Trump y la industria del resentimiento
El legado más peligroso del populismo de ultraderecha ha sido la creación de un ecosistema que, al margen del poder político, se alimenta de la polarización. Con el asalto al Capitolio, Trump y sus aliados demostraron que no tienen problema para acabar con la democracia más estable del mundo.
Cas Mudde es un académico peculiar. Su cuenta de Twitter (@CasMudde) abunda en análisis futbolísticos (él es hincha del PSV Eindhoven y quizás el único holandés que apoya a Alemania cuando juega contra la Naranja Mecánica), recuentos de sus andanzas por varios estadios del mundo, y referencias a su otro gran pasatiempo: reseñar fondas y puestos de comida callejera por los cinco continentes. Aunque sus coloridos comentarios sobre futbol y comida popular bastarían para convertirlo en una celebridad, Cas Mudde debe su fama al hecho de ser una de las mayores autoridades académicas en el mundo sobre populismo, autoritarismo y los movimientos y partidos de ultraderecha.
Entré en contacto con Cas Mudde en 2016, cuando trabajaba para Working America y participé en la organización de un foro sindical internacional sobre el avance de la ultraderecha en Europa y Norteamérica. Un amigo cercano del posgrado me sugirió invitar al académico holandés para enmarcar la discusión de los sindicalistas dentro del marco conceptual contemporáneo sobre el populismo de derecha. Working America, una organización creada por la Federación Estadounidense del Trabajo (AFL-CIO) para vincularse con trabajadores no sindicalizados a través de una vasta red de movilización territorial, había sonado la alarma en febrero de ese año sobre el apoyo que estaba suscitando Trump entre trabajadores blancos del Medio Oeste, incluyendo miembros de los sindicatos de la metalurgia y la industria automotriz. El objetivo del foro era exponer a la audiencia sindical estadounidense a las experiencias similares vividas en Europa desde los años noventa, donde las tradicionales bases obreras de los partidos de izquierda habían ido respondiendo al llamado de partidos de ultraderecha, como el Frente Nacional de Francia y el Partido por la Libertad de los Países Bajos.
El foro, copatrocinado por la AFL-CIO y la Fundación Friedrich Ebert, tuvo lugar apenas unas semanas antes del voto en favor del Brexit en el Reino Unido en junio de 2016 y se desarrolló con un tono que pretendía ser un llamado de atención, pero no un grito de pánico. Cas Mudde tuvo una destacada participación aclarando muchas de las acepciones del término “populismo” para asociarlo en primera instancia con el sentimiento anti-élite presente en varios estratos de la población, en el que se puede incluir el rechazo a las élites económicas propio de los populistas de izquierda y la denuncia de la “élite liberal” que llevaba décadas movilizando a las bases del Partido Republicano. En tanto el populismo es una oposición discursiva entre el “pueblo puro” y la “corrupta élite”, nos recordó el académico, se puede hablar de una ultraderecha populista cuando se postula al “pueblo” como la representación de una esencia étnico-racial y cultural de la nación y a la élite como una infame coalición de elementos externos (inmigrantes, minorías disidentes al patrón cultural heteropatriarcal dominante, etcétera) y se plantea la exclusión o supresión de la segunda. Los asistentes foráneos, en su mayoría de Escandinavia y Europa Occidental, expresaron tanto su preocupación por el ascenso de Trump en las primarias republicanas como su convicción de que la tradición democrática liberal estadounidense sería un formidable muro de contención al trumpismo. El evento nos dejó a los organizadores con una sensación de deber cumplido y cierto alivio. Y luego se vino el 8 de noviembre de 2016.
A principios de 2017, mi jefa se enteró de que Cas Mudde estaba de visita en Washington y me pidió que lo invitáramos a almorzar. La conversación, que se desarrolló en un restaurante de moda en la Avenida Pennsylvania, justo enfrente de la Embajada de México, fue como un panel privado en el que Mudde desarrolló todos sus conceptos en diálogo con la experiencia concreta del trabajo de campo de Working America. En particular, el diálogo diseccionó el intenso debate en la izquierda estadounidense acerca del origen del apoyo electoral masivo a Trump entre blancos pobres: la descrita como “ansiedad económica” o el racismo abierto o latente entre esa población, y que, como suele suceder en los debates en la izquierda, se presentaban como opciones mutuamente excluyentes. Los datos duros de Working America mostraban que el malestar económico era real, intenso y profundo y la riqueza empírica de la perspectiva de Cas Mudde nos confirmó algo que sabíamos anecdóticamente: el descontento por las condiciones económicas es muy susceptible de ser movilizado políticamente a través de una retórica xenofóbica, etnonacionalista, cuando no abiertamente racista, como lo había venido explotando la ultraderecha en el mundo y ahora en Estados Unidos. Esta retórica cruda y beligerante, postulada como explicación plausible del deterioro económico tangible, termina de esta manera por “desmarginalizarse” e ingresar al mainstream del debate público para ser adoptada por partidos establecidos en vías de radicalización a la derecha o por dirigentes políticos con popularidad creciente. Pero quizá lo más significativo de la conversación fue la insistencia de Mudde en que una buena parte de la solución pasa no solo por contrarrestar las explicaciones antiinmigrantes, racistas y excluyentes de la ultraderecha con un discurso que resalte la crítica al poder empresarial y apele a la solidaridad de los oprimidos, como lo dictaban tanto el sentido común de la izquierda “sanderista” como los propios datos de las conversaciones cara a cara de Working America. Lo que Cas Mudde enfatizaba era una revaloración y defensa a ultranza de la democracia liberal como antídoto al avance de una ultraderecha que es por naturaleza antiliberal, autoritaria, si no fascistoide, y presta a diluir los procesos democráticos en las aguas turbias de la gestión plebiscitaria y apelación al vínculo directo entre la masa y el Líder.
Un par de años más tarde, cuando leí The far right today, el libro más reciente de Cas Mudde, me di cuenta de que mi jefa y yo habíamos tenido el privilegio de haber asistido a una especie de ensayo de los argumentos del autor. El énfasis en el papel de las instituciones de la democracia liberal en la lucha contra el populismo de ultraderecha en el poder en Estados Unidos y en otras partes del mundo –incluida América Latina– me hizo replantearme mi insistencia un tanto machacona en el empleo de un discurso progresista de inclusión, solidaridad y apertura para tratar de desgajar un poco del apoyo a Trump entre trabajadores sindicalizados o en la órbita del movimiento obrero y reforzar una amplia coalición social que le hiciera frente en la arena electoral.
Aclaro, no es que la promoción masiva de un programa económico esencialmente crítico del neoliberalismo y radical en su defensa de la redistribución de la riqueza y la lucha frontal contra la desigualdad me resulte ahora tácticamente erróneo o fundamentalmente equivocado. Lo que pienso ahora es que ese discurso y ese programa económico progresistas, si bien pueden ganar elecciones en el corto plazo, son insuficientes a la larga si no van acompañados de una defensa clara y un uso exhaustivo de las instituciones democráticas, tanto en el sentido propiamente democrático –valga la redundancia– como expresión de la voluntad general, como en un sentido liberal basado en la defensa del Estado de derecho, el gobierno de la mayoría con respeto a los derechos de la minoría y el rescate del debate público. El ataque al Congreso estadounidense, el 6 de enero de 2021, no hizo sino reafirmar esta convicción.
Visto en perspectiva, el asalto al Capitolio, perpetrado por una turba enloquecida por los elementos más incendiarios del discurso populista de ultraderecha, encarnados por Donald Trump, fue a la vez el último acto del trumpismo en el poder y el primero de su legado. Fue el último acto porque, aparte de la participación directa de Trump como presidente en funciones azuzando a los participantes, la concreción y el alcance final del evento no pueden entenderse sin la intervención de un aparato de gobierno profundamente corroído por la ineptitud y displicencia trumpistas, ya sea por omisión o por los retrasos deliberados en activar los sistemas de seguridad de respaldo una vez que las primeras defensas del recinto fueran rebasadas.
Pero fue también el primer acto de su legado porque inauguró en Estados Unidos la pugna entre las maltrechas instituciones democráticas del país y una insidiosa campaña encabezada por Donald Trump, pero ahora adoptada por la dirigencia y las bases del Partido Republicano, para socavar la confianza pública en el sistema democrático, relativizar los ataques al punto de llegar a considerarlos como “discurso político legítimo”, restringir la participación electoral y purgar a las autoridades electorales, y eventualmente plantar la idea de que si el movimiento trumpista debe triunfar a costa de la democracia ello no es mal negocio.
Al denunciar y aferrarse por más de un año a un “fraude” que nunca tuvo ningún sustento en realidad, la táctica de Trump y sus partidarios es montarse y navegar lo más que puedan en la ola de la tan llevada y traída “polarización”. El objetivo es dinamitar toda posibilidad de alcanzar así sea el acuerdo más mínimo o básico. Históricamente en Estados Unidos cada administración presidencial inicia con el acuerdo entre todos los competidores de que la persona que entrará en funciones fue el triunfador en la elección y su investidura es legal y legítima. Trump se ha negado y se seguirá negando a otorgar ese mínimo acuerdo a su adversario electoral y puede contar con que en el ambiente actual esa negativa a aceptar su derrota no sea vista por la opinión pública como un acto demencial y políticamente suicida contra una venerada tradición democrática estadounidense, sino como un ejemplo más de la “polarización” en la que “las dos partes” no pueden ponerse de acuerdo. En esta lógica, el intento de putsch en el Congreso resultaría tan solo la expresión, quizás exagerada o impropia, de una de las partes contendientes, cuyos participantes estarían siendo juzgados injustamente por un gobierno vengativo y excedido en sus funciones. Es decir, Trump y los suyos pueden confiar en que la apelación a la “polarización” normalice un acto de pura y llana sedición.
La polarización, vista de esta manera, no se refiere realmente a la confrontación directa y permanente entre dos fuerzas diametralmente opuestas y equivalentes, sino a la táctica de crear una confrontación permanente de un Nosotros construido a partir de la suma de agravios reales o ficticios, expresados como un torrente de resentimientos, en contra de un Ellos creado como un Frankenstein mediante la suma de todos los agraviantes. El legado más pernicioso del populismo, que en la izquierda contemporánea vistió con elegantes ropajes teóricos y la ultraderecha sabe concitar por instinto, es la reducción y virtual eliminación del conflicto entre intereses legítimos, el debate racional y razonable, y la mediación entre partes, para ser absorbidos por la llana polarización inducida por un actor o grupo de actores interesados y que trasciende los ciclos de la contienda política (elecciones, procesos legislativos, gestiones de gobierno).
En la polarización extrema, no hay tema que quede exento, no porque en cada tema haya dos polos opuestos a partir de sus intereses o perspectivas preexistentes, sino porque el ente polarizador ocupa interesadamente cada espacio público. Por ello no es casualidad que durante la pandemia de la covid-19 las medidas sanitarias hayan sido convertidas por la ultraderecha en arenas de batalla y en todo el mundo sus expresiones se alinean del mismo lado: antivacunas, antimascarillas, contra toda intervención gubernamental independientemente de sus méritos.
La polarización, hay que insistir, nunca es simétrica porque la conciencia de hallarse en una situación polarizada no es común a ambos lados de la división, ni es igual la intensidad del sentimiento antagónico cuando los sectores no polarizados de inicio reconocen la presencia de una situación de polarización. En Estados Unidos, los sectores demonizados por la ultraderecha populista –las llamadas élites de ambas costas, los inmigrantes, las minorías raciales, étnicas, sexuales, etcétera– no suelen manifestar hacia sus antagonizadores la misma repulsión que estos les dirigen. Si acaso, los sectores de clase media y media alta, progresista y liberal de las grandes ciudades suelen mirar con cierta condescendencia a las bases actuales republicanas, pero sin resentimiento. La proliferación de las manifestaciones abiertas de odio racial, xenófobo y misógino, protagonizadas por grupos en su mayoría de jóvenes blancos aglutinados en organizaciones como los Proud Boys, Boogaloos, las milicias armadas y los grupos neonazis y supremacistas, durante el periodo presidencial de Trump, ha obligado a mucha gente a tomarse en serio la amenaza y consecuencias de la polarización al percatarse de que ellos mismos pueden ser blancos del odio. Esta situación tiene el potencial de contaminar la perspectiva de los individuos y grupos antagonizados por la ultraderecha populista, quienes ahora verían a cualquier crítico del gobierno de Biden y sus medidas, por ejemplo, para afrontar la pandemia, como un trumpista irremediable, un “deplorable”, en palabras de Hillary Clinton, perpetuando con ello el ciclo.
Donald Trump es a la vez producto y catalizador de esta polarización en Estados Unidos. Ya sea por un golpe de suerte o por un prodigioso olfato político, Trump apareció en escena cuando las corrientes del antagonismo surgidas desde la derecha estaban copando al Partido Republicano y determinando su toma de postura sobre los temas del debate público, inmigración y política económica, por supuesto, pero incluso en cuestiones tan nimias como la Navidad.
Luego de la resistencia inicial del liderazgo republicano, el triunfo de Trump en la elección de 2016 marcó el momento de no retorno para el viejo partido de Abraham Lincoln. El aparato partidista, los centros de discusión interna, los think tanks afiliados, el ecosistema de organizaciones sociales, religiosas, empresariales a su alrededor se convirtieron en cámaras de resonancia del discurso incoherente pero vitriólico y muy efectivo para seguir movilizando el resentimiento de la base.
Pronto fue evidente no solo que Trump era el vocero indiscutible de la virulencia de los activistas republicanos y los grupos ultraderechistas que se acercaron, sino que el presidente ejercía una especie de fascinación, quizá por lo atípico y francamente grotesco de su comportamiento entre la prensa, los analistas políticos y las personas de la cultura y la industria del entretenimiento. Eventualmente, muchos se dieron cuenta de que la polarización vende, el shock cultural vende y las redes de comunicación y movilización de los contingentes de la ultraderecha son un mercado en expansión que ofrece grandes posibilidades de negocios. Facebook, Twitter y demás conglomerados de las redes sociales fueron muy reacios a sacrificar los enormes flujos de efectivo que les generaban las interacciones entre anunciantes y medios que utilizaban sus plataformas para alimentar la paranoia y el resentimiento de los usuarios que se identifican con el presidente. Los candidatos a elecciones locales se dieron cuenta de que la única moneda de uso entre la base era el discurso incendiario de la Casa Blanca. La influencia del discurso polarizador emitido sin interrupción por Donald Trump y sus repetidores llegó a todos los rincones.
El 6 de enero de 2021 fue también un momento de quiebre dentro del movimiento conservador en Estados Unidos. En el instante en que el trumpismo le mostró al mundo que su falta de compromiso con las instituciones democráticas es clara y abierta, muchos conservadores que siguieron al presidente con la excusa de que detrás de la virulencia había un programa de gobierno congruente con algunas de sus prioridades históricas, especialmente el control de la Suprema Corte, se encontraron frente al abismo y recularon. El principal ejemplo es el vicepresidente Mike Pence, quien ante la intensa presión de su jefe y sus huestes, decidió apegarse a la legalidad y presidir la certificación del triunfo de Biden. Es difícil establecer con claridad cuáles de esos republicanos que decidieron romper con Trump a raíz de sus mentiras e intentos por robarse la elección lo hicieron estrictamente por un compromiso con las instituciones democráticas y cuáles lo hicieron también por un cálculo erróneo de que con la derrota electoral el trumpismo se batiría en retirada y el expresidente dejaría de ejercer el control absoluto sobre la base del partido.
Sin embargo, Trump continúa siendo el factótum del partido. Aparte del peso del ego del expresidente en la ponderación de sus opciones se pueden identificar otras razones que explican lo anterior. En primer lugar, porque su omnipresente liderazgo y absoluta identificación con las aspiraciones de la base cortaron de tajo la emergencia de liderazgos alternativos. En segundo lugar, porque la costumbre y la inercia de la polarización, expresada también como obstruccionismo legislativo por parte de los republicanos en el Congreso, anteceden y trascienden a Trump.
Pero quizá la razón de mayor peso es que en la órbita del Partido Republicano se ha establecido una industria que alienta el resentimiento y se beneficia de él, ya sea como recompensa política, como la han disfrutado verdaderos energúmenos que en otro tiempo estarían a miles de millas de Washington, como los representantes Matt Gaetz y Marjorie Taylor Greene; proyección nacional, como el gobernador de Florida, Ron DeSantis, y hasta beneficio económico, como el señor Michael Lindell, que hizo una fortuna vendiendo almohadas a los trumpistas.
El legado más pernicioso del populismo de ultraderecha ha sido la creación de todo un ecosistema que lo alimenta al margen del poder político y recompensa a sus practicantes. Trump y sus compañeros de viaje han demostrado que no tienen empacho en cargarse a la democracia más estable del mundo, pero el peligro no solo radica en que tengan éxito en sus intentonas golpistas. Trump lidera un esfuerzo nacional por reconfigurar los procesos electorales y limitar la participación de quienes considera refractarios a su mensaje, especialmente los votantes afroamericanos. Enfrente tiene a una coalición muy inestable de defensores del sistema democrático, que incluyen desde comunidades históricamente marginadas hasta viejos conservadores desplazados de su partido por la ultraderecha populista. Solo basta con que uno de estos aliados baje la guardia, descuide su trinchera o caiga en la provocación de la polarización, para que Trump regrese al poder. ~