Democracia y PolíticaViolencia

Trump y la necesidad de emergencia

Hanna Arendt vuelve a ser citada con regularidad a la luz de acontecimientos recientes que involucran a grupos políticos radicales alrededor del mundo. Esta filósofa alemana fue célebre por su contribución para entender el fenómeno del totalitarismo en las sociedades durante el siglo XX. Al respecto escribió:

El sujeto ideal de un régimen totalitario no es el nazi convencido o el comunista comprometido, son las personas para quienes la distinción entre los hechos y la ficción, lo verdadero y lo falso ha dejado de existir”.

Al final de la Segunda Guerra Mundial, tales palabras eran imprescindibles. Nadie podía poner en duda la monstruosidad de los crímenes, la atrocidad de los métodos, ni mucho menos la necesidad de señalar a los perpetradores. Es que ante la muerte de millones de personas se instaló naturalmente un “querer saber”, un espacio imprescindible para entretejer la verdad.

Sin embargo, hoy en día la lógica que divide a los seguidores de un líder de los de otro, a los que sí distinguen qué es verdad y qué no, nos lleva solo a perdernos. Ya no priva la lógica de la supervivencia sino la de la fragmentación: lo múltiple se abre paso y no hay un ideal de ser humano (banal o no, por ejemplo) sino versiones que se acompañan. Esto se ve claramente cuando advertimos que en esta época el sujeto del fascismo no es el que no puede distinguir entre realidad y ficción sino el que no puede con la sistematización de la realidad. En términos simples: el problema está en que hay individuos que heredan o  adoptan un sistema de ideas –no importa cuál, generalmente ninguno debería ser dañino per se– y lo internalizan a tal punto de que no toleran fisuras, diversificaciones ni mucho menos reconceptualizaciones que permitan crear un orden simbólico flexible que dé lugar a explicaciones sobre los fenómenos modernos, entre ellos el ascenso de Donald Trump a la presidencia y su fatídica forma de dejar la presidencia.

El concepto de pueblo

Desde el comienzo de su campaña electoral en 2016, Donald Trump nos propuso no eliminar al otro sino esquivarlo. Esquivarlo porque aseguró que se podía separar al hombre de sus efectos. Un ejemplo: con su propuesta de erigir un muro en la frontera con México lo que planteaba era sencillo: se debía hacer frente a un conjunto de crímenes (secuestro, robo, violación o asesinato) que un grupo social cometía y que afectaba al resto. Entonces, podía dividir  a los mexicanos en dos tipos. A veces aparecía en su discurso un mexicano impoluto (casi un “mexicano de la suerte”, podríamos decir) para poder esquivar las preguntas incómodas de reporteros y para poder hablar de la dignidad de los latinos. Y otras veces, se refería a otro mexicano (“desechable” podríamos llamarlo), uno que era imputable hasta la saciedad. Su estrategia consistió entonces en construir el concepto de pueblo en términos que no permitieran una repetición del pasado. Es decir, el pueblo sería una colectividad que pudiera sobreponerse a una emergencia actual, solo agravada por la inacción de todos.

Esa construcción del concepto “pueblo” contaba con una ventaja: la campaña de Trump no tenía que enmarcarse en un contexto tradicional, pues en su lugar frases ordinarias como “Make America Great Again”, los insultos, las humillaciones a grupos minoritarios, entre otras polémicas fueron suficientes para que él pudiera hacerse un espacio en un proyecto colectivo: uno en el que las élites eran parte del pueblo, aunque suene inverosímil. Lo digo porque en contra de todo sentido común, con ese lenguaje coloquial Trump no creó la sensación de estar excluyendo a nadie sino la de estar uniendo un todo, en el sentido de que había que reaccionar de forma conjunta a una experiencia vivida.

Podemos concluir entonces que lo que logró Trump al principio de su gobierno fue instaurar la necesidad entre sus seguidores de corregir la realidad. A sus seguidores (a los más extremos me refiero, por si queda duda) no les importa el dilema de verdad vs ficción sino el de purificar o destruir. Si hay secuestros, asesinatos violaciones o atentados, la necesidad que hay es la de ordenarlo todo. El asalto al Capitolio entonces se mide dentro de una lógica parecida: si no podemos ganar las elecciones busquemos un espacio para espectacularizar nuestra certeza (“que no podemos perder”), pues lo contrario sería fingir. Fingir que no nos importa “la patria”.

Asistimos entonces a lo que varios autores han llamado una “crisis de representación política mundial”, pues hay mucho descontento con los partidos tradicionales. Sin embargo, cuando nos referimos a líderes de agrupaciones de derecha radical (adjetivo en discusión constante) el conflicto está en que a estas alturas se sabe que “con mucha frecuencia, estos partidos aceptan la democracia parlamentaria y el ascenso al poder por la única vía del voto en las urnas”… pero desgraciadamente “no se conoce su proyecto institucional”, como dice el académico Jean-Yves Camus. En el caso específico de Estados Unidos, habrá que esperar a que el tiempo defina si es posible renegociar la posibilidad de una convivencia precaria (entendida como dinámica) o si se apelará de nuevo a la despersonalización del conflicto.

 

 

 

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