiencias se remontaban a los tiempos de Richard Nixon, el más astuto de todos los políticos estadounidenses. Y ni uno de ellos parece haber sospechado que Trump, el candidato diecisiete, el bárbaro, iba a aplastarlos a todos. Los republicanos lo trataron como a una mascota y ahora todos deben estar arrepentidos. Quizá podrían haberlo detenido, si hubieran visto su potencial. Pero no lo hicieron.
¿Cómo se ha producido este fracaso a la hora de reconocer el peligro? Creo que se debe a que Trump se presentó como el héroe de su propia mitología, extraña y llena de capas; y la mitología –que resultó atractiva para una porción del público– carecía de una dimensión política y por tanto fue invisible para la clase política. Es, por supuesto, una mitología de la riqueza. Es la historia de un poderoso multimillonario del sector inmobiliario de Nueva York cuyas maneras brutales y cuya arrogancia personal denotan un genio sobrehumano para el juicio empresarial y la acción ejecutiva: las maneras de un dios de los negocios cuya superioridad ha atraído a las rubias despampanantes que van de su brazo, un tema central de la fama inicial de Trump. El millonario, además, ha envuelto ese relato básico en una segunda mitología, y lo ha hecho persiguiendo una carrera adicional como estrella de reality shows. En su programa televisivo, Trump se presenta como Donald Trump, que encarna a un ficticio multimillonario neoyorquino llamado “Donald Trump”, quien demuestra su genio visionario y su superioridad personal despidiendo a sus empleados en actos de crueldad gratuita.
De nuevo, en sus negocios reales, Trump ha colocado otra mitología sobre su mitología presentando comentarios sobre sus negocios. El concepto central de su imperio empresarial ha sido decorar el paisaje con su propio nombre, como en la Trump Tower, los hoteles Trump y los campos de golf Trump. Son negocios que llevan su nombre porque él es el dueño, o porque otro es el dueño y ha alquilado el nombre de Trump para fingir que Trump es el dueño. Se supone que la propiedad de Trump significa buena calidad, como muestra el césped de sus campos de golf, combinada con un gusto execrable. Quedarse en un hotel Trump o jugar en un campo de golf Trump es para reírse de uno mismo o quizá burlarse de uno mismo por arrodillarse en el santuario de Trump. Y, en caso de que alguien no vea la invitación al desprecio a uno mismo, Trump ha comercializado en ocasiones objetos que animan a los compradores a identificarse como víctimas desdichadas de un grotesco culto a la personalidad. Ha vendido una loción bajo la etiqueta ridículamente agresiva “Trump: la fragancia para los hombres”, junto con un perfume masculino llamado “Éxito: Trump”, junto a “Trump”, el vodka.
Trump se ha presentado, en suma, como un estafador que desea ser visto como un estafador, y que desea que te reconozcas como su víctima. En la Convención Nacional Demócrata, Michael Bloomberg, el exalcalde de Nueva York, que es a su vez un multimillonario (a mayor escala que Trump) creador de su propia mitología, lo denunció como estafador. Pero Trump no necesita que Bloomberg haga esto. The New York Times ha informado que el imperio empresarial de Trump está construido sobre una montaña de deuda, lo que no sorprenderá a nadie. Trump es famoso por declararse en bancarrota, lo que significa que es famoso por estafar a sus compañeros y por no pagar sus cuentas pendientes. Y ha llamado la atención sobre este tipo de cosas al negarse a revelar sus datos fiscales aunque, en los tiempos modernos, haya sido una costumbre de los candidatos a presidente dar a conocer sus declaraciones de impuestos.
Naturalmente, reconoce que, al negarse a seguir la costumbre, invita a todo el mundo a preguntarse qué está ocultando. Quizás intente encubrir que su imperio empresarial es menor de lo que ha sugerido, lo que sería una muestra de inferioridad. Una ansiedad por este asunto encajaría con el hecho delirante de que, en los debates republicanos, alardeó de su pene, mientras mostraba inseguridad sobre el tamaño de sus dedos, que estaban a la vista de todos. De nuevo, al negarse a revelar sus declaraciones de impuestos, quizás invitaba al público a especular sobre posibilidades más agradables. ¿Acaso Trump no paga impuestos en absoluto? Eso sería una señal más de su superioridad sobrehumana. ¿Tiene negocios con oligarcas y gánsteres rusos? Esto también sería una señal de superioridad, al estilo gánster, a la altura de la jactancia sobre su pene.
En cualquier caso, la clase política nunca ha sabido tratar con la mitología envuelta en mitología. Esto no se debe a su naturaleza teatral per se. Ronald Reagan era todavía más histriónico, y recurría a su experiencia como estrella de Hollywood. Pero Reagan también era un hombre serio, en términos políticos, y utilizaba su talento teatral para presentarse como la democracia encarnada: el hombre modesto de orígenes humildes, sin pretensiones y amable, el virtuoso vecino, impermeable a las seducciones de los timadores de la ciudad y dispuesto, si es necesario, a tirar a un matón soberbio de su caballo.
Nada de esto está en Donald Trump. Es el anti-Reagan: el rugiente señor del crimen, el aristócrata arrogante, el legitimista. Es, en pocas palabras, todo lo que la tradición política estadounidense ha detestado siempre. El propósito de las campañas políticas estadounidenses durante los últimos doscientos años ha sido etiquetar al otro candidato como una caricatura similar a Trump: el plutócrata malvado y deshonesto, que carece de valores morales y de decencia común, arrogante, corrupto, cínico y falto de patriotismo. La clase política siempre lo ve con claridad perfecta. Pero la sabiduría de una clase política consiste en razonar a través de la analogía histórica.
Y, de este modo, la clase política estadounidense –y me incluyo en ella– miró a Trump, contempló la historia de Estados Unidos y concluyó: No. Estados Unidos es un país en el que la gente como Donald Trump no gana la nominación de los partidos políticos importantes.
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No hace falta decir que, cada vez que ocurre algo inédito e imprevisto, una legión de respetables eruditos, aferrados a las ciencias sociales, se apresura a señalar que, al contrario de lo que indican las apariencias, todo era previsible, aunque nada se predijera. En el ejemplo presente, en cuanto Trump empezó a cosechar sus sorprendentes victorias, los sociólogos y los economistas explicaron que había conectado con la infelicidad de la clase trabajadora blanca, afectada por los salarios estancados o decrecientes y por la desaparición de las viejas industrias, y que no hay nada insólito en el fenómeno Trump.
Pero nunca he visto la lógica de ese análisis. El primer concepto político que Trump expresó en la campaña fue su aborrecimiento hacia los inmigrantes mexicanos en Estados Unidos. Ese odio lo llevó a acusar a México de mandar a violadores y criminales a Estados Unidos; y lo hizo proponer reunir a once millones de inmigrantes ilegales y deportarlos; y lo condujo a plantear la idea de construir un muro en la frontera entre Estados Unidos y México y hacer que el gobierno mexicano lo pague; y lo impulsó a denunciar a un juez mexicanoestadounidense por su origen étnico. Fue la animosidad contra los inmigrantes mexicanos lo que generó la inicial y duradera oleada de apoyo por Trump: una animosidad que ha llevado a la gente que asiste a sus mítines a aclamar la construcción del muro. Y, sin embargo, ¿qué sentido tienen en realidad esas ovaciones?
La tasa de desempleo entre los trabajadores blancos es excepcionalmente baja (un 4.3%), lo que significa que la gente que busca trabajo no descubre que la competición de los inmigrantes esté arruinando su vida. Tampoco hay razón para pensar que los inmigrantes mexicanos están contribuyendo a una oleada de crímenes en Estados Unidos. El crimen en Estados Unidos lleva tiempo disminuyendo, en general, aunque no en todas partes; y los barrios de inmigrantes mexicanos no han sido un foco del crimen en particular. Tampoco hay razón para suponer que los blancos estadounidenses y los inmigrantes mexicanos se estén disputando el terreno. Existen todos los motivos para pensar, por otro lado, que los inmigrantes mexicanos realizan una enorme contribución a la economía estadounidense. Si Trump fuera elegido presidente y lograra reunir a los ilegales y deportarlos, industrias enteras entrarían en crisis. Además, en tiempos recientes más mexicanos han regresado a México de los que han llegado a Estados Unidos.
¿Por qué aclamar al muro, entonces? Creo que la gente lo hace para expresar una especie de odio muy extraño: un odio sin conexión significativa con los intereses o las ansiedades económicas, un odio casi arbitrario que se dirige contra los inmigrantes mexicanos pero podría estar tranquilamente dirigido contra otros. El propio Trump llegó a vacilar en torno a su propuesta de deportar a millones de personas, como si, en su cabeza, nunca hubiera habido una razón concreta para proponer algo así. Imagino que, si vacila en los próximos días o incluso abandona ese plan, podría desanimar a sus partidarios, pero solo porque ya no sabrán quién aplaude qué.
Sus simpatizantes perderán lo que de verdad les ha dado, el permiso para regresar al tipo de odios racistas que, en décadas recientes, se han considerado inaceptables en Estados Unidos. Pero supongo que no decepcionará mucho tiempo a sus agitados seguidores y que pronto se le ocurrirá otra manera de mantener el agua hirviendo. Sin duda a estas alturas reconoce que sectores completos de la población ansían su permiso para gritar cosas repulsivas e inaceptables. Son personas que lo apoyan precisamente porque es grosero, arrogante y violento, lo que permite que ellas también lo sean. Lo miran como su liberador, como el hombre que les permite, al fin, dar rienda suelta a los odios que expresan su angustia y su infelicidad. Solo que, ¿cuál es el origen de su angustia y su infelicidad? ¿Los salarios que no crecen o se reducen? Quizá. ¿O la oleada de drogadicción, la oleada de obesidad, la fragilidad del matrimonio? Estas también son posibilidades, aunque no sé por qué la ira por esas cosas llevaría a masas de gente a votar por alguien tan repulsivo como Donald Trump.
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Pienso que el apoyo a Trump no deriva de una crisis económica, sino de una crisis cultural. Es una crisis de la autoridad y la información, y ha vuelto a mucha gente incapaz de identificar su propia situación o de imaginar formas realistas de afrontarla, incapaz incluso de reconocer lo extraño e inapropiado que es su impulso de votar por Donald Trump.
Todos los periodistas estadounidenses entienden de manera intuitiva un aspecto de esta crisis, que es el colapso de la industria periodística. Los días en que cada localidad mediana en Estados Unidos tenía un periódico, y en los que cada ciudad tenía dos, han desaparecido. Ni siquiera el puñado de periódicos de las ciudades que sobreviven tienen los grandes equipos que tenían, y lo mismo puede decirse de los noticieros de televisión. De nuevo, mucha gente prestaba atención a los sindicatos, que aportaban su propia interpretación autorizada de las noticias; pero el destino de los periódicos ha sido el destino de los sindicatos.
O quizá la crisis está en el aire, sin ningún aspecto institucional particular. En las universidades de élite, los profesores han lanzado un ataque contra los conceptos de la verdad autorizada y de la tradición política estadounidense, con el efecto final de que el director del periódico de la ciudad pequeña y el equipo del noticiario televisivo y el líder sindical, el catedrático de universidad y su discípulo, el profesor de instituto, han perdido cualquier autoridad que habrían podido tener. Y en lugar de todo se ha alzado la tecnología infernal que considera que cualquier cosa tiene la misma validez que otra.
Este es el mundo de Trump. Su primer gran éxito político, anterior a la campaña de 2016, fue difamar a Barack Obama diciendo que no era ciudadano estadounidense: la insinuación de que Obama, nacido en Estados Unidos, había nacido en Kenia (una mentira), y por tanto no podía ser legalmente presidente. El presidente Obama hizo caso omiso a las acusaciones de Trump al principio, o las despreció como un chiste. Y, sin embargo, al final el presidente se vio obligado a reconocer que mucha gente parecía creer las acusaciones de internet, y tuvo que tomarse la molestia de conseguir su certificado de nacimiento para demostrar su ciudadanía. Esta fue una de las victorias de Trump que los comentaristas sofisticados tardaron en aceptar. Con su campaña de difamaciones, Trump consiguió poner en entredicho la legitimidad de un presidente afroamericano. Y Trump pudo trasladar a la discusión general una ficción derivada del mundo de las teorías de la conspiración de internet, y logró hacerlo con impunidad, ahora que las jerarquías del prestigio social y político se han disuelto y las viejas instituciones del periodismo ya no están en posición de emitir refutaciones contundentes.
Incluso ahora, en plena campaña contra Hillary Clinton, es evidente que Trump pasa una buena parte del día en Twitter, leyendo y enviando mensajes. Puede ser que, frente a la maquinaria de los Clinton y del Partido Demócrata, su cuenta de Twitter y su inmersión en el mundo online no basten, como ocurrió durante las primarias republicanas. Pero sus fracasos en los días pasados parecen haberlo llevado a hacer cambios cuestionables. Ha tenido que despedir al primero de los jefes de su campaña, y al segundo, y ahora ha recurrido a un tercer equipo que está al menos parcialmente dominado por el director de un sitio web de extrema derecha llamado Breitbart. Y, en este momento, la crisis cultural puede estar a punto de tragarse al propio Trump.
Esto se debe a que la crisis de la autoridad cultural y el periodismo ha socavado una institución estadounidense en particular, el Partido Republicano. Los núcleos periodísticos de la vieja escuela eran los semanarios National Review y The Weekly Standard, junto al Wall Street Journal y varios periódicos regionales. Pero la influencia de esos medios fue superada hace unos años por la cadena de televisión Fox, desacomplejadamente derechista y periodísticamente inferior. Y, a su vez, Fox se ha visto superada por Breitbart, una mera expresión de las teorías de la conspiración de internet y de la difamación desatada. Breitbart presenta los comentarios de gente de la alt-right, lo que quiere decir “derecha alternativa”, donde tienen cabida ultraderechistas influidos por el nazismo y racistas del Ku Klux Klan, cuyo mundo nunca fue exactamente el de Trump, aunque de manera consistente él se ha aventurado a promover las teorías de la alt-right. Ahora ha tenido que apelar a Breitbart para que le ayude en su campaña. De este modo, la campaña republicana bajo Trump ha terminado resucitando a una extrema derecha estadounidense cuya edad de oro fueron los años veinte, con un momento de resurgimiento bajo el infame senador Joseph McCarthy a principios de los años cincuenta. Aquí, al fin, hay un mundo político en el que los racismos explícitos de toda clase pueden manifestarse sin complejos ni inhibiciones. En algún momento, el propio Trump podría desear no ir demasiado lejos en esas direcciones. Por lo pronto, ha dejado claro que quiere evitar cualquier deslizamiento hacia el mayor de todos los racismos antiestadounidenses, el odio abierto y violento hacia los afroamericanos. Pero se han abierto las esclusas, y quizá, bajo la presión de la maquinaria de los Clinton y los demócratas, Trump pierda el control de su propio barco, y se deslice corriente abajo, donde lo espera el fango de las teorías de conspiración.
Las encuestas hacen ahora mismo difícil imaginar que Trump gane la elección. Su campaña resultará, aun así, el episodio más delirante de la historia política estadounidense. Habrá dado un golpe terrible al Partido Republicano. Habrá devuelto la vida a las doctrinas moribundas del anticuado racismo estadounidense. Habrá hecho más que nadie en la historia de Estados Unidos por promover la cultura de la teoría de la conspiración. Habrá dado un golpe al prestigio de Estados Unidos en todo el mundo, especialmente en las regiones musulmanas, entre los países que bordean Rusia y en la frontera sur de Estados Unidos. Y quizá habrá enseñado al mundo que un colapso cultural, que ya ha ocurrido en el Partido Republicano de Estados Unidos, puede producirse en cualquier sitio. ~
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Traducción del inglés de Daniel Gascón